martes, 19 de mayo de 2015

ENTRE EL CORAZÓN Y LA MENTE (2014)


Finales de los años 30. Japón. Una década llena de un optimismo motivado por la expansión del país. El imperio crece gracias a una política exterior agresiva, que ponía en marcha la invasión de territorio chino. La economía prospera y los grandes y pequeños empresarios ven tremendas posibilidades a sus negocios con tal crecimiento. Su cultura instaba a pensar en el bien colectivo por encima del individual, pero en ningún momento la población se daría cuenta del estrepitoso final que la Segunda Guerra Mundial traería consigo.

Bajo este contexto, se desarrolla la cinta del octogenario director nipón Yôji Yamada, “La Casa del Tejado Rojo”. Interesado por historias habituales, los dramas en el seno familiar y el estilo cinematográfico más clásico y puro, como se pudo demostrar con anterioridad en “Una Familia de Tokio” (2013), continua experimentando en el tradicionalismo con un trabajo que recoge la encantadora esencia del best seller de la escritora Kyoko Nakajima.

Taki (Chieko Baishô) ha fallecido y su familia llega a la casa para recoger sus pertenencias, de entre las cuales, hay una cajita que deja a nombre de su sobrino, Takeshi (Satoshi Tsumabuki). En su interior, están las memorias de la anciana, los recuerdos de un pasado escritos a mano y que, en su día, él mismo pidió que escribiera. Una juventud al servicio y cuidado de la familia Hirai y su encantadora casa de tejado rojo situada en Tokio. Testigo de las esperanzas de expansión de la juguetería en la que trabajaba el dueño, Masaki (Takatarô Kataoka), de los juegos y desventuras del único hijo del matrimonio, Kyoichi (Satoshi Akiyama); y los sentimientos ocultos de la señora Tokiko (Takako Matsu), que se verá inmersa en un amor imposible, escondido y adúltero junto al compañero de trabajo de su esposo, Masaharu (Hidetaka Yoshioka). La responsabilidad de la joven Taki (Haru Kuroki) hará que no encuentre consuelo por un secreto que ha arrastrado con el paso de los años.

Poca originalidad se esconde tras esta historia, herméticamente oculta por una sociedad enclaustrada entre los barrotes de la corriente cultural más tradicional. Esconder cualquier tipo de emoción, disfrazar su mirada tras el pudor, la discreción del pensamiento, el respeto por encima de todo y callar los afectos para dar forma a la idílica combinación de una familia que disimula las grietas de su propio hogar. Más de dos horas de metraje que se paladean tranquilamente y casi hasta la extenuación y fatiga, sin sorpresas y con total previsibilidad, pero es algo que apenas importa cuando apreciamos el conjunto. Hay tanta sencillez en su narración que resulta encantador y humano. Tres líneas temporales se van turnando pacíficamente, siendo la primera el presente y tras el fallecimiento de Taki, el pasado inmediato en el que la anciana vive momentos junto a su sobrino, con el que comparte sus escritos y, por último, sus años de juventud en aquella casa de cuento. Un relato que acude a la memoria para revelarnos lo desconocido y que otorga elegancia y sutilidad al argumento, pero que deja todo el protagonismo al interior de sus personajes.

En 2014, vimos cómo Kuroki alzaba el merecido galardón como mejor actriz en el Festival de Berlín y es que su trabajo es absolutamente impecable, mostrando una gran delicadeza y decoro de quien empieza a conocer el mundo adulto. Con una actitud educada, esmerada y obediente en sus labores y gentil en el trato, acompaña a Tokiko en los quehaceres, pero también es su sombra, la que vela y se preocupa por su señora.  Matsu es todo lo contrario, arrebatadora y extenuante a partes iguales, cariñosa, pero sometida, con debilidades por las que se deja llevar sin pensar en las posibles consecuencias. Las dos mujeres pasean frente al resto de secundarios, que son incapaces de sobresalir y que, en algún que otro momento, llegan a sobreactuar, como en el caso de Tsumabuki, forzando una emoción que no llega a sentir ni comprender.

La luminosidad y el colorido de la imagen delatan esa época de optimismo, que poco a poco se ensombrece con la llegada de la gran guerra. Los escenarios de cartón piedra y los fuegos artificiales en lugar de las bombas son un reflejo más de lo variable que es nuestra memoria, de cómo perdemos poco a poco los borrosos recuerdos. Yamada nos transmite paz de forma irónica, con planos estáticos, encuadres clásicos y un orden aparentemente casual en los objetos que quedan dentro del encuadre. Todo ello ambientado por una cuidada banda sonora que resulta agradable pero que no termina de encajar en su conclusión (tal vez sea por el acordeón tan típico en la música tradicional francesa).

Lo mejor: las interpretaciones de elenco femenino son fantásticas. El encanto de ver en imágenes los recuerdos de una anciana.

Lo peor: incluso los amantes del drama asiático encontrarán algo tediosa la película, pero, a pesar de ello, merece la pena su visionado. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario