martes, 22 de enero de 2019

LAS VOCES DEL SUFRIMIENTO (1953)


El mítico director y guionista japonés Kenji Mizoguchi fue descubierto por occidente durante la década de los 50 junto a Akira Kurosawa y Yasujirō Ozu. Cahiers du Cinema se hacía eco de nuevas figuras de lejanas industrias cinematográficas que, a nivel nacional, poseían unas carreras sobradamente consolidadas. Los críticos se lanzaron de lleno a conocer las filmografías disponibles sin comprender del todo unas narrativas que no poseían siquiera subtítulos, lo que evidencia el lenguaje universal que estos tres autores de cine clásico manejaban. Antes de que Mizoguchi comenzara tras las cámaras en 1923 con su ópera prima, “El Día en que Vuelve el Amor”, fue diseñador de kimonos, aprendiz de dibujante, estudiante de pintura, dibujante de anuncios publicitarios en el periódico Matashin-Nippo, poeta, aficionado a la biwa, actor como oyama, interpretando papeles femeninos cuando las mujeres no podían trabajar como actrices; transcriptor de guiones para Osamu Wakayama y ayudante de dirección en los Estudios Nikkatsu para Eizo Tanaka o Tadashi Ono.

En su primera etapa de director, llegó a rodar más de una decena de películas en pleno proceso de aprendizaje y de búsqueda de su propio estilo, que encontraría pocos años después, cuando a sus espaldas cargaba ya con casi 50 películas rodadas. La vida personal del autor estuvo fuertemente marcada por la gran presencia de las mujeres que le rodearon, un aspecto que trasladó a su cine y que le valió el pase directo a la historia del séptimo arte mundial como un cineasta feminista, aunque no fue la única cuestión que trataría en sus obras. Curiosamente, las influencias que recibió de occidente a nivel artístico forjarían también parte de una creatividad que, a su vez, terminaría salpicando a otros autores asiáticos. 

Desde “El Día en que Vuelve el Amor” (1923) hasta “La Calle de la Vergüenza” (1956), Mizoguchi estuvo a punto de alcanzar los 100 proyectos cinematográficos, entre películas, cortometrajes y documentales. Por su filmografía desfilan obras maestras de obligado visionado para comprender el cine japonés, como “Historia del Último Crisantemo” (1939), “Vida de Oharu, Mujer Galante” (1952), “El Intendente Sansho” (1954), “La Emperatriz Yang Kwei-Fei” (1955) o “Cuentos de la Luna Pálida” (“Cuentos de la Luna Pálida de Agosto”/“Cuentos de la Luna Pálida Después de la Lluvia”, 1953), entre otras muchas. Precisamente, esta última cinta sería la que le reportaría el reconocimiento internacional, alzándose, además, con dos premios en el Festival de Venecia de 1953 y una nominación al Oscar tres años después. La recepción del metraje no hizo más que deslumbrar a un público y a una crítica que visualizaba la modernidad frente al código de representación occidental de Hollywood y sus consiguientes influencias.

La historia nos sitúa durante el siglo XVI, en los tiempos del feudalismo japonés y con la guerra civil como telón de fondo. Los campesinos Genjurô (Masayuki Mori) y Tôbei (Eitarô Ozawa) desean salir de su perpetua pobreza y cambiar el rumbo de su destino para hacer, por fin, fortuna a través de la alfarería y de las imponentes tropas de los guerreros samurái. Por ello, deciden abandonar a sus mujeres, Miyagi (Kinuyo Tanaka) y Ohama (Mitsuko Mito), y sus hogares, en plena orilla del lago Biwa, en la provincia de Ōmi; convencidos de no regresar hasta no haber cumplido con sus objetivos. El agua se transforma en el camino del viaje, en su punto de partida. Un nuevo comienzo en sus vidas en el que Genjurô tropezará con el castillo de Lady Wakasa (Machiko Kyô) y, con ella, el fugaz, impulsivo y pasional romance. 

