Tras aquellos días en los que el popular actor estadounidense Jim Carrey nos hacía reír y desconectar de la rutina, las responsabilidades y problemas diarios, existe otra cara que el propio artista reveló al declarar haber sufrido depresión. De repente, aquella etapa tan alocada que nos marcó a muchos parecía quedar demasiado lejana. Ese Carrey imparable se difuminaba por las emociones y nos hacía recorrer su filmografía en apenas unos segundos, como cuando lanzó un combo mortal en la taquilla en 1994 con “Ace Ventura, un detective diferente” (Tom shadyac), “La máscara” (Chuck Russell) y la comedia de culto “Dos tontos muy tontos” (Peter y Bobby Farrelly). También cuando se ganó a pulso explorar el lado más oscuro de personajes de mayor complejidad, como el villano Enigma en “Batman Forever” (Joel Schumacher, 1995) o ese obsesivo tipo del cable en “Un loco a domicilio” (Ben Stiller, 1996); o cuando nos dejó memorables películas en su etapa más cercana al drama, como “El show de Truman” (Peter Weir, 1998), “Man on the Moon” (Milos Forman, 1999) u “¡Olvídate de mí!” (Michel Gondry, 2004). Posiblemente “El Grinch” (Ron Howard, 2000) nunca hubiera sido igual si Jim Carrey no lo hubiera encarnado. Sus más de cincuenta premios y un centenar de nominaciones a sus espaldas avalan su sobradamente reconocido trabajo, que, sin duda, ya forma parte de la historia del séptimo arte y de la memoria de una audiencia global que supo depositar su confianza en él hasta convertirse en la marca del éxito.
Y, de repente, en 2017, asistimos a una inesperada etapa de introspección con la llegada del documental “Jim y Andy” (Chris Smith), un trabajo presentado fuera de concurso en el Festival de Venecia que nos descubría al actor entre bambalinas durante el rodaje de “Man on the Moon”, con instantes que penetran en la identidad y que exploran los límites del humor. Fue entonces cuando Carrey nos permitió adentrarnos ligeramente en su vida privada para presentarnos “Jim Carrey: I Needed Color”, un cortometraje documental recogido por el productor estadounidense David L. Bushell, por primera vez como director, en el que podemos ver su dedicación a la pintura, especialmente como una herramienta terapéutica para superar la depresión. Esa pasión que parecía haber perdido queda nuevamente rescatada en este pequeño extracto de su vida más íntima, de un pasatiempo como otro cualquiera que le ha permitido no solo encontrar una forma para expresar y compartir sus pensamientos, sino que también le ha proporcionado una liberación personal como hacía mucho tiempo que no experimentaba.
En tan solo 6 minutos de metraje, podemos darnos cuenta del verdadero “yo” de Carrey con una sencillez cautivadora al servicio de las emociones y los arrebatos. Y así, en ese desolado invierno de Nueva York con el que nos situamos gracias a su propia voz en off, nos introducimos en la necesidad de respirar, de sentirse vivo, aunque sea a través del color. Sus obras nos hablan precisamente de su trayectoria, la que todos hemos conocido a través de la gran pantalla, pero también la que se ha estado escondiendo hasta ahora, como si fuera una máscara que no quisiera dejar salir a la luz nada que no fuera una sonrisa o esos gestos tan característicos que siempre nos han arrancado más de una carcajada. Bushell, que ha estado detrás de proyectos como “¡Olvídate de mí!”, “La lista” (Marcel Langenegger, 2008) o “Dallas Buyers Club” (Jean-Marc Vallée, 2013), nos presta su mirada para recoger esas otras inquietudes del actor. “Jim Carrey: I Needed Color” es precisamente esto, el retrato casi plástico de un talento oculto que convierte en ser lo físico.
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