Tristemente,
el mayor atractivo que siempre ha tenido “Sátántangó” es su duración y el morbo entre
cinéfilos de poder aguantar tanto tiempo frente a la pantalla sin ir al baño.
Otros tantos opinan que es una maldita tomadura de pelo, pero lo cierto es que
las 7 horas y media de producción que el director húngaro Bela Tarr utiliza para
contar una historia mínima están muy bien empleadas, dejando a un lado
cualquier tipo de exigencia o patrón que el cine convencional impone. Un autor
que más que cineasta, es prácticamente todo un filósofo cinematográfico con
trabajos que van más allá de lo que se cuenta, haciendo más hincapié en el
cómo.
El
escritor László Krasznahorkai es su eterno compañero de batallas, de quien se
ha servido para llevar a imágenes las novelas “La Condena” (1988), “Armonías de
Werckmeister” (2000) o “El Caballo de Turín” (2011), su última película. Por
supuesto, “Sátántangó” bebe de la misma fuente, con una historia que nos sitúa
en el contexto más realista de la decadente Hungría comunista de los años 80, en la
que cualquier tipo de esperanza se esfuma. Una mirada crítica que no acepta
límites en el tiempo, adecuándose a la propia naturaleza de los hechos con
total pureza y nitidez que tan sólo deja asombro a su paso. Un colectivo
granjero cree que su administrador, Irimiás (Mihály Vig), ha fallecido. Sin embargo, tiempo
después llegan noticias de que aún sigue vivo, por lo que las ganancias dividen
a los trabajadores. Algunos de ellos prefieren invertir aun a riesgo de perder
todo, mientras que otros se muestran más reticentes. Gracias a la charlatanería
populista de Irimiás, consigue ganarse su simpatía, aunque no tiene pensamiento
de emplear el dinero en ninguna empresa para obtener beneficios para todos.
Un
relato cercano y cruel sobre el cansancio de unos pobres ganaderos, agotados
por su forma de vida, por la falta de esperanza de prosperar; sobre la
falsedad y corrupción de quien cree tener el poder. Otros directores hubieran
resumido la trama en apenas 90 minutos, pero Tarr nos quiere enseñar cada uno
de los detalles que llevan a los protagonistas hacia su propio caos. Con una
narración que recoge los diferentes puntos de vista de cada uno de ellos, el metraje
se divide en 12 capítulos, destacando el de la niña y el gato por encima del
resto al ser el más pesimista, duro y de máximo dramatismo con la soledad como
bandera; y por contener un plano secuencia interminable pero técnica y
artísticamente impoluto.
Bajo una lluvia constante que embadurna de barro todos los rincones, cada fotograma es pura elegancia en blanco y negro, tratando especialmente
la iluminación tanto interior como exterior. Primerísimos planos que nos
acercan y acompañan al dolor, fatiga y resignación de los personajes, planos secuencias entrelazados de más de 15
minutos que, a simple vista, parecen no contarnos nada, pero que esconden
detalles importantes de la trama, de la psicología de cada historia, y nos
invitan a contemplar, sentados en nuestras butacas, el otro lado de la
desesperanza, del máximo realismo. Los lentos travellings nos permiten
inmiscuirnos en su rutina, seguir los pasos de Irimiás y sus compinches junto a
una basura arrastrada por el viento. Cualquier tipo de plano, incluido los
estáticos, que son mayoría, nos abstrae por sus detalles, que son exaltados
bajo una atmósfera asfixiante y tétrica, pero no sólo tenemos que regocijarnos
en la belleza visual, sino también sonora.
Las gotas de lluvia precipitándose hacia el suelo, los latigazos de un furioso viento, el taladrador repicar de las campanas, los pasos, la respiración, las agujas de un reloj en constante movimiento, el roce entre dos telas y algún que otro fragmento de música tradicional húngara, pero es que, además, hasta el silencio cobra importancia, esas ausencias de diálogos que llenan las escenas imposibles de completar con palabras y reduciendo la narración a su mínima expresión, como si fuese la excusa perfecta para dar rienda suelta a todo lo que Tarr tenía en su mente para llegar a realizar un trabajo perfecto. El cineasta nos regala tiempo para reflexionar, un tiempo que es circular, que siempre vuelve al inicio de la trama para mostrarnos una nueva perspectiva. De vez en cuando encontramos una voz en off explicativa y, quizá, para darnos un toque de atención por si hemos sucumbido al cansancio. Junto a su narrador, las interpretaciones de Mihály Vig (Irimiás), Putyi Horváth (Petrina), Janós Derzsi (Kráner), Erika Bók (Estike), Miklós B. Székely (Futaki) o László FeLugossy (Schmidt) entre otros tantos de un elenco extenso que realiza una magnífica labor, siendo los principales culpables de que en todo momento dudemos de si estamos ante un documental o una cinta de ficción.
Las gotas de lluvia precipitándose hacia el suelo, los latigazos de un furioso viento, el taladrador repicar de las campanas, los pasos, la respiración, las agujas de un reloj en constante movimiento, el roce entre dos telas y algún que otro fragmento de música tradicional húngara, pero es que, además, hasta el silencio cobra importancia, esas ausencias de diálogos que llenan las escenas imposibles de completar con palabras y reduciendo la narración a su mínima expresión, como si fuese la excusa perfecta para dar rienda suelta a todo lo que Tarr tenía en su mente para llegar a realizar un trabajo perfecto. El cineasta nos regala tiempo para reflexionar, un tiempo que es circular, que siempre vuelve al inicio de la trama para mostrarnos una nueva perspectiva. De vez en cuando encontramos una voz en off explicativa y, quizá, para darnos un toque de atención por si hemos sucumbido al cansancio. Junto a su narrador, las interpretaciones de Mihály Vig (Irimiás), Putyi Horváth (Petrina), Janós Derzsi (Kráner), Erika Bók (Estike), Miklós B. Székely (Futaki) o László FeLugossy (Schmidt) entre otros tantos de un elenco extenso que realiza una magnífica labor, siendo los principales culpables de que en todo momento dudemos de si estamos ante un documental o una cinta de ficción.
Con
un metraje de tal envergadura, nos dejamos multitud de cuestiones que comentar,
sobre todo a nivel técnico, pero concluimos teniendo en cuenta que estamos ante
una de las mejores obras cinematográficas del siglo XX que, por desgracia, no
es para todo tipo de público. Para algunos será un auténtico aburrimiento,
otros tantos no lograrán terminarla, pero lo que sí es cierto es que
“Sátántangó” es una experiencia sin igual, en la que el tiempo deja de tener
importancia, siendo infinito, pura poesía visual y artística. Es un inevitable
esfuerzo de voluntad para quienes acudan a verla, pero pocos se arrepienten de
su inversión. Hay que ir tranquilo para saborear cada fotograma porque la
película es una delicia para todo cinéfilo, con una más que excelente dirección
y fotografía.
Lo
mejor: no sólo “Sátántangó” es digna de visualizar, sino también toda la
filmografía de Bela Tarr, gracias a su empeño en realizar un trabajo perfecto.
Lo
peor: por desgracia, la duración hace que muchos ni se atrevan a emprender tal
aventura.
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