Finales
de los años 30. Japón. Una década llena de un optimismo motivado por la
expansión del país. El imperio crece gracias a una política exterior agresiva,
que ponía en marcha la invasión de territorio chino. La economía prospera y
los grandes y pequeños empresarios ven tremendas posibilidades a sus negocios con
tal crecimiento. Su cultura instaba a pensar en el bien colectivo por encima del
individual, pero en ningún momento la población se daría cuenta del estrepitoso
final que la Segunda Guerra Mundial traería consigo.
Bajo
este contexto, se desarrolla la cinta del octogenario director nipón Yôji
Yamada, “La Casa del Tejado Rojo”. Interesado por historias
habituales, los dramas en el seno familiar y el estilo cinematográfico más
clásico y puro, como se pudo demostrar con anterioridad en “Una Familia de Tokio” (2013), continua experimentando en el tradicionalismo con un trabajo
que recoge la encantadora esencia del best seller de la escritora Kyoko Nakajima.
Taki
(Chieko Baishô) ha fallecido y su familia llega a la casa para recoger sus
pertenencias, de entre las cuales, hay una cajita que deja a nombre de su
sobrino, Takeshi (Satoshi Tsumabuki). En su interior, están las memorias de la
anciana, los recuerdos de un pasado escritos a mano y que, en su día, él mismo
pidió que escribiera. Una juventud al servicio y cuidado de la familia Hirai y
su encantadora casa de tejado rojo situada en Tokio. Testigo de las esperanzas
de expansión de la juguetería en la que trabajaba el dueño, Masaki (Takatarô Kataoka),
de los juegos y desventuras del único hijo del matrimonio, Kyoichi (Satoshi
Akiyama); y los sentimientos ocultos de la señora Tokiko (Takako Matsu), que se
verá inmersa en un amor imposible, escondido y adúltero junto al compañero
de trabajo de su esposo, Masaharu (Hidetaka Yoshioka). La responsabilidad de la
joven Taki (Haru Kuroki) hará que no encuentre consuelo por un secreto que ha
arrastrado con el paso de los años.
Poca
originalidad se esconde tras esta historia, herméticamente oculta por una
sociedad enclaustrada entre los barrotes de la corriente cultural más
tradicional. Esconder cualquier tipo de emoción, disfrazar su mirada tras el
pudor, la discreción del pensamiento, el respeto por encima de todo y callar
los afectos para dar forma a la idílica combinación de una familia que disimula
las grietas de su propio hogar. Más de dos horas de metraje que se paladean
tranquilamente y casi hasta la extenuación y fatiga, sin sorpresas y con total
previsibilidad, pero es algo que apenas importa cuando apreciamos el conjunto.
Hay tanta sencillez en su narración que resulta encantador y humano. Tres
líneas temporales se van turnando pacíficamente, siendo la primera el presente
y tras el fallecimiento de Taki, el pasado inmediato en el que la anciana vive
momentos junto a su sobrino, con el que comparte sus escritos y, por último,
sus años de juventud en aquella casa de cuento. Un relato que acude a la
memoria para revelarnos lo desconocido y que otorga elegancia y sutilidad al
argumento, pero que deja todo el protagonismo al interior de sus personajes.
En
2014, vimos cómo Kuroki alzaba el merecido galardón como mejor actriz en el
Festival de Berlín y es que su trabajo es absolutamente impecable, mostrando
una gran delicadeza y decoro de quien empieza a conocer el mundo adulto. Con
una actitud educada, esmerada y obediente en sus labores y gentil en el trato,
acompaña a Tokiko en los quehaceres, pero también es su sombra, la que vela y
se preocupa por su señora. Matsu es todo lo
contrario, arrebatadora y extenuante a partes iguales, cariñosa, pero sometida,
con debilidades por las que se deja llevar sin pensar en las posibles
consecuencias. Las dos mujeres pasean frente al resto de secundarios, que son
incapaces de sobresalir y que, en algún que otro momento, llegan a sobreactuar,
como en el caso de Tsumabuki, forzando una emoción que no llega a sentir ni
comprender.
La
luminosidad y el colorido de la imagen delatan esa época de optimismo, que poco
a poco se ensombrece con la llegada de la gran guerra. Los escenarios de cartón
piedra y los fuegos artificiales en lugar de las bombas son un reflejo más de
lo variable que es nuestra memoria, de cómo perdemos poco a poco los borrosos
recuerdos. Yamada nos transmite paz de forma irónica, con planos estáticos, encuadres
clásicos y un orden aparentemente casual en los objetos que quedan dentro del
encuadre. Todo ello ambientado por una cuidada banda sonora que resulta agradable pero que no
termina de encajar en su conclusión (tal vez sea por el acordeón tan típico en
la música tradicional francesa).
Lo mejor: las interpretaciones de elenco femenino son
fantásticas. El encanto de ver en imágenes los recuerdos de una anciana.
Lo
peor: incluso los amantes del drama asiático encontrarán algo tediosa la
película, pero, a pesar de ello, merece la pena su visionado.
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