Mizoguchi dedicó parte de su filmografía al gran público, por lo que es especialmente recordado por sus muy apreciados melodramas gidai geki y por la mayor parte de sus incursiones en el género kaidan, al que pertenece “Cuentos de la Luna Pálida”. Matsutarô Kawaguchi, Kyûchi Tsuji, Akinari Ueda y Yoshikata Yoda se encargaron de la adaptación de todo un clásico de la literatura japonesa, la colección de cuentos escritos por Ueda Akinari en 1776. En este caso, pese a que el peso de la narración recae sobre los dos hombres, el protagonismo que toman las mujeres hace de su presencia un elemento clave en las vidas de ambos. Esposas abnegadas, preocupadas por las inamovibles ideas de sus maridos; frente a la geisha y la joven perdida que acaba cayendo en la prostitución y que, en pleno desespero, exclama a Tôbei “En qué me has convertido. Gracias a tus ambiciones, sólo soy una ramera”. En todas ellas destaca el valor, la sinceridad y su fortaleza frente a la represión social. Un retrato que, a día de hoy, podría confundirse con cierto halo machista, pero que, en realidad, reivindica el dolor y el sufrimiento que transmiten sus voces.

El elenco femenino está compuesto por un poderoso triángulo, Kinuyo Tanaka, Mitsuko Mito y Machiko Kyô. Sólo entre las tres han trabajado en más de 350 películas y series de televisión. La primera de ellas, Kinuyo Tanaka, comenzó su carrera en 1924, con “Mura no bokujo” (Hiroshi Shimizu), llegando a convertirse, una década después, en una de las grandes estrellas del cine nacional. Tanto es así, que acabó convirtiéndose en la gran musa de autores como Yoshinobu Ikeda o Hiromasa Nomura, quienes, incluso, llegaron a incluir su nombre en el título de algunas de sus obras como principal reclamo, The Kinuyo Story (Yoshinobu Ikeda, 1930), Doctor Kinuyo (Hiromasa Nomura, 1937) o Kinuyo's First Love (Hiromasa Nomura, 1940). Tanaka terminó trabajando durante 14 años con Mizoguchi, mientras colaboraba con los más grandes, como Ozu o Naruse. Sin embargo, más loable si cabe es que la actriz se situaría tras las cámaras durante los años 50 y 60 para ser reconocida como la primera directora de cine de Japón. Mitsuko Mito iniciaría su carrera de actriz en 1935, con “Wakadanna haru ranman”, aunque su reconocimiento internacional vendría de la mano de Ozu y Mizoguchi, mientras que Machiko Kyô, lo haría con Kurosawa y su “Rashomon” (1950).

Para 1953, Masayuki Mori ya se había convertido en uno de los grandes actores nacionales tras trabajar con importantes cineastas como Kon Ichikawa o Keisuke Kinoshita, aunque destacaría su labor junto a Kurosawa en “Los Hombres que Caminan sobre la Cola del Tigre” (1945), “La Nueva Leyenda del Gran Judo” (1945), “Los que Construyen el Porvenir” (Akira Kurosawa, Hideo Sekigawa y Kajirô Yamamoto, 1946) “El Idiota” (1951) y, especialmente, “Rashomon” (1950). Tampoco era la primera vez que colaboraba con Mizoguchi, con el que ya trabajó en “La Dama de Musashino” (1951). En esta ocasión, asistimos atónitos al estrecho camino que separa la ambición de la locura, más allá, incluso, de las vivencias de su amigo, Tôbei, encarnado por Eitarô Ozawa, aunque durante la mitad de su trayectoria figurara con el nombre Sakae Ozawa. El actor, del que podemos disfrutar en más de 200 producciones, también disfrutaría de la confianza de los más afamados directores del cine clásico japonés, al igual que su compañero de reparto.

La crítica occidental se vio especialmente conquistada por la violencia implícita en las obras de Mizoguchi. Una violencia que rezuma desde el interior del ser humano como parte de su naturaleza y que conduce a sus personajes hasta las últimas consecuencias, las cuales, por lo general, de una forma u otra, toman contacto con la muerte, como es en este caso. Es precisamente en ese instante cuando la cinta se transforma en una auténtica joya, cuando en una única escena alcanzamos el mundo sobrenatural por medio de un mágico movimiento de cámara. Una línea invisible que se traspasa y que relaciona a los vivos con los muertos como si se tratara de la pura realidad, cuando tan sólo es un engaño de nuestra mirada, empujada a mirarlo con total naturalidad. Por eso mismo, “Cuentos de la Luna Pálida” se eleva a lo sublime, al deleite del clasicismo cinematográfico que, durante el siglo XX, tomó un cariz exótico para los más ávidos cinéfilos, pero que, en la actualidad, su valor histórico ha logrado superarlo.

Lo mejor: su magnífico clímax entre lo terrenal y lo fantasmagórico, revelador de toda una obra maestra del cine. 

Lo peor: la necesidad de contar y analizar con profundidad muchos más aspectos narrativos y estéticos de una gran película, pero que provocarían que esta entrada fuera eterna.


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