Pocas películas comienzan con su protagonista muerto en sus
primeros minutos y que, a partir de ahí, surja un viaje astral a través de toda
una megalópolis tan brillante, artificial y oscura. Odiada y menospreciada por
la crítica durante años, “Enter The Void” (y a su realizador y guionista,
el argentino Gaspar Noé) se convirtió en una de esas cintas de cine maldito en
la que todos los improperios se centran en decir que le sobra metraje. El
público y la prensa especializada ya sabía a qué se atenía conociendo la obra
previa del autor. Eso es lo esencial para enfrentarse a un trabajo de este
director, saber que no se corta un pelo a la hora de poner escenas duras en
pantalla o, mejor dicho, abordar éstas de una manera que a otro cineasta ni se
le pasaría por la cabeza. Y es de agradecer que, hoy en día, algunos pocos se
atrevan a arriesgar y a enriquecer el mundo del séptimo arte.
Antes de enfrentarse a este largometraje tan complicado y diferente,
es necesario dejar a un lado nuestra mente para disfrutar del curioso juego
propuesto a través de un ejercicio cinematográfico sin igual que reclama más
que atención por parte del espectador. El autor lanza su propia autoría contra
la pantalla a través de letreros luminosos con los que presenta poco a poco a
su indispensable equipo. Tan rompedor comienzo nos desvela la
historia de Oscar (Nathaniel Brown) y Linda (Paz de la Huerta), dos hermanos
norteamericanos que residen en la inmensa ciudad de Tokio. Él trafica con
drogas, mientras que ella es una stripper en un club nocturno. Pronto sus vidas
darán un giro cuando Oscar se ve envuelto en un altercado y fallece tras ser
disparado por la policía.
Desde ese momento, la mente de Gaspar Noé nos lleva a
posicionarnos en los ojos de Oscar o, mejor dicho, de su alma. Lo que vemos ante nosotros es exactamente lo mismo que el protagonista visualiza a cada instante.
El autor exige nuestra implicación más absoluta a través de planos subjetivos
que fluyen entre parpadeos y la efímera presencia de una cámara que se adapta a
su condición de ente. Oscar es quien nos permite presenciar toda la acción, sentir lo que él siente y comprender todo lo que presencia sin que otros se den cuenta. Un onirismo desagradable que nos mantiene al margen,
sin poder entrometernos en escenas que deseamos interrumpir, sino como simples
testigos de lo que ocurre a nuestro alrededor tras la muerte. Este extraño
viaje extracorpóreo no tiene precedentes a nivel cinematográfico y es
precisamente este magnífico detalle lo que encumbra a “Enter The Void” como una
de las cintas contemporáneas más enriquecedoras.
La presencia de las drogas favorece ese aspecto irreal de
las imágenes, que nadan entre mares psicodélicos, exageradamente coloristas y
con una fuerte contraposición entre una oscura atmósfera tan sólo iluminada por el neón
de carteles de clubs nocturnos. Un toque experimental que viene a cargo del
director de fotografía belga Benoît Debie, quien no sólo ha participado en
otros títulos del autor, como “Irreversible” (2002), sino que además,
posteriormente, pudimos ver su estupendo trabajo en el debut de la famosa realizadora de
videoclips Floria Sigismondi, “The Runaways” (2010), la también ópera prima del actor
Ryan Gosling, “Lost River” (2014) o en “Todo Saldrá Bien” (2015), de Wim Wenders, entre otras.
Tras una de las muertes más tristes y solitarias del cine,
la película se torna cada vez más excesiva y redundante a nivel visual. Perdida en la laberíntica urbe y en su pausado ritmo narrativo, que
no técnico, “Enter the Void” se vuelve casi un reto para un espectador que se
mantiene pegado a la pantalla en busca de un clímax potente, tal y como
promete su inicio, casi convertido en una especie de espía en la sombra que
intenta profundizar en la vida de Linda, en los sentimientos que se agolpan
tras el fallecimiento de su hermano y en el trágico y caótico día a día de una ciudad
que parece absorber toda su esencia hasta el raquitismo. De su frenesí surgen
flashbacks que, en cierta manera, endulzan la trama, puesto que presentan a los
dos protagonistas en su infancia como si se tratase de una especie de candoroso
respiro al frenético Tokio, del culpable del irremediable presente.
Gaspar Noé apuesta por un elenco joven, encabezado por el entonces novel Nathaniel Brown que destaca muy notablemente en la
primera mitad de la cinta. Por su parte, una sensual Paz de la Huerta adquiere
un mayor protagonismo con la desaparición de su hermano en la ficción,
encarando fragmentos más dramáticos y haciéndose más evidente
su gran fragilidad. El compositor berlinés Christopher Franke, los franceses
Jean-Claude Eloy y Thomas Bangalter, afincado tradicionalmente en el mundo
televisivo, el dúo japonés Lullatone o el artista sueco BJ Nilsen impulsan
emocionalmente este trabajo con una banda sonora brillante e indispensable.
Igualmente, surgen toques experimentales de la mano de Cristian Vogel, del grupo británico Throbbing Gristle y de un casi interminable etcétera que forman
parte de una colección de lo más ecléctica y variada.
“Enter the Void” supone una agradable revolución
cinematográfica, un pulso decisivo a todo aquél que desee probar las mieles de
algo diferente, que sienta inquietud por ir más allá de los límites. Cabía
esperar que un cineasta tan rompedor como Gaspar Noé presentara un largometraje
arriesgado como pocos, logrando retar al espectador con sus exuberantes
aires, con sus grandes pretensiones y, en definitiva, con un proyecto
prácticamente suicida con el que pocos se pueden mostrar indiferentes. Su exceso
hace peligrar la atención, aunque constantemente intente atraparla entre luces
de neón y destellos cegadores, pero, sin duda, es un viaje necesario e
inolvidable.
Lo mejor: la originalidad de la historia y su narración.
Esos planos aéreos que resultan casi imposibles. Su final.
Lo peor: quizá, demasiado extensa. Los epilépticos no podrán
pasar de los títulos de crédito.
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