La
historia del cine español está compuesta por un gran número de títulos
inolvidables. Cintas que, por mucho que pasen los años, siguen siendo
recordadas con el cariño que se merece cualquier obra maestra que se precie. La
lista podría ser interminable con la riqueza de este cine clásico, pilar
fundamental del que disfrutamos hoy en día y que, por supuesto, engrandece una
cinematografía que sigue reinventándose y adaptándose a los nuevos tiempos.
Creadores de una marca nacional con la popular “españolada”, surgida de aquella
comedia costumbrista y que arrastramos después de tanto tiempo, lo cierto es que seguimos redescubriendo un cine clásico español de gran valor, aunque, por desgracia, una gran parte de él se perdiera durante la Guerra Civil.
1. “EL
MISTERIO DE LA PUERTA DEL SOL”, de Francisco Elías (1930)
No
es sencillo disfrutar del cine español de las primeras décadas, puesto que, como ya hemos indicado,
parte del material se perdió con la Guerra Civil. Sin embargo, el caso de “El
Misterio de la Puerta del Sol” es algo realmente relevante. Estamos ante la
primera película sonora española y, tan sólo por este hecho, merece la pena su
visionado, aunque lo cierto es que su estreno en la época fue todo un fracaso
por falta de medios. El productor y director catalán Francisco Elías comenzó su
andadura laboral bajo la protección de un Paris puntero a nivel
cinematográfico. Aprovechando tales conocimientos, no tardó en crear su primer
largometraje, “Los Oficios de Rafael Arcos” (1914) y unas cuantas piezas más de
cine mudo de incalculable valor. En este caso, la historia, curiosamente a cargo
del empresario Feliciano M. Vitóres, nos presenta a Pompeyo Pimpollo (Juan de
Orduña) y Rodolfo Bambolino (Antonio Barber), dos jóvenes linotipistas
empleados por el periódico El Heraldo de Madrid. Su sueño siempre ha sido
convertirse en grandes estrellas del cine, así que, en cuanto se enteran de que
el cineasta norteamericano Edward S. Carawa (Jack Castello) está haciendo
pruebas para su próxima película, no dudan ni un momento en presentarse al casting. Sin embargo, nada
sale como ellos creían, por lo que, desesperados por participar en su filme a toda costa,
deciden planificar un falso asesinato que se complica demasiado. Un drama con
toques de humor absurdo que obviamente resulta de gran simpleza narrativa, pero
que, en cambio, y siempre desde nuestra propia perspectiva, nos atrapa en los
años 30 de una capital en plena ebullición entre fragmentos mudos y otros
sonoros. Un archivo histórico digno de admirar que pudo rescatarse, por suerte,
en 1995 y que supuso todo un experimento cinematográfico para comprender las
grandes posibilidades que podía ofrecer el sonido.
2. “LA
ALDEA MALDITA”, de Florián Rey (1930)
En
forma de mediometraje, “La Aldea Maldita” supone no sólo uno de los últimos
resquicios del cine mudo español, aunque se realizara posteriormente una segunda versión con
sonido; sino que también es una de las piezas más importantes que se conservan de esta
etapa. Dirigida por el cineasta zaragozano Florián Rey, uno de los cineastas
mejor valorados de la industria cinematográfica de la II República, la obra
cerraba una etapa en la carrera del director, que, a partir de entonces, tuvo
que adaptarse a los nuevos tiempos para crear, en 1933, “Sierra de Ronda”. Esta vez es la
España rural la que queda retratada en “La Aldea Maldita”. La llegada del siglo XX no
trae nada más que sequía año tras año y, por tanto, malas cosechas y miseria a
la vieja Castilla. Por eso, no es de extraña que la población de una pequeña aldea se esté marchando a la ciudad en busca de un mejor futuro. Juan (Pedro
Larrañaga) y su familia tampoco serán una excepción, no quedándoles más remedio que abandonar sus
tierras, pero todo se complica tras enfrentarse al tío Lucas (Ramón Meca), un
cacique de la zona. Un panorama desolador ante el éxodo masivo de los lugareños
que mató involuntariamente a algunos pueblos para nutrir a las grandes ciudades
de principios de siglo, generadoras de ilusiones y fantasías futuristas que
nunca se terminaban de materializar, pero que eran capaces de movilizar
corazones. Sin embargo, Florián Rey no sólo retrata esta problemática, sino
que, en poco menos de una hora, plasma la facilidad con la que las urbes
corrompen a sus habitantes, destacando la importancia del honor del ser humano,
la capacidad de no asimilar la frustración por el bien de los demás. Una
narración dramática, atemporal, conmovedora, sincera y realista que muestra ya
las grandes posibilidades, a nivel social, que ofrecía el séptimo arte desde sus inicios a través de, en esta ocasión, una población asfixiada por la pobreza que años más tarde, en 1942, el cineasta volvería a representar bajo el mismo título.
