jueves, 16 de marzo de 2017

EL ESPECTÁCULO DEL PODER (1976)



Pocas películas pueden expresar tan vivamente el papel que cumplen los medios de comunicación en la sociedad del siglo XX como lo hace “Network. Un Mundo Implacable”, del director, productor y guionista estadounidense Sidney Lumet. Corría el año 1976, una época en la que el medio por excelencia, la televisión, ya formaba parte de la rutina de todas las familias, de la cotidianidad de todos los hogares. Esa popularmente conocida “caja tonta”, que se ganó el centro de atención de cada salón, no hizo más que expandir un sistema de poder que ya tomaba constancia desde los tiempos de la prensa y, posteriormente, la radio. Bajo esta premisa, la película se alzó con cuatro Premios Óscar al mejor guion original (Paddy Chayefsky), mejor actriz principal (Faye Dunaway), mejor actor principal a título póstumo (Peter Finch) y mejor actriz de reparto para Beatrice Straight, que curiosamente apenas posee unas pocas líneas en la obra.

Basada en la historia real de la joven periodista Christine Chubbuck, que tomó la decisión de suicidarse en 1974, durante la emisión en directo de un programa de televisión que ella misma presentaba, la cinta se centra en la vida laboral de Howard Bale (Peter Finch), un presentador de informativos que debe asimilar que el medio es un negocio y, por tanto, si no hay audiencia, no hay trabajo; Diana Christensen (Faye Dunaway), una exitosa mujer empresaria que coordina la cadena; y Max Schumacher (William Holden), un periodista que mantiene una relación estrecha con Diana.

Con una carrera de oro tras las cámaras, que, precisamente comenzaría en televisión, Lumet es reconocido por la adaptación al cine de “Doce Hombres Sin Piedad” (1957), todo un esmerado e indispensable thriller que marcaría su restante trayectoria, la cual gira, en más de una ocasión, en torno a la figura del poder. Sin embargo, “Network. Un Mundo Implacable” le tocaba de cerca, puesto que él conocía como nadie los entresijos que se esconden en los pasillos de aquellos gigantes televisivos que manejaban a la ciudadanía prácticamente a su antojo. De hecho, la película nos presenta este imperio a través de una mirada que nos empequeñece, con edificios infinitos que tocan el cielo.

El director nos deja clara la idea de que el medio es el que selecciona las noticias del día, pero no sólo determina qué contar, sino también cómo contarlo. Si algo no vende, se elimina, por lo que su visión se centra en la venta a toda costa. Es más, si una cadena no consigue llegar a las cifras mínimas de venta, es vista como un hazmerreír en la industria. Por tanto, el contenido no es importante para este sistema de poder, sino los números y ganancias, algo que no dista en demasía con lo que sucede en la actualidad. A su vez, la sociedad queda reflejada como una masa que se está volviendo cada vez más negativa y que necesita a los medios para poder expresar ese odio. Todo ello se acentúa cuando Bale es despedido y, en pleno arrebato desesperado, de repente, se convierte en algo interesante que ver. Desde ese momento, Bale ya no es un presentador de informativos más, sino todo un gurú, un visionario, un profeta enfurecido, el portavoz del pueblo, al que intenta despertar de los embrujos de una caja tonta que les manipula y curar de una hipocresía insaciable. En él reside el sentir, la respuesta de todo lo que se ha ofrecido a una población a la que se juzga por sólo conocer una única realidad, la de la televisión. Finch es la estrella de la cinta, un actor irresistible en su evolución trepidante que supera los límites de la locura.

Ese detonante convierte al medio en espectáculo, en puro sensacionalismo. Ciertos diálogos de gran calado y palabras afiladas nos desgranan una sensación que conocemos de cerca: los medios consideran que nadie quiere saber la verdad. Es más, intentan proporcionar una imagen de la verdad como algo negativo, como si el conocimiento pudiera ser peligroso. Bale no duda en proclamar constantemente que sabe la verdad, pero es esta consciencia la que posee un mayor poder, más de lo que uno se hubiera imaginado. La televisión refleja que el saber puede acabar con nosotros y el personaje de Bale es todo un ejemplo de ello. Sin embargo, Lumet agrega una subtrama que toma peso a lo largo del metraje, como es la relación entre Diana y Max, una pareja que, más allá del romance existente, representan el choque que se produce entre el sistema conservador de la televisión y la nueva generación televisiva, en el que el primer poder considera que el segundo es depravado y poco serio al ofrecer únicamente fugacidad. En este aspecto, tanto Dunaway como Holden realizan una fantástica labor de interpretación entre la fuerza arrolladora de ella y el ímpetu racional de él.

La fotografía corre a cargo del director neoyorquino Owen Roizman, más conocido por sus impecables trabajos en clásicos como “El Exorcista” (William Friedkin, 1973), que llegó en su época dorada; la visionaria “Tootsie” (Sydney Pollack, 1982), “La Familia Addams” (Barry Sonnenfeld, 1991) o la romántica “French Kiss” (Lawrence Kasdan, 1995). Al equipo se suma el compositor Elliot Lawrence, especializado en el formato televisivo y que en “Network. Un Mundo Implacable” encontraba una excepción. Sobre la obra de Lumet recae todo un pesado significado que hoy en día es necesario revisar y tener presente, de ahí que fuese seleccionada en el año 2000 para su preservación en el Registro Fílmico Nacional de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos. Sólo existe un sistema que determina la vida, una estructura global que se rige por las leyes comerciales, lo que nos lleva a pensar en el mundo como un negocio. Siempre nos han hecho creer que se tiene en cuenta el crecimiento individual, pero en realidad es el de las masas el que prima por encima de todo, demostrando que los humanos sólo somos seres.

Lo mejor: su necesario visionado para comprender qué “leyes” rigen este mundo y cuál es nuestra verdadera realidad.

Lo peor: el actor Peter Finch no pudo estar presente en el gran éxito que supuso esta película.


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