Actualmente,
oír hablar del director canadiense Xavier Dolan es como pensar en el niño
mimado del cine de género, pero ni mucho menos. De ser así, tal vez debería
haber sido más laureado con su última producción, “Mommy”, aunque a sus espaldas ha cosechado éxito en el Festival de Cannes y en los Premios César. Una historia
que para pocos pasará desapercibida y es que su autor ya apuntaba maneras desde
el inicio de su carrera que, para sus 25 años, no es nada escasa, siendo éste
su quinto trabajo.
En
un mundo utópico sobre tierras canadienses, Die Despress (Anne Dorval) deja
internado a su hijo adolescente Steve (Antoine-Olivier Pilon), que padece ADHD
(trastorno por déficit de atención con
hiperactividad), en una especie de correccional o psiquiátrico, respaldada por una ley por la que los padres que no puedan controlar a sus hijos,
pueden abandonarlos en un centro especial con total libertad. Tras varios años separados, Die le
recoge para empezar una nueva vida y, junto a su vecina Kyla (Suzanne
Clément), sostendrán una relación llena de cariño, tensión y autodestrucción, pero siempre con ganas
de seguir adelante y vivir.
En
esta ocasión, el cineasta ha preferido no aparecer delante de cámara como uno más
de sus personajes, al igual que hacía en sus anteriores cintas, tal vez por
su extrema obsesión con la perfección; sino que prefiere mantenerse a la sombra
de las luces y ver cómo, lo que ha creado, se convierte en una realidad de la
que, posiblemente, siga, a día de hoy, sin estar satisfecho del todo.
Como
si de un conjunto de videoclips se tratara, la música es la que
dirige toda acción y a la vez, es un protagonista más, ya que es la única que expresa
auténtica liberación, la que indica cómo sienten y qué desean los tres. Cada uno de los temas responde a esa libertad
que ninguno de ellos sabe manejar, pero que anhelan con todas sus fuerzas. Mucho se
ha dicho de este largometraje, como que en su interior alberga una de las
mejores escenas de la historia del cine, a la que acompaña la canción de Céline
Dion, “On Ne Change Pas”. Sin embargo, a gusto personal, irradia un mayor
encanto el momento en el que las primeras notas de un archiconocido “Wonderwall”,
de los británicos Oasis, empiezan a sonar, para dar rienda suelta a la
imaginación técnica de un autor que desde ese instante nos hace pensar en el
asombroso futuro que le espera.
Pese
a que la mayor ovación de la crítica se la llevó la actriz Suzanne Clément, por
su fantástica interpretación como una mujer con claros problemas en su
matrimonio que la han llegado a afectar incluso en el habla y que sólo ella misma
puede superar; el ejercicio que realiza el joven Pilon es,
sin lugar a dudas,
una de las mejores actuaciones en mucho tiempo y en tan corta edad. Esa
intensidad en su mirada, en cada una de sus palabras y, ante todo, en
los
momentos de ira incontrolada que intenta evitar, dejan anonadados a un
espectador
que se centra en comprender su mente y saber qué es lo que piensa en
cada escena, que quiere detener el tiempo para asimilar y a la vez
acelerarlo para dejarle huir y ver cómo responde.
“Mommy”
es de esas películas que duele ver, con la que sientes más de lo debido gracias
a la interpretación de sus protagonistas, a una historia envolvente que te
obliga, incluso, a llevarlo a un terreno personal, es decir, acabas empatizando
aunque no quieras. Probablemente no sea una producción para todos los gustos,
pero Dolan no lo pretende ni tampoco lo necesita.
Lo
mejor: la banda sonora y el uso que el director hace esta como base
coordinadora de este trabajo. La reflexión final que desprende.
Lo
peor: a más de uno le parecerá una experiencia eterna con 139 minutos de
duración.
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