El
director surcoreano Kim Tae-Gyun nos sorprende con “Crossing”,
para la que se ha servido de desgarradores testimonios del disidente
norcoreano Yoo Sang-Joon,
que pudo escapar del famoso régimen autoritario del expresidente Kim Jong-II.
Así es cómo llegamos a la historia de Yong Soo (Cha In-Pyo) para basarse en los hechos
ocurridos en 2003 cuando un grupo de hombres de Corea del Norte que había
conseguido llegar hasta China de forma clandestina, tomaron la decisión de
correr hacia la embajada de Alemania para recibir ayuda de Europa y de la Unión
de NKHR (Corea del Norte Derechos Humanos) y, así, poder vivir bajo protección
y de forma digna.
El
protagonista vive en un pequeño pueblo sustentado principalmente por la
actividad de las minas de carbón, en donde también trabaja para llevar un
escaso dinero a su mujer (Seo Young-Hwa) y su hijo Kim Joon (Shin Myeong-Cheol). La
situación en casa pende de un hilo por su esposa, que, a parte de estar
embarazada, padece de tuberculosis en estado avanzado. Yong Soo necesita ayudarla para que
se recupere, pero para conseguir medicinas, tiene que marcharse fuera del país.
Su esperanza le hace emprender un viaje de ida y vuelta hacia la frontera
China, buscando empleos ilegales y explotadores, con la constante de haber dejado
sola a su familia y con un crío de unos 7 años al mando, pero lo que
significaba recoger los medicamentos y regresar lo antes posible, se convierte
en una marcha sin posibilidad de retorno. La desesperación no sólo le consume,
sino que también forma parte de su motor de supervivencia. La cinta muestra sus
caídas constantes y la fuerza que proyecta su familia en la lejanía para poder
seguir adelante. Los riesgos por los que debe pasar entre fronteras consiguen
proyectar una gran inquietud y ese sentimiento tan aterrador que compartimos
con Yong Soo,
ya que, a estas alturas, no hace falta que nos indiquen las consecuencias por
querer escapar de Corea del Norte.
Sin
embargo, no es el único en saborear la mano más dura del régimen, ya que su
hijo se ve inmerso en un auténtico castigo infrahumano entre cadáveres apilados
de la juventud norcoreana, ratas hambrientas, abusos por parte del ejército y
toda clase de trágicas vivencias por las que un niño no debería pasar. No es
necesario decir que la trama es sumamente lacrimógena y que acudir al visionado
de “Crossing”
sin varios paquetes de kleenex es un
terrible error y es que Kim Tae-Gyun cae en el melodrama en exceso en
alguna que otra escena, aunque ya sabemos que, con estas historias, hay una
escasa línea entre el drama insípido y el más abusivo e inverosímil. No nos
extraña la intensa crudeza que se desprende del largometraje, haciendo aflorar
todo tipo de emociones, sobre todo, en sus últimos 30 minutos en los que, con
una total empatía hacia los personajes y sumergidos en la narración, nos vemos
entre el desasosiego de la situación y la máxima preocupación por el final de
esta familia.
Obviamente
no estamos ante un documental, por lo que queda bien claro que habrá ciertos
elementos ficticios que empujen un guión enfocado a la comercialización, aunque
éste no sea el aspecto más importante del trabajo, ya que el autor ha vivido en
primera persona hechos muy parecidos al tener origen norcoreano y ésto es lo
que nos da confianza para creer en lo que vemos. La crítica a la política del
régimen queda implícita, pero igualmente tampoco es la clave que se desprende
de la película, sino que más bien se esconde el deseo de humanizar a las
víctimas del norte y de aquellos “traidores” que abandonan su propia patria en
busca de un porvenir mejor.
“Crossing”
cuenta con una banda sonora sobria y tradicional de este género, que acompaña a
las clásicas escenas a cámara lenta tan habitualmente dramáticas y ese efecto
de lluvia que nunca falta en los momentos más importantes. Los numerosos flashbacks dan a conocer a los
personajes y justifican sus conductas, destapando lo más convencional del cine
y, pese a ello, demostrando que aún no estamos cansados de la simpleza técnica
de este tipo de largometrajes, cuando se dispone de una historia potente y
tratada con gran cercanía y delicadeza.
Lo
mejor: la intensidad de la trama durante los prácticamente 110 minutos de
metraje en los que no se da tregua ni descanso.
Lo
peor: el tinte de melodrama puede hacer que más de uno no se anime a
visionar la cinta y es que nadie puede reprimir una mínima lágrima por el
sufrimiento de los protagonistas.
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