miércoles, 2 de septiembre de 2015

CINE, ARTE Y TIEMPO (1967)

El artista canadiense Michael Snow es uno de esos directores indispensables dentro del género experimental y todo un ejemplo sin igual del cine estructural, puesto que una de sus obras cumbres, “Wavelength”, fue la precursora de tal corriente y un modelo a seguir durante los años 60 y 70. Un trabajo del que siempre se espera que ocurra mínimamente algo en los 45 minutos que dura, pero que en realidad no trata de contarnos una historia, sino de explotar las técnicas cinematográficas desde una exposición fija. Así es como nos introducimos en el interior de un típico y prácticamente vacío loft neoyorquino y, situados en una de las esquinas de la habitación bajo un preciso encuadre ligeramente en picado, vemos lo que ocurre a lo largo del metraje. Un zoom mecanizado por el temporizador de una cámara de 16mm sustentada sobre un trípode de gran altura nos acerca poco a poco a una especie de minúsculo retrato que encontramos en la pared de enfrente. Enseguida nos damos cuenta de que Snow quiere que nos sentemos tranquilamente a contemplar lo que va a suceder y a dónde nos va a llevar.

Apenas algunos personajes interactúan dentro del espacio, de los que esperamos, inevitablemente, que al menos nos aporten algún tipo de argumento que nunca va a llegar. Y es que este elemento no es importante en Wavelength, puesto que aquí la forma adquiere más valor que el contenido. Así es cómo, poco a poco, nos vamos desentendiendo de los acontecimientos que en cierta manera nos separan de aquel retrato que el autor nos quiere mostrar. Da igual que unos hombres pretendan colocar un armario, que alguien se desplome sobre el suelo, que otro intente mantener una conversación inaudible por teléfono o que de fondo suenen The Beatles con su “Strawberry Fields Forever”. En ningún instante la cámara se desvía de su lenta trayectoria, pero, con tanto tiempo a nuestra disposición, no podemos evitar fantasear con los posibles argumentos que un mediometraje como éste podría habernos ofrecido.

La pieza, que no deja de ser en sí un plano secuencia deconstruído, es una experiencia única en la que nuestros sentidos son puestos a prueba, pero que, a su vez, es obvio que no resulta fácil de visualizar, ya que nuestra atención, pese a verse sumergida de lleno en determinados momentos, a veces no puede evitar tomarse un descanso y perderse inevitablemente en otros menesteres. En nuestro viaje nos acompaña un extraño ruido que comienza suavemente pero que, con el paso de los minutos, acaba siendo demasiado agudo, casi ensordecedor e irritante, y que lleva de la mano y al compás tan variable iluminación.

Nos enfrentamos al cine desde un ángulo puramente reflexivo donde la técnica resulta primordial. Un juego desafiante para el espectador, que se deleita con el estupendo despliegue cromático del que hace uso Snow y que, a medida que nos acercamos a la misteriosa foto del fondo, se hace más saturado. Para cuando nos queramos dar cuenta,  el cineasta ha parado su cámara y ha dejado la fotografía situada frente a nosotros en un aparentemente inmenso plano que abarca su contenido a lo largo de nuestra pantalla y con él, el autor pone punto y final a uno de los trabajos más radicales en cuanto a su clara fusión entre cine experimental y arte, aunque en su momento no trascendiera más allá de un selecto círculo de contactos.



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