“Mad
Max: Salvajes de Autopista” supone toda una fantástica obra de culto que acabaría marcando tendencia en el género de acción y en posteriores cintas de serie B. El
australiano George Miller realizó esta primera parte con muy poco presupuesto
y, pese a que en el mercado norteamericano pasó sin pena ni gloria, logró
triplicar sus beneficios, con los que realizó una segunda parte que
profundizaría en el universo apocalíptico que el autor creó junto al guionista
James McCausland. Con apenas 21 años, el joven Mel Gibson obtuvo el papel
principal, pero no consiguió ensalzar su carrera en su
propio país y es que ni siquiera aparecía en los trailers, además de ser
doblado (al igual que al resto del elenco) en Estados Unidos para evitar que el
público sintiera confusión por las diferencias entre acentos. No obstante, sí
que logró abrir un camino a nivel internacional para otras producciones de
Australia.
Podría
decirse que no es más que otra película centrada en futuros distópicos llenos
de caos, violencia y supervivencia y, en esencia, es así. El robo de
combustible como moneda de cambio está a la orden del día, pero para evitar
conflictos, existe una serie de patrullas policiales que impiden esta
injusticia y ponen el orden conveniente para evitar la anarquía. Por eso, Max Rockatansky (Mel Gibson) es un
agente que vigila autopistas con el fin de enfrentarse a criminales como
Nightrider (Vincent Gil), un líder de una banda de moteros con el que acaba tras una intensa
persecución. No tardarán en llegar sus compañeros buscando venganza.
La
trama, totalmente básica en multitud de largometrajes de diversos géneros,
enfrenta a la policía con sus respectivos villanos. Max es un personaje de lo
más normal, con un empleo que entraña el riesgo pertinente y con unos valores
que se sustentan en la justicia. Fuera de su jornada, tiene a su esposa Jessie (Joanne
Samuel) y a su hijo, pero por una tragedia que desemboca en venganza, se
convierte en lo que más ha perseguido. Así es cómo, en la segunda parte del
filme, vuelve a la carretera como un violento justiciero fuera de sí, cargando contra delincuentes y temerarios. Gibson parece inexperto en todo momento, sin
esa fuerza que necesitaba una historia como ésta, pero, aun así, salva a duras
penas el trabajo. Por su parte, los antagonistas, que, por cierto, eran
verdaderos moteros locales, por desgracia, quedan como una parodia de sí
mismos. Con atuendos de cuero que recuerdan al bondage gay, son liderados por
Cortauñas, un intolerante y agresivo Hugh Keays-Byrne que no pasa en absoluto
inadvertido.
A
día de hoy, sería una cinta común con una originalidad que brillaría por su
ausencia, pero en 1979 se convirtió en el comienzo de una saga de gran calidad,
sobre todo gracias a la mejoría de la narración en su segunda entrega. Tampoco
marca un hito en la historia del cine, pero, sin duda, su visualización sigue siendo todo un
disfrute. El frenético ritmo con el que se desarrolla el guión
es logrado gracias a las intensas persecuciones y los momentos de tensión y
suspense excelentemente estructurados y sin mostrar violencia explícita, sino
sólo sugerida. El inexperto Miller cometió bastantes errores, pero dejó una
producción de lo más interesante y se superó con la continuación.
El
notable uso de los efectos de sonido potencia la intensidad de las escenas y la
magnífica banda sonora realizada por el compositor australiano Brian May, que,
a pesar de tener el mismo nombre, no es el guitarrista de Queen, ensalza los
puntos clave con la fuerza que aporta la orquesta. “Mad Max: Salvajes de Autopista” es de esas pocas óperas primas que se
recuerdan con especial cariño. Miller consiguió, en el primer intento, marcar
un antes y un después no sólo en el cine de acción, sino también en la road
movie.
Lo mejor: la recreación del futuro
apocalíptico y las potentes persecuciones acompañadas por los rugidos de los
motores.
Lo peor: Max no tiene la fuerza que debería,
al igual que sus antagonistas, que no rugen como verdaderos villanos.
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