3. “LA
TORRE DE LOS SIETE JOROBADOS”, de Edgar Neville (1944)
Si
hay un nombre difícil de olvidar por la historia del cine español es el del
director madrileño Edgar Neville, cuya carrera comenzó con “El Presidio”
(1930), un drama que realizó junto al cineasta estadounidense Ward Wing.
Catorce años después, emprendió un proyecto de adaptación de una novela de
Emilio Carrere junto al guionista toledano José Santugini, viendo nacer así su
cinta “La Torre de los Siete Jorobados”, aunque con ciertas omisiones de la
obra original con el fin de eludir a la censura, especialmente todo aquello
referido a lo sobrenatural y la magia por cuestiones obvias. Nos encontramos en
el Madrid del siglo XIX, puro ambiente castizo que guarda con recelo una oscura
y desconocida cara. El fantasma de don Robinsón de Mantua (Félix de Pomés) se
aparece ante Brasilio Beltrán (Antonio Casal) sobre el tapete verde que revela
su adicción al juego. Parece que la suerte le sonríe cuando el espectro le
indica los números ganadores con la única condición de que proteja a su
sobrina Inés (Isabel de Pomés), secuestrada y encerrada en las entrañas de la
capital, en donde don Robinsón descubrió, en una de sus exploraciones
arqueológicas, una ciudadela subterránea en donde se escondieron los judíos
que, aun habiendo sido expulsados de España, nunca abandonaron el país. Un
subsuelo ahora habitado por una banda de criminales liderados por el doctor
Sabatino (Guillermo Marín). Con evidentes influencias del expresionismo alemán
y una atmósfera gótica y opresiva, la narración se sumerge en el suspense de
esta siniestra historia que sólo trata de relajarse en ciertos instantes gracias
a las pequeñas dosis de un humor que aún, a día de hoy, sigue sin envejecer. Aunque “La
Torre de los Siete Jorobados” siempre se ha mantenido discreta en la filmografía
de Neville, lo cierto es que se trata de una de sus obras mejor valoradas con
el paso del tiempo.
4. “LA
CALLE SIN SOL”, de Rafael Gil (1948)
El
productor, director y guionista madrileño Rafael Gil dejó atrás su faceta de
crítico cinematográfico para embarcarse en su primer largometraje, la
adaptación de la obra de Enrique Jardiel Poncela, “Eloísa Está Debajo de un
Almendro” (1943). Poco después llegaría el que es considerado como uno de sus
mejores trabajos, el melodrama “La Calle sin Sol”, para el que contaría con la
ayuda del célebre escritor y dramaturgo Miguel Mihura. Con grandes influencias
del neorrealismo por su atractiva naturalidad, la historia nos traslada a
Barcelona, ciudad a la que llega Mauricio (Antonio Vilar), un francés que huye
de la justicia como polizón de un carguero. Refugiado en una pensión del
barrio chino y arropado por un cariñoso vecindario, conoce a la sobrina del
dueño, Pilar (Amparo Rivelles), de la que se enamora irremediablemente. Sin
embargo, se produce el asesinato de una mujer en la zona y Mauricio se
convierte en el principal sospechoso, pero Pilar no duda de su inocencia,
intentando librarle de la culpa mientras busca la verdad de lo sucedido, aunque
todo se vuelva constantemente en su contra. Con dos galardones recibidos por el Círculo de
Escritores Cinematográficos y el Sindicato Nacional del Espectáculo, la
originalidad de la obra de Gil es uno de los mayores encantos que despierta
junto a la magnífica labor de su elenco actoral, en el que encontramos a los
actores y actrices que más popularidad despertaban en la época. Sin duda, “La
Calle sin Sol” rehuía de las convencionalidades del cine español de la década,
más encorsetado por la siempre acechante censura del régimen. El cineasta muestra, así, el
virtuosismo técnico a través de la gran variedad de planos y la excelente
fotografía, que juega con las luces y sombras de forma brillante en un blanco y
negro más limitado a cargo del director Alfredo Fraile.
