martes, 18 de diciembre de 2018

TÍTERES DE LA INDUSTRIA (1956)


La indispensable filmografía del productor, director y guionista madrileño Rafael Gil se extiende por más de 45 años de historia del cine español con películas inolvidables con las que iniciaba su carrera, como el intrigante drama romántico “Huella de Luz” (1943) o “Eloisa está debajo de un Almendro” (1943), adaptación de Enrique Jardiel Poncela, que contaba con Rafael Durán y Amparo Rivelles. Ambos actores no tardaron en repetir experiencia bajo las órdenes del cineasta con “El Clavo” (1944), otra adaptación, esta vez, de la obra de Pedro de Alarcón. Tampoco podemos olvidar “La Calle sin Sol” (1948), para muchos considerada una de sus grandes creaciones; o la comedia “El Hombre que se Quiso Matar” (1942) y que él mismo se encargó de llevar a cabo un remake en 1970. 

Sara Montiel, Fernando Rey, Jorge Negrete, José Isbert, Rafaela Aparicio, Paquita Rico, Arturo Fernández, Carlos Larrañaga, Vicente Parra, Joselito, José Luis López Vázquez, Sancho Gracia, Carmen Sevilla, Alberto Closas, José Sacristán, Tony Leblanc, Emma Cohen, Charo López, Juan Luis Galiardo, Alfredo Landa o Francisco Rabal, entre otros muchos, formaron parte de su trayectoria profesional en mayor o menor medida. Precisamente, éste último protagonizó, junto a Madeleine Fischer, “La Gran Mentira” en 1956. Su historia, elaborada por Vicente Escrivá y Ramón D. Faraldo, retrata el lado más efímero del estrellato. El actor César Neira (Francisco Rabal) ha perdido su fama, quedando en el olvido a pesar de su tan joven carrera y siendo rechazado, incluso, por su novia, la actriz del momento Sara Millán (Jacqueline Pierreux). Hace tiempo que ya no le ofrecen trabajos, pese a los incansables intentos de su representante, César (Manolo Morán). Ya sólo le queda formar parte del jurado de un concurso de belleza que realiza la radio. Su elección es una bonita muchacha llamada Teresa Campos (Madeleine Fischer), quien resultará finalmente ganadora. Cuando el locutor (Bobby Deglané) se pone en contacto con la joven, ésta, entre lágrimas, rechaza el premio, pero César Neira ve en ella una oportunidad única para recuperar la popularidad.

El engaño, la principal clave sobre la que gira una atractiva narración que va más allá de lo que a simple vista parece. El cineasta fustiga con firmeza el mundo del cine, una industria que juega con unos títeres que, cuando dejan de interesar y producir dinero, son desechados para siempre. Ya no queda nada puro dentro del sistema, nada artístico, sino que el cine se ha convertido en un producto más que explotar. Precisamente, esta idea parece que nunca pase de moda, un aspecto por el que la cinta no sólo sigue casi en plena actualidad a pesar de haber transcurrido tantas décadas, sino que, en algunos casos, se ha potenciado. Un crítica profunda que Rafael Gil combina entre romance, caprichos, codicia, inocencia, cariño, dolor, celos, esperanza, indiferencia. Tantas emociones compiladas en tan sólo 100 minutos de metraje.

Y a pesar de saber con antelación cuál será su final, la historia nos sorprende con un giro inesperado que, aun dejando intacta nuestra predicción, despliega una lección de vida que coloca a sus personajes en un nuevo lugar. Tal vez sea ésta una de las pocas insatisfacciones que posee la película, pero, a pesar de ello, continúa atrapándonos hasta el último segundo, como si nosotros, como testigos de la injusticia, deseáramos cerciorarnos de que realmente va a suceder tal y como esperamos. Por supuesto, el pilar fundamental sobre el que se sustenta la narración es el magnífico trabajo de Francisco Rabal y Madeleine Fischer, cuyos personajes, entrelazados por una hipnótica química, se ven arrastrados por la corriente de una u otra manera.

Un insensible César Neira interpreta el mejor papel de su corta trayectoria, el galán que acompaña a la belleza del momento, vista con pena por el público y con ansias por la industria. Todos anhelan una gran historia de quien es diferente a ellos. Unos para obtener dinero, otros para sentirse conmovidos, pero él para impulsar su obsesión por el estrellato. El gran Francisco Rabal nunca decepciona y más cuando, por entonces, ya llevaba una veintena de trabajos a sus espaldas. Tan sólo un año antes veían la luz “Revelación” (1955), la coproducción italo-española del director Mario Costa; “La Pícara Molinera” (León Klimovsky, 1955), en la que compartía protagonismo con Carmen Sevilla; la célebre “Historias de la Radio” (José Luis Sánchez Heredia, 1955); y “El Canto del Gallo” (1955), en la que nuevamente colaboraba con Rafael Gil. Por su parte, la actriz suiza Madeleine Fischer encarna el lado más amable del relato, la delicadeza, pureza e inocencia de quien descubre la novedad. Hacía tan sólo dos años que había comenzado su andadura en el cine italiano, mientras que en España todavía era una desconocida. Curiosamente, tres años después de “La Gran Mentira” abandonaría la industria para siempre, dedicándose al ámbito de la moda y la publicidad tras contraer matrimonio.

Los míticos directores de fotografía Alfredo Fraile y Federico G. Larraya también participan en “La Gran Mentira”, un equipo de grandes profesionales que, entre todos, conforman la historia del cine español y que, en este caso, crearon una producción premiada por el Sindicato Nacional del Espectáculo en 1956 únicamente por la labor realizada por el escenógrafo Enrique Alarcón. Una experiencia edulcorada, que evita a toca costa el conflicto principal, pero que asume el paso del tiempo sin verse tan desgastada. Sin embargo, no deja de ser un drama romántico clásico, sin duda, que rescata la moral conformista, mientras que, en su reverso, la esencia descubre un lado crítico mucho más implicado y profundo.

Lo mejor: un elenco de lujo para una narración que, a pesar de todo, nos arrastra.

Lo peor: su previsibilidad y sensación de conformismo en el clímax.


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