Independientemente
de la imagen que el tiempo ha dejado de Andy Warhol, resulta más que innegable su faceta
de artista, a quien se le atribuye todo el mérito del nacimiento de la
corriente Pop Art de la década de los
60. Su aportación a la historia también viene empañada por el círculo que él
mismo creó alrededor de su figura. Venerado por la popularidad que adquirió
gracias a su gran carisma, pronto surgiría una especie de club social que él
mismo manejaba y es que sólo los bohemios que buscaban un hueco en el mundo de
la fama, podían encerrarse en el codiciado Factory, el estudio en el que Warhol
daba rienda suelta a su creatividad. Allí dentro, desbordados por el consumo de
drogas y por la magia que la controvertida estrella desprendía, se dejaban
manipular por el artista para las creaciones de sus obras plásticas o para los
coqueteos que tuvo con el séptimo arte a cambio de poder ser parte de la
multitud de fiestas y actos sociales exclusivos a los que él decidía acudir
junto a este grupo de elegidos. Para él, todos merecían unos minutos de
notoriedad, pero, una vez que los exprimía, ya de nada le servían y pasaba a
desecharlos. La caída sonaba estrepitosa y un ejemplo de ello fue el de la
muñeca rota Edie
Sedgwick, musa que pasó de ser idolatrada a ignorada, de celebridad
a mito en cuestión de escaso tiempo. La amistad entre ambos se esfumó de la
misma forma en que surgió, de forma rápida e interesada.
Precisamente,
su retrato queda plasmado a través de la penúltima película de ficción del
desaparecido director estadounidense George Hickenlooper, “Factory Girl”. El biopic de Sedgwick viene protagonizado por la
actriz Sienna
Miller, que da vida a una mujer criada en el seno de una familia
rica que decide abandonar su casa para evitar confrontaciones con un
autoritario padre y dejar atrás un desafortunado pasado. Su traslado a Nueva
York hace acrecentar su esperanza por vivir en la cúpula más bohemia de la
ciudad, esperando que, al menos, cambie su destino y se convierta en una más de
esa élite. Así es cómo conoce a Warhol (Guy Pearce), con quien entablará una
amistad fuertemente hermanada en apariencia, al igual que se relacionará con
artistas del momento, como The Velvet Underground o Bob Dylan (Hayden Christensen), y
entrará en un círculo vicioso de sustancias ilegales, derroche, sexo y abusos
sin retorno.
Este
tipo de largometrajes, basados en la vida de una persona de renombre, suelen profundizar
en la parte más sórdida, en el lado más oscuro del protagonista, o bien acaban
en el polo opuesto, deslizándose de puntillas por este tipo de cuestiones para
terminar extendiendo esa aura que idolatra una perfección fantasiosa. En este
caso, Hickenlooper
se mantiene justo en el medio, en esa elegante línea de entretenimiento que no
busca el morbo fácil ni encumbrar a quien, como Sedgwick, se ve inmerso en un glamuroso
mundo de autodestrucción. Por supuesto, no decantarse por una de las dos
vertientes más comunes pasa factura a un guion que, por momentos, se siente tan
perdido e incoherente como sus personajes, algunos de ellos sin utilidad dentro
de la historia.
No
obstante, su resultado consigue conmover, en especial, por las estupendas
interpretaciones del reparto. Dejando a un lado el evidente parecido de Miller
con Sedgwick,
la actriz logra transmitir perfectamente la fragilidad, dulzura, alegría e
inocencia de la protagonista, pero el caso de Pearce llama aún más la atención y
es que parece asombroso cómo ha sabido captar cada aspecto de la personalidad
de Warhol,
con sus mismos gestos e, incluso, su tono de voz. Prácticamente mimetizado,
enmarca de forma brillante ese lado más vividor y sin escrúpulos de quien, en
realidad, es todo un interesado y, en cambio, utiliza su fantástico carisma
para embriagar a todo aquél que le conocía. Y mientras la joven se consume poco
a poco entre las manos de la fama, Warhol se alza en pie junto a todo aquél que sabe manejar
su suerte, transformar una efímera popularidad en un estrellato asegurado, como
el encabezado por el actor Christensen en el papel de un supuesto Bob Dylan,
a quien reconocemos claramente por los clichés más famosos de él.
El
cineasta nos deja en bandeja un interés mucho más seductor a simple vista como
es la maravillosa ambientación del Nueva York más sesentero, que se encuentra
bañado por la cultura underground del
pop. Un mundo primordialmente social y provocativo, en el que los más bohemios
abanderaban la libertad, el progreso y la necesidad de un cambio en tan mundana
realidad. Así es la esencia que se respira en “Factory Girl” y que Hickenlooper
retrata a la perfección.
Lo
mejor: su dinámico ritmo nos permite conocer de cerca no sólo la vida de Edie Sedgwick,
sino también una parte de la historia del arte, como es el Pop Art y todo lo que le rodea. La estupenda interpretación de Guy Pearce,
que se hace totalmente con el personaje de Warhol.
Lo
peor: su guion flojea por momentos, pero, aún así, logra mantener nuestra
atención.
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