Año 1899, Tercera República Francesa, París. Nos encontramos
en una época totalmente inestable, en la que el idealismo político colapsa
las portadas de los periódicos locales, ya sea retratando la profunda crisis en
la que se ve inmerso el socialismo (corriente que poco a poco se irá
transformando en un partido social-liberal que se mantiene en la actualidad) o
bien mostrando los últimos atentados del anarquismo que bañan de sangre la
capital. Los incesantes disturbios propiciados por el aumento masivo del
proletariado y el consiguiente nacimiento de estos nuevos pensamientos y
vertientes, se expanden por Europa con asombrosa rapidez, provocando incesantes batallas entre las
autoridades y los obreros, jóvenes y primeros sindicatos. En recuerdo de este
turbulento periodo de nuestra historia surge “Los Anarquistas”, el segundo
largometraje del director francés Elie Wajeman, que sirvió de apertura de la
54ª Semana de la Crítica del Festival de Cannes y que generó grandes
expectativas tras su excelente debut con el drama “Alyah”
(2012).
Jean Albertini (Tahar Rahim) es un policía que se mantiene
al margen de todo movimiento político. Es un hombre sin familia, acostumbrado a
la soledad y hastiado de la rutina en su trabajo. Un día, Gaspard (Cédric
Kahn), el inspector jefe, le encarga la misión de espiar a uno de los grupos de
jóvenes anarquistas que forma parte de los constantes altercados que siguen teniendo
lugar a las puertas del cambio de siglo. Para ello, consigue trabajo dentro de
la industria, lo que le facilita poder acercarse a los compañeros más
concienciados con la causa. No tardará abandonar su antigua vida en un pequeño
apartamento para trasladarse a un acomodado piso propiedad de los padres de
Marie-Louise Chevandier (Sarah Le Picard), una desencantada burguesa que apoya
a la revolución. Allí convivirá con Marcel Deloche, apodado Biscuit (Karim
Leklou), más preocupado por los encantos del género femenino; el líder y contacto directo con otros anarquistas, Elisée Mayer (Swann Arlaud), el enfermizo
Eugène Levèque (Guillaume Gouix) y su atractiva y decidida novia Judith
Lorillard (Adèle Exarchopoulos), una futura maestra por la que sentirá una
atracción prohibida. Albertini será testigo directo del pensamiento idealista
del grupo, sus inquietudes, las causas por las que luchan y la forma en la que
se financian.
Wajeman se adentra en el pasado rompiendo con las
expectativas que había generado tras un aplaudido primer trabajo, ya que su
contenida historia adopta un camino muy poco arriesgado, sin ambiciones y, lo
que es peor, demasiado previsible. Traición y romance van de la mano en una
narración de la que se esperaba más exposición histórica en lugar de otorgar
gran parte de su protagonismo al dramatismo romántico y pasional de Albertini y Judith, con la que el argumento tiende a perderse junto a nuestra propia atención. Sin embargo, los instantes centrados en la
actuación del grupo anarquista recuperan la atracción por esa supuesta premisa con la que iniciaba la película. El club nocturno, el vandalismo en
propiedades acomodadas, las reuniones con otros líderes del movimiento o los
planes para llevar a cabo insurrecciones en el centro de la capital resultan escenas de
lo más poderosas junto a diálogos que beben de la literatura clásica francesa y
que rezuman tensión ante la posibilidad de que el protagonista sea descubierto.
Con un final que llama a la revolución y una visión muy
difusa de la violencia con la que actúa el anarquismo, el tradicional juego del
espía inyecta cierta adrenalina a pesar de ser excesivamente predecible y de
poseer un ritmo irregular que, sólo en los momentos de mayor acción, recobra
algo de dinamismo, pero sin llegar nunca a desembocar en un auténtico clímax. De
igual manera, el autor centra sus recursos en el grupo, pero no aporta una
visión del movimiento más allá de unas contadas secuencias, captando
principalmente los conflictos internos entre los personajes, sus inseguridades,
pero, sobre todo, sus anhelos de cambiar el futuro, esas causas por las que
sienten que deben seguir adelante con su idealismo. El aislamiento de la banda
con su exterior nos extrae de su contextualización en más de una ocasión, que, a
pesar de ser magnífica en su comienzo, pierde parte de su rigor en favor del
romanticismo, tanto de la pareja como de la situación histórica.
Entre su fantástico elenco destaca la joven actriz Adèle
Exarchopoulos, imparable desde su papel protagónico en la popular “La Vida de
Adèle” (Abdellatif Kechiche, 2013) y considerada como uno de los principales
encantos interpretativos del cine francés de los últimos años. Dulce,
insinuante, ideológicamente pasional y de fortaleza desbordante, logra
embellecer ese retrato idealista del que hace gala el cineasta. Por su parte,
Tahar Rahim sigue escalando profesionalmente y cumple notablemente con su
cometido entre el amor y el odio con un personaje a la deriva, que, en cierta
manera, se ha conformado con lo que le rodea hasta llegar a sentir total
indiferencia. Igualmente, destaca la labor realizada por el actor Guillaume
Gouix con un interesante papel que el autor victimiza y fortalece muy
acertadamente a su antojo.
Wajeman vuelve a contar con el director de fotografía David
Chizallet, aclamado por su trabajo en la premiada “Mustang” (Deniz Gamze
Ergüven, 2015). En esta ocasión, su perfecto acercamiento a finales del siglo
XIX se traduce en un sombrío ambiente revolucionario de tonos azules y una iluminación casi onírica. Una
auténtica delicia para la vista que emula el frío y apagado invierno parisino y
que viene acompañada por una solemne banda sonora totalmente apropiada. Pese a ello,
la falta de intensidad dramática pasa factura a “Los Anarquistas”, que, aunque parte de una premisa de lo más atractiva, se debilita con el transcurso de
los poco más de 100 minutos de metraje. Sin emotividad se pierde cualquier tipo
de empatía, manteniendo constantemente una distancia con los personajes que es
difícil de traspasar. Ese thriller histórico que prometía ser todo un acierto
se convierte en un drama romántico de época que ahoga una trama que
parecía ser más explosiva.
Lo mejor: la calidad de la puesta en escena y ciertos
momentos narrativos de gran interés.
Lo peor: el peso que posee su lado más romántico, tanto de la
trama entre Judith y Albertini, como de la visión que Wajeman presenta del
anarquismo.
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