Una de las misiones que posee el género documental y que,
por tanto, le convierten en un tipo de cine más cercano y especial, es la de
dar voz a quienes no la poseen, hacer visible todo lo que desconocemos, las
realidades que se esconden tras la información generalizada de los medios de
comunicación. Una plataforma que sigue conquistando lentamente, a pesar de merecer
un mayor espacio en las carteleras nacionales. “District Zero” es un ejemplo
más de ello, una pequeña ventana que nos ofrece una mirada a lugares que siguen
resultando lejanos, pero que guarda una meta de gran valor. La pieza, estrenada
en el Festival de San Sebastián en 2015 y realizada por los directores Jorge
Fernández Mayoral, Pablo Tosco y Pablo Iraburu, forma parte de “EUsaveLIVES-You Save Lives”, una iniciativa llevada a cabo por la Dirección General de Ayuda
Humanitaria y Protección Civil de la Comisión Europea y Oxfam Intermón en la que se muestra el día a día del segundo campo de refugiados más grande, el de Zaatari,
situado en Jordania.
Maamun Al Wadi es un refugiado sirio que posee una pequeña
tienda dentro de la zona. En ella vende móviles, tarjetas de memoria, baterías,
hace recargas, repara los dispositivos y lleva a cabo todo lo necesario para que esas
82.000 personas puedan estar en contacto con el exterior. Ahora, se plantea la
posibilidad de salir del campo y comprar en la ciudad más próxima una impresora
fotográfica para que los recuerdos de sus paisanos puedan estar más cerca de
ellos. A través de sus ojos, se registran las historias de quienes dejaron
atrás a sus seres queridos y se encuentran en una especie de limbo del que
sienten no formar parte, pero que necesitan para poner a sus familias a
salvo de la propia codicia y odio que el ser humano ha generado.
Ninguno de ellos ha querido marcharse de Siria, pero todos
se han visto obligados a abandonar sus hogares para buscar cierta estabilidad, a huir del drama de la guerra, a esquivar todos los obstáculos que se han
encontrado en su camino. En apenas 65 minutos de metraje se resumen, muy acertadamente, los
anhelos, emociones, reflexiones y dilemas a los que deben enfrentarse, haciendo
que se respire una honestidad sin igual que deja espacio a la esperanza de
poder volver a su origen y reconstruir los pedazos que quedan de sus vidas.
Mientras tanto, la rutina se instala en Zaatari, un campo en donde su situación
no parece avanzar, siendo considerado sólo como un lugar de paso
en donde todo es angustiosamente momentáