jueves, 20 de octubre de 2016

UN RECUERDO ENTRE EL OLVIDO (1998)



La muerte sigue siendo una de las mayores incógnitas a las que debe enfrentarse el ser humano. Independientemente de cómo sea plasmada a nivel científico o religioso, esta cuestión siempre ha estado presente en las artes y cada autor tiene su punto de vista a la eterna pregunta, ¿qué hay después de la muerte? El aclamado director y guionista japonés Hirokazu Kore-eda es uno de esos cineastas que son capaces de arriesgar y mirar más allá de lo que a simple vista se nos presenta. Considerado prácticamente un poeta cinematográfico, su inquietud por ver la esencia de sus personajes, el interior de su alma, le ha llevado a ser uno de los cineastas más indispensables no sólo del séptimo arte nipón, sino también del este asiático. Con un gusto exquisito a la hora de expresar la intimidad del hombre, aun en su vertiente más cruel, Kore-eda realizó una de las obras más indispensables en su filmografía, “After Life” (“Wandafuru Raifu”), a través de la cual lanza una simple pregunta al espectador: ¿qué único recuerdo de tu vida te llevarías al cielo?

En la cinta, se plantea la existencia del cielo, ese “más allá” que al que supuestamente nos desplazamos tras haber conocido la muerte, pero antes de disfrutar de esta estancia, todos deben pasar por una especie de “limbo” en el que cada alma es entrevistada por los guías durante tres días. El recién llegado debe reflexionar sobre su vida, examinar los instantes más importantes y escoger un único recuerdo que desee llevarse a su eterno descanso. Una vez tomada la decisión, estos guías se encargan de grabarlo en forma de una película para que el fallecido pueda revisionarla en todo momento. Las dudas, los fallos de memoria y la indecisión inundan la ardua tarea de tener que seleccionar un solo un capítulo de su estancia en la tierra.

“After Life” es un perfecto ejemplo de metacine, de homenaje, y, a la vez, un ejercicio asombroso que combina audazmente emotividad y humanidad. Es fácil deleitarse con la magnífica precisión que maneja Kore-eda gracias al pausado ritmo con el que se desarrolla la trama, la cual intenta deslizarse con gran sensibilidad y una sobriedad clásica a partir de diálogos concisos y sumamente agudos. Su delicado e inteligente planteamiento no pierde ni un ápice de originalidad a lo largo de las casi dos horas de metraje, en las que el autor explora con delicadeza cuestiones que siempre han girado en torno al ser humano. La soledad, la vida, la muerte, los sentimientos, los recuerdos y, sobre todo, la importancia de los pequeños detalles son el motor de la película. Algo que en teoría se presupone y que, en cambio, se olvida tan fácilmente, queda recogido a nivel simbólico con gran fuerza, provocando un examen de conciencia y aportando cierto punto terrenal a una historia que no deja de ser fantástica. Ese “más allá” de lo que pueden captar nuestros sentidos, nos lleva a emprender un viaje de fuertes sensaciones y sentimientos, retratado como pocos cineastas se han atrevido a hacer. El director despliega tal maestría a la hora de manejar los hilos de la emoción que aporta una estupenda solidez narrativa y, asombrosamente, una indudable coherencia.

El frágil hilo de la vida de sus personajes les lleva a detenerse no sólo en los momentos más cruciales de su existencia, sino que, de forma inesperada, algunos de ellos recuerdan con mayor cariño instantes que, aparentemente, parecen ser insignificantes y que, en cambio, les ha aportado una mayor felicidad. Pero, ¿cuál es el valor de la vida?, ¿por qué los pequeños detalles cobran una mayor relevancia? Kore-eda nos obliga a reflexionar, a cuestionarnos constantemente y sin darnos cuenta. Puede que detrás de esas vivencias se esconda un significado sentimental comprensible, pero, sea lo que fuere, sus elecciones atrapan nuestra atención, sus creativas reacciones nos mantienen expectantes a lo largo del desarrollo de la trama, que, ya de por sí, posee una intensidad espectacular, la cual desemboca en un clímax de gran carga dramática. Con cierta distancia, destaca Arata Iura, uno de los actores que forma parte y es testigo de la exitosa trayectoria de Kore-eda y que formaría parte también de las historias de “Distance” (2001), “Air Doll” (2009) o, con menor protagonismo, en “De Tal Padre, Tal Hijo” (2013).

Es curioso cómo el autor nos acerca a unos personajes que, en el fondo, son totalmente anónimos. Su lento acercamiento a cada una de sus experiencias a través de las entrevistas, respira una gran espontaneidad y naturalidad. Sus dudas son las mismas que las nuestras, haciendo irremediable una conexión personaje-espectador forjada por la empatía y el evidente carisma que despierta cada uno de ellos. El autor se detiene en sus pensamientos, mientras esparce su magia entre los austeros rincones del decorado, que emulan los interiores de una especie de edificio abandonado. Con la cámara en mano, uno tras otro desfilan ante ella, dando más valor a las declaraciones y no tanto a sus protagonistas.

Por entonces, el director de fotografía Yutaka Yamazaki se estrenaba con Kore-eda, junto al que ha trabajado en diversas ocasiones más, como en “Distance” (2001), la inigualable “Nadie Sabe” (2004), “Hana” (2006), “Still Walking” (2008) o “Milagro” (2011). A su vez, el compositor Yasuhiro Kasamatsu se encarga de una banda sonora algo sobrio y, sobre todo, escasa, pero siempre en su justa medida, intensificando el dramatismo que ya de por sí contiene una trama de esta magnitud. “After Life” sigue siendo una de las obras más importantes de la filmografía del autor, precisamente por esa emotividad que despliega, prestando mayor atención al fondo en lugar de la forma. Una inolvidable pieza más realista de lo que jamás se hubiera pensado, que nos obliga a reflexionar y a darnos cuenta de nuestros errores.

Lo mejor: se trata de una de las cintas más indispensables del cine japonés contemporáneo.

Lo peor: es un gran toque de atención para el espectador y, cuando esto sucede, deja un poso reflexivo bastante duro, pero necesario.


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