miércoles, 9 de diciembre de 2015

LA VOZ DE LA MISERIA (2015)

Pensar en realismo cinematográfico nos lleva, inevitablemente, al pasado, a una época en la que era necesario mostrar la miseria de un pueblo devastado por las guerras. Sin embargo, en pleno siglo XXI, cómo no seguir denunciando injusticias, cómo no retratar ciertos lugares en donde parece no haber transcurrido el tiempo, en donde la pobreza es la ley de la calle y a las personas se les suele dar la espalda para no manchar esa hipócrita imagen que nos quiere tratar de decir que “todo va bien”. Por suerte, el séptimo arte no es capaz de obviar esta problemática y, precisamente, el veterano director mexicano Arturo Ripstein es uno de los cineastas más concienciados con la desdicha de su pueblo, dando voz a quienes están predestinados al sufrimiento por haber nacido en el lugar equivocado.

Ya se han cumplido poco más de 50 años en la profesión tras la publicación de aquel primer largometraje titulado “Tiempo de Morir” (1966), un drama repleto de venganza que contaría con dos grandes escritores para la elaboración de su guion, Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez, que se estrenaba en esta labor. Ripstein consiguió abrirse paso al mercado internacional a través de un sinfín de festivales. Quien en su momento fuera ayudante del afamado realizador español Luis Buñuel, aspecto que se evidencia en cada una de sus obras, sigue en activo, siendo una de sus últimas obras un homenaje a este mundo extremo bajo el título “La Calle de la Amargura”.

La guionista Paz Alicia Garciadiego, que colabora con el autor desde hace ya nada menos que 30 años, se encarga de dar vida a una historia basada en hechos reales. Un homicidio ocurrido en la realidad, pero que el director retoma con una visión diferente. Dos luchadores profesionales, Espectrito Jr. y La Parkita, son asesinados por Adela (Patricia Reyes Spíndola) y Dora (Nora Velázquez), dos prostitutas que les llevan a una habitación de un hotel para poder robarles, pero que, en cambio, deciden acabar con sus vidas. 

La acción, situada en las calles del barrio de Cuauhtémoc, en la Ciudad de México, toma un cariz sumamente desolador con una visión de la realidad de lo más amarga. El preciosismo técnico tan característico del autor se mantiene para hacer una denuncia de la precariedad en la que muchos de sus conciudadanos se ven inmersos. Una rutina que se presenta de forma claustrofóbica, agonizante y, por desgracia, irremediable. Bien es cierto que no encontramos novedad en esta especie de universo al que la sociedad da la espalda, pero, a pesar de ello, “La Calle de la Amargura” trata esta cuestión rompiendo con la posible naturalidad de escena, de tal forma que estamos, en todo momento, ante un espectáculo teatral dominado por la exagerada dramatización de unos diálogos que nadan en el argot popular de estas calles y en un sarcasmo que choca de bruces con las crueles circunstancias. Este toque de comicidad, al menos, logra un gran dinamismo en el resultado y, además, los personajes se sirven de él como si de un placebo se tratase para poder seguir mirando a la cara a un destino que indudablemente se presenta sufrido.

Ripstein parece tener todo excesivamente atado, evitando cualquier improvisación sobre el terreno y permitiendo que el espectador comprenda el espacio por el que se desliza una narración que se complementa con la interesante psicología de los personajes, en especial, de Adela y Dora, a las que se presta una mayor atención. Cómo son sus vidas, su familia, qué clases de necesidades tienen, en qué problemas se ven envueltas, sus deseos y anhelos y, sobre todo, cuál es la causa por la que se ven arrastradas a cometer tal delito.

Reyes Spíndola y Velázquez, las dos estrellas de la producción, sacan partido a su fantástica gestualidad para encarnar a unas atormentadas mujeres sumergidas en la miseria, pero ellas no son las únicas. Las voces anónimas también toman su parte de protagonismo, ancianas que simplemente se dejan arrastrar en la vida, adolescentes incapaces de aceptar la precariedad en la que ellos y sus familiares viven y que hacen todo lo posible por dar rienda suelta a sus caprichos. Vemos a vecinas que se escandalizan de lo que los demás hacen, a maridos que ejercen la prostitución travistiéndose o a enanos tratados como simples mascotas dentro de un ring

El director de fotografía Alejandro Cantú se centra en la calidad de imagen transformando la atmósfera de las calles en una especie de lugar opresivo gracias al blanco y negro tan trágicamente saturado. Una labor sublime en donde Ripstein encuentra un perfecto escenario para dar rienda suelta a sus elegantes planos-secuencia tan propios. Sin embargo, este nivel de preciosismo técnico colapsa por completo la narración al convertirse en uno de los puntos más fuertes y de mayor interés. Durante los 100 minutos de metraje, el autor no consigue exprimir del todo la empatía de su público, que se ve envuelto más por la estética visual que por las circunstancias que rodean a sus personajes. Por desgracia, “La Calle de la Amargura” pasa bastante desapercibida a pesar de que estemos ante uno de los mejores cineastas mexicanos por su excelente nivel de profesionalidad y su embaucador perfeccionismo.

Lo mejor: una fotografía audaz y abrumadora que encandila desde el primer instante. La importancia de este tipo de relatos para descubrir la miseria humana. Las buenas intenciones de Ripstein para dar voz a quienes no la suelen tener.

Lo peor: apenas se consigue conectar con los personajes.



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