Cuando
hablamos de cine de autor asiático, es inevitable que la mente nos remita
enseguida al realizador surcoreano Kim Ki-Duk. Un director que supo meterse en el
bolsillo tanto a crítica como a cinéfilos gracias a las emotivas e íntimas historias
que nos hacía llegar a partir de unas obras de puro preciosismo técnico. Su
sello de identidad es inigualable y su popularidad internacional se hizo
notoria a través de las sobresalientes “Primavera, Verano, Otoño, Invierno…
Primavera” (2003) y “Hierro 3” (2004). A través de su
trayectoria, le hemos visto crecer y conseguir el clímax de su intachable
carrera, pero, como buen artista que se precie, fue inevitable verle nadar
entre las aguas de la depresión. En su único documental hasta la fecha, “Arirang”,
nos explicó las causas de su retiro del ámbito laboral, mientras que le veíamos
encerrarse en la soledad más profunda de las montañas, en una cabaña donde
dedicó su tiempo nada más que a sobrevivir y a reflexionar sobre los últimos
acontecimientos que habían llegado a su vida. Parte de su equipo le traicionó
y, sin querer, su regreso al séptimo arte, a pesar de tomar un gran impulso, se
vio negativamente afectado.
Poco
tiempo antes de esta película tan personal, llegaba “Amén”, el primer largometraje
que recibimos tras su periodo de ausencia de dos años y que logró que tanto el
público como la crítica se vieran asombrados por algo tan extraño e impropio de
él. Más de uno tuvo la sensación de que Ki-Duk trataba, por primera vez, de reírse de sus
seguidores cuando en realidad la pieza simplemente supone un nuevo comienzo en
su peculiar recorrido profesional, una especie de renovación que el cineasta ha
ido depositando en sus últimas cintas y que ha conseguido dar un nuevo giro al
despertar cierta morbosidad con el interesante patrón de las extremas relaciones
entre la figura de la madre y del hijo, tal y como vimos en la posterior “Pietà”
(2012) o, más evidenciado, en “Moebius” (2013), pero claro, tan
sólo pudimos entender sus razones y el fracaso estrepitoso de “Amén”
una vez que visualizamos “Arirang”.
El
viaje como búsqueda de uno mismo es lo que se esconde tras la historia de la
protagonista sin nombre que interpreta la actriz Kim Hye-Na. El deseo de encontrar a
un hombre le lleva a recorrer las ciudades de París, Avignon y Venecia en una
especie de persecución sin motivo aparente. Las circunstancias siempre están en
contra de la joven, que, sin remedio, acaba mendigando para poder continuar con
su dolorosa odisea. No obstante, alguien es testigo de sus andanzas, un hombre
equipado con una máscara de gas y sin identidad definida (el propio Kim Ki-Duk
ahorrando costes) va tras sus pasos.
El
argumento sigue la esencia acostumbrada del autor, pero Hye-Na no consigue conectar con su
personaje, permaneciendo de principio a fin inexpresiva y construyendo una
especie de muro indestructible frente al espectador, que simplemente ve
transcurrir el tiempo sin sentir emoción alguna. Su misión contemplativa se
extiende a lo largo de los 73 minutos que dura la película, llegando a ser,
incluso, soporífera en los instantes en los que se repite la misma acción entre
búsquedas una y otra vez, un aspecto que se refuerza por la tradicional casi ausencia
de diálogos con la que el cineasta siempre intenta jugar para expresar esa
simbología o poesía cinematográfica que el espectador debe desenmarañar.
“Amén”
es una propuesta arriesgada que sufre de severas imperfecciones y que
el director intenta hilar desde un punto de vista experimental, dando, así,
comienzo a esta nueva etapa más adulta y experimentada de Ki-Duk. Sin necesidad de ese equipo
que supuestamente le traicionó, todos los aspectos del rodaje recaen sobre sus
espaldas. Con cierto aire minimalista por los pocos recursos, la cámara en mano en todo momento al más puro
estilo amateur y un sonido
prácticamente sin tratamiento, recorremos las ciudades sin ese preciosismo tan
característico, sin poder deleitarnos con la belleza de éstas. Su aspecto
sombrío acecha cada detalle, desembocando en un trabajo que sí, es muy radical,
pero que no logra pasar la prueba de quienes esperaban más del afamado autor
surcoreano.
Lo
mejor: los tensos instantes en los que aparece el hombre enmascarado que,
al menos, consiguen captar nuestra atención por el simple hecho de no saber
quién es él y qué es lo que quiere.
Lo
peor: los bruscos y temblorosos movimientos de cámara. La pasividad de Hye-Na
que, de principio a fin, nos deja más que indiferentes.
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