5. “SURCOS”,
de José Antonio Nieves Conde (1951)
Muchos
consideran que el Nuevo Cine Español comenzó a partir de “Surcos”, la
emblemática obra cumbre del director y guionista segoviano José Antonio Nieves
Conde, de clara influencia neorrealista. Ambientada en la posguerra de los años
40, la familia Pérez decide trasladarse del campo a la ciudad por empeño del
hijo mayor, Pepe (Francisco Arenzana). Madrid encierra la esperanza de mejorar
sus condiciones de vida, pero no resulta ser tan idílica como ellos pensaban.
La realidad en la capital propicia confusiones, engaños, precariedad,
explotación laboral y crueldad. Encontrar un buen trabajo no es fácil en un
mundo implacable que consume lenta y agónicamente, por lo que Manuel (José
Prada) acabará siendo un empleado de una fundición, Pepe se dedicará al estraperlo,
Manolo (Ricardo Lucía), el hijo menor, será un chico de los recados; y Tonia
(Marisa de Leza), su otra hija, será una asistenta. Nieves Conde enciende una
mecha imposible de apagar, una narración que, a día de hoy, sigue repitiéndose
una y otra vez bajo los mismos patrones. A través de este drama costumbrista se tratan
cuestiones controvertidas para la época, como la delincuencia, el desempleo, el
éxodo rural, el maltrato o la miseria con una mirada de gran dureza, lo que causaría una gran
controversia hasta afectar no sólo al final que el cineasta tenía preparado,
sino también, incluso, su estreno, a pesar de obtener varios premios por parte
del Círculo de Escritores Cinematográficos y el Sindicato Nacional del
Espectáculo. Una injusta situación que desmereció la labor de Nieves Conde al
mostrar el lado más oscuro de España de una manera tan descarnada y sin caer en el
fácil recurso del sentimentalismo, pero no por ello restando el peso dramático
que supone la falta de recursos y la desesperación por encontrar el porvenir
deseado en plena posguerra.
6. “CALLE
MAYOR”, de Juan Antonio Bardem (1956)
La
historia del cine español guarda un especial cariño a uno de sus mejores
directores, el cineasta madrileño Juan Antonio Bardem, primero unido a otro de
los grandes, el valenciano Luis García Berlanga, con la obra “Esa Pareja
Feliz” (1951), para, posteriormente, iniciar una carrera repleta de largometrajes
indispensables. “Calle Mayor” llegaría tras la célebre “Muerte de un Ciclista”
(1955) y si ésta recibió el premio de la crítica del Festival de Cannes, la
primera tampoco se quedaría atrás con el premio FIPRESCI del Festival de
Venecia, entre otros. Un reconocimiento que, al menos, mitigaba el trance de
haber sido encarcelado durante su rodaje. Inspirada en la obra teatral “La
Señorita Trevélez”, de Carlos Arniches, esta coproducción hispano-francesa
retrata la esencia de una vida provinciana llena de prejuicios e hipocresía
propia de la España de los años 50. Juan (José Suárez) y sus amigos deciden
gastar una broma a una más de sus víctimas, Isabel (Betsy Blair), una solterona
de más de 30 años. No tardan en trazar un plan perfecto, que Juan la corteje y
acabe pidiéndola matrimonio para después hundirla al revelar que todo es una
broma. Los encuentros entre ambos se suceden, pero todo se complica sin
remedio. El valor de la obra de Bardem es especialmente significativo en estos
días, presentando el papel de la mujer en una época cruel y demasiado
hermética. Una crítica social que también fue sometida a las exigencias de la
censura a pesar de ser, ya por entonces, el director más internacional que
poesía la cinematografía española. Rodada entre Madrid y Palencia con una gran
maestría técnica, “Calle Mayor” resulta áspera, conmovedora, didáctica,
universal y, sobre todo, real. Una sobrecogedora historia que, sin duda, se
convirtió en una de las obras más maltratadas por el régimen, pero que, a pesar
de ello, es imposible olvidar una vez que uno se entrega a su visionado.
