viernes, 10 de noviembre de 2017

LA FUGACIDAD DE LO COTIDIANO (1949)



Tradicionalmente, el cine japonés se ha distanciado, en parte, de los géneros cinematográficos que Hollywood desarrolló a principios de siglo XX ya desde su etapa más temprana. Sin embargo, su conocimiento en Occidente no llegaría hasta los años 50, momento en el que maestros del “clasicismo”, como Akira Kurosawa, Kenji Mizoguchi o Yasujiro Ozu, eclipsaron al cine mundial por, contrariamente, su modernismo en el séptimo arte.  Su novedosa visión artística plasmada en la gran pantalla provocó que, desde entonces, muchos autores se vieran totalmente influidos por esta cinematografía, un aspecto que evidentemente sigue ocurriendo a día de hoy. 

A diferencia de Kurosawa o Mizoguchi, Ozu dedicó su trayectoria a plasmar lo cotidiano. Sus películas, de ambientación contemporánea, suelen narrar la rutina y los problemas domésticos de las familias japonesas, poniendo sumo cuidado en los pequeños detalles, los cuales también dieron nombre a algunas de sus magníficas obras, como “El Sabor del Té Verde con Arroz” (1952) o “El Sabor del Sake” (1962), aunque indudablemente siempre será recordado por la obra maestra “Cuentos de Tokio” (1953). Por su parte, el transcurso del tiempo a través de los días y las estaciones del año también adquirió gran importancia a lo largo de su carrera. Primero fue “Primavera Tardía” (1949) para poco después continuar con “El Comienzo del Verano” (1951), “Primavera Precoz” (1956), “Crepúsculo en Tokio” (1957), “Flores de Equinoccio” (1958), “Otoño Tardío” (1960) y, finalmente, “El Último Verano” (1961).

De su éxito también disfrutó la famosa actriz japonesa Setsuko Hara, que acabó desempeñando el papel de musa de Ozu durante una larga temporada. Tal oportunidad llegaría con “Primavera Tardía”, en la que encarna a Noriko Somiya, una joven veinteañera que se encarga de cuidar de su padre, Shukichi Somiya (Chishû Ryû). El hombre, que quedó viudo hace varios años, empieza a plantearse la posibilidad de que su hija contraiga matrimonio y siga con su vida. Shôishi Hattori (Jun Usami), amigo de la familia, es un perfecto candidato con el que, incluso, Noriko mantiene una estrecha relación, pero éste tiene planes para casarse con la mejor amiga de ella. Al mismo tiempo, la tía Masa (Haruko Sugimura) busca un buen partido para su sobrina, mientras que piensa una solución para combatir la futura soledad de su hermano Shukichi.

Tal vez ésta sea una de las mejores obras del cineasta al atesorar tanto encanto en la sencilla composición de un metraje que apenas dura 108 minutos de auténtico cine. El ligero optimismo que se respira en la narración queda mitigado de forma elegante por una melancólica sensación que deja un poso agridulce en sus últimos instantes. Las respetadas tradiciones de la sociedad japonesa no perdonan y Noriko no puede retrasar por más tiempo lo que está escrito en su destino a pesar del dolor que supone abandonar a su padre en la más rotunda soledad. Pocas películas han sabido plasmar tan intensamente las emociones sin necesidad de evidenciarlas, sino tan sólo recurriendo a las palabras silenciadas, a las miradas y gestos contenidos de las desgarradoras interpretaciones de Setsuko Hara y Chishû Ryû, quienes continuaron sus carreras al lado de Ozu.

El estilo del autor es fácilmente reconocible a través de planos estáticos de diferentes tamaños. No existen los picados ni contrapicados, ni los grandes alardes técnicos, sino que siempre sitúa su cámara a la altura de los personajes, haciendo uso de lo que acabó siendo reconocido como los “planos tatami”, al disponer un trípode especial con el que rodaba sentado en el suelo. Pero, quizá, lo que más puede llamar la atención a un espectador occidental que ha disfrutado del cine clásico hollywoodiense es el uso de los contraplanos, en los que los actores miran frontalmente sin pretender romper la cuarta pared, la ilusión a la que Ozu nos invita. El anti-antropocentrismo es realmente evidente con una imagen que no se centra en los personajes, sino en el espacio, en el que se insertan las ideas de fugacidad y vacuidad en un escenario visualmente geométrico. 

“Primavera Tardía” es la mirada de Ozu, el acercamiento a las convenciones sociales de Japón, la aproximación a la rutinaria vida de su población, que se muestra como un ciclo constante, como el de las estaciones, convertidas en ritos de paso por los que desfilamos de puntillas cada uno de nosotros. Una composición precisa, vibrante, creada con pulso firme, con una filosofía que, en ocasiones, nos distancia inevitablemente. Toda una obra maestra de obligado visionado que, aún a día de hoy, sigue sorprendiendo, despertando la admiración de los amantes del séptimo arte. Atrevida en su enfoque, comedida en sus emociones y equilibrada narrativa y estéticamente, lo cierto es que el conmovedor largometraje del “maestro de lo cotidiano” es de obligado visionado en una cada vez más extensa historia de nuestro cine mundial.

Lo mejor: la hipnótica sencillez y pulcritud de una cinta de lo más reveladora.

Lo peor: su desconocimiento a nivel popular.


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