“Plácido” es, sin duda, una de las obras maestras más importantes del cine español, no sólo por formar parte de esa etapa revolucionaria a la sombra de la dictadura franquista, sino también por mostrar una crítica mordaz que, por suerte, esquivó a la censura, gracias a su tono cómico, en una época en la que dominaba el cine más convencional destinado, única y exclusivamente, a la distracción del público. Así es cómo el director y guionista valenciano Luis García Berlanga se convirtió en un cineasta esencial que favoreció la buena calidad cinematográfica de una industria estancada y la reconstrucción de una realidad social que muchos no se atrevían a plasmar.
Poco se hubiera imaginado el autor que su largometraje iba a ser nominado, tanto en el Festival de Cannes como en los Oscars, a la mejor película extranjera, entre otros muchos galardones, para convertirse, hoy en día, en una película de culto. Y es que esta producción debería ser una cita indispensable siempre, pero, en especial, en las fiestas navideñas, en las que se inspira “Plácido”, que es como se llama el protagonista de esta historia. Un hombre de clase obrera (Castro Senda “Cassen”) debe pagar la letra de su motocarro, pero vence ese mismo día, justo en plena Nochebuena. Por ello, decide participar en la cabalgata y, en cambio, se ve envuelto en constantes confusiones que interrumpen su trabajo. Una noche que, para colmo, cuenta con la promoción de la campaña franquista “siente a un pobre en su mesa”, patrocinada por la empresa Cocinex, en la que las familias burguesas más acomodadas podrán redimir sus pecados haciendo la buena acción del año.
Con una gran influencia del neorrealismo italiano, Berlanga no tiene escrúpulos a la hora de exponer la hipocresía reinante en la alta burguesía a la par que marca una gran distancia con la clase obrera. No es lo mismo quien se rinde al placer del dinero que quien lucha buscando dinero para su supervivencia y “Plácido”, precisamente, sigue esta premisa al pie de la letra, a ritmo vertiginoso y con suma maestría, dejando plena libertad a los movimientos de sus personajes. Un retrato cruel con altas dosis de egoísmo que viene maquillado por intensas y oscuras carcajadas, pero que deja un rastro verdaderamente desolador.
Sin caer en el sentimentalismo más evidente, el autor hace uso de sutiles e ingeniosos diálogos que caen como alfileres sobre el espectador para crear una historia que, sin duda, es totalmente atemporal y claro ejemplo de lo que supone en verdad el famoso “espíritu navideño”. Esa caridad cristiana sólo sirve como lavado de imagen, como una forma de redimir los pecados haciendo un acto supuestamente bondadoso que busca el beneficio propio y que apoya esa falsedad como motor de las relaciones entre pudientes. El amor y la pobreza quedan constantemente enfrentados, puesto que, mientras los ricos son los más faltos de cariño y conviven entre disputas y enfrentamientos, los pobres apenas tienen fuerzas para elevar el tono de su voz y su única preocupación es cuidar de sus familias, como ocurre con el protagonista. Una moraleja simple, que muchas veces olvidamos y que resulta de vital importancia tener presente día tras día.
El largometraje es un perfecto reflejo de lo cotidiano, que busca humildemente concienciar a partir de una inevitable culpabilidad. Construido a base de pequeñas tramas, el autor hila una composición cada vez más enrevesada al igual que divertida, desternillante y, muchas veces, esperpéntica. Los personajes entran y salen continuamente del plano y es que la acción también se sucede en otras habitaciones sin nuestra presencia .
Sin duda, una obra de tal magnitud no podría tener un elenco mejor. Un fantástico Cassen se estrenaba en el mundo cinematográfico con el papel principal, compartiendo trabajo con grandes veteranos entre los que destaca José Luis López Vázquez, como Gabino Quintanilla, que también colaboraría de nuevo con el autor en la posterior “El Verdugo” (1963). Elvira Quintillá, Amelia de la Torre, Luis Ciges, Antonio Ferrandis, el inolvidable Manuel Alexandre o una jovencísima Amparo Soler forman parte de un reparto extenso, memorable y que requeriría una mención por cada uno de ellos. Todos ejemplifican al español de la época, su cotidianidad, circunstancias, pesares y deseos. Personajes redondos con mayor o menor peso en la narración, pero que, en su gran variedad de personalidades, transmiten una fuerte empatía.
Parece increíble que Berlanga pudiese eludir a la censura franquista con una cinta que cuenta con una crítica social tan evidente. “Plácido”, junto a “Bienvenido Mr. Marshall” (1953) y, la anteriormente citada, “El Verdugo” (1963), es una de las obras cumbres del autor y, por tanto, de necesario y obligado visionado, pero que, en cambio, muchos jóvenes desconocen, viéndose, inevitablemente, apreciada sólo por los grandes cinéfilos y los más nostálgicos del buen cine español.
Lo mejor: una obra disfrutable de principio a fin.
Lo peor: absolutamente nada. “Plácido” es una película inolvidable.
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