7. “HISTORIAS
DE MADRID”, de Ramón Comas (1958)
No
hay nada como deleitarse con aquella mítica capital de mediados del siglo XX a
través de “Historias de Madrid”, la obra del director y guionista Ramón Comas, que contó con el trabajo de Joaquín Bollo
Muro, Javier González Álvarez y Luis Antonio Ruiz para construir
una narración en clave de comedia que comienza en plena vigorosa Plaza de
Cibeles. Pablo (Tony Leblanc), un especulador que posee un antiguo edificio en
la ciudad. Su mayor deseo es que se derrumbe ante la incapacidad de poder echar
a la calle a sus inquilinos. Por eso, acude a San Nicolás, al que reza con
ímpetu para que ocurra lo antes posible. Sin embargo, los ocupantes del viejo
edificio también han rezado al santo para pedirle precisamente lo contrario,
que les permita quedarse en sus casas. La valentía de la clase más humilde
protagoniza grandes anécdotas en una premiada obra de la IV Reseña Internacional
del Filme Humorístico de Bordighera (Italia). Tal reconocimiento fue de sobra
merecido ante el costumbrismo español, la crítica social de la época y el
ambiente más castizo. La ópera prima de Comas cuenta con todo un elenco de
lujo, como Leblanc, Mario Morales, Licia Calderón o Luis Ciges, entre otros
muchos, creando una especie de casi batalla campal entre clases sociales, ricos y pobres, unos
motivados por el dinero y otros por un hogar. Sin embargo, “Historias de
Madrid” fue otra de las cintas maltratas por la censura del régimen que convirtió a un
brillante cineasta de la Escuela Cinematográfica en uno de esos directores
malditos de la cinematografía española. Tal es así que Comas sólo nos dejó tres
largometrajes más, “Nuevas Amistades” (1963), “Chinos y… Minifaldas” (1967) y
“El Padre Coplillas” (1968), quedando prácticamente en el olvido de una memoria
histórica a la que apenas prestamos la atención debida.
8. “EL
PISITO”, de Marco Ferreri e Isidoro M. Ferry (1959)
Basada
en la novela homónima del escritor riojano Rafael Azcona, “El Pisito” es una
historia dramática con aires de sátira que fue considerada como parte del
neorrealismo cinematográfico. Su narración, situada en Madrid a finales de la
década de los 50, se basa en las penurias de una pareja de novios que no pueden
contraer matrimonio por la falta de recursos y, en especial, por carecer de una
vivienda. Ya son 12 años los que Petrita (Mary Carrillo) y Rodolfo (José Luis
López Vázquez) llevan de relaciones y no parece que puedan evolucionar. Además,
Rodolfo vive realquilado en la casa de doña Martina (Concha López Silva), una
anciana al borde de la muerte y a la que el casero acecha a la espera de, por
fin, desalojar el edificio y derribarlo. Es entonces cuando Petrita y Rodolfo
trazan un plan por el que él deberá casarse con doña Martina con el fin de
heredar el alquiler en el momento en el que ella fallezca. Bajo una atmósfera
lúgubre y un contexto pesimista, la obra discurre con gran fuerza a través de
esa crítica tan realista que le caracteriza. Con dos galardones obtenidos por
los Premios del Círculo de Escritores de Cine de España gracias a la labor
tanto de Ferreri y M. Ferry como de Mary Carrillo, “El Pisito” es un largometraje
indispensable por su retrato de la sociedad española de los años 50, de aquella
que comenzaba a salir del subdesarrollo y que, en esta ocasión, rezuma cuestiones
atípicas para el cine de la década, como pudiera ser la moralidad y la muerte,
la prostitución, el matrimonio de conveniencia o la falta constante y eterna de recursos. Las
situaciones absurdas y las risas no impiden vislumbrar la absoluta crítica que
contiene la narración, transformando una situación de pobreza en acciones
repulsivas e, incluso, patéticas que inevitablemente se llevan a cabo por
necesidad y estremeciendo a lo largo de sus 75 minutos de metraje, aunque
aquellas vivencias queden ya demasiado lejanas.
9. “MARIBEL
Y LA EXTRAÑA FAMILIA”, de José María Forqué (1960)
La
adaptación de la obra de Miguel Mihura, “Maribel y la Extraña Familia”, fue
llevada al cine por el director y guionista zaragozano José María Forqué, autor
un gran número de entrañables títulos de los que hemos disfrutado hasta la
saciedad, como “Atraco a las Tres” (1962), “Tengo 17 Años” (1964) o “Las Que
Tienen Que Servir” (1967), entre otros muchos. A través de su extensa carrera, se puede observar
fácilmente la evolución del audiovisual español desde los años 50, desde las
películas folclóricas o propagandísticas hasta adaptaciones literarias, dramas
arriesgados, comedias comerciales, musicales con niños prodigio o bandas del
momento, cintas eróticas, coproducciones internacionales, series de televisión
o, incluso, ciencia ficción. Pero, en este caso, “Maribel y la Extraña Familia” cuenta la historia
de Marcelino (Adolfo Marsillach), un joven tímido y retraído que un buen día
decide salir de casa para buscar una novia con la que casarse. En las calles se
encuentra con Maribel (Silvia Pinal), que trabaja entreteniendo a los
hombres en plena calle y a la que convence para marcharse al pueblo una vez presentada a sus tías y a su madre. Sin embargo, Maribel comienza a sospechar
que algo muy siniestro ha ocurrido en aquella vieja casa rural y que la bondad
tanto de Marcelino como de sus familiares es tan sólo una extraña tapadera. Una
simpática comedia con toques de suspense por la que la inolvidable actriz
mexicana Silvia Pinal recibió dos galardones por parte de los Premios del
Círculo de Escritores de Cine y el Sindicato Nacional del Espectáculo de España
gracias a su espléndida y cautivadora interpretación. Forqué realizó una de sus
mejores obras, jugando con la intriga, la humildad y el humor negro con gran
inteligencia, aunque, con el tiempo, ha ido quedando en el olvido para muchos.
Qué atípico es ver la amabilidad en alguien cuando siempre has estado rodeado
de mentiras en la mundana ciudad.
10. “EL
ARTE DE VIVIR”, de Julio Diamante (1965)
El
director y guionista gaditano Julio Diamante pertenecía a una de las primeras
generaciones de esa célebre Escuela Oficial de Cinematografía de Madrid que soñaba con
un cine español muy diferente y, por eso, no pudo conformarse con ser
estudiante, sino que, además, fue profesor. La sombra de la censura siempre
acechó su carrera en el séptimo arte, pero, a pesar de ello, nos concedió el
placer de saborear un drama como “El Arte de Vivir”, su tercer largometraje de
ficción y perteneciente a ese Nuevo Cine Español. Luis (Luigi Giuliani) es un
recién licenciado en Económicas que, por fin, descubre la realidad de buscar un
empleo que se adapte a sus exigencias. En pleno proceso, Ana (Elena María
Tejero) se cruza en su vida. El amor y el trabajo llegan de forma inesperada y, pese a la
felicidad que le proporcionan, nunca nada es suficiente. Con una nominación
nada menos que en la Berlinale de 1965, la obra era atrevida para su época, con
una crítica social arrolladora en torno a la sociedad del momento, el machismo,
las falsas esperanzas, los estándares sociales, la sumisión, la desilusión, la
hipocresía o la cultura de masas. Una juventud desencantada y egoísta que
evitaba cualquier tipo de sacrificio para alcanzar un éxito a costa de los
demás, obviando la educación y el respeto con altivez, exigencia y sin
escrúpulos. Luis quiere encontrar su sitio en una sociedad que ya comienza a ser moderna, pero parece
justificar que todo vale en esta vida con tal de lograr escalar. La falta de
honestidad afecta a su paso, mientras Ana le acompaña por el camino conociendo
tan sólo una pequeña parte de él. El realismo que nos presenta Diamante
encierra a una España con una imagen totalmente diferente de la que se trataba de
fomentar, aquella que siempre parecía decir que “todo va bien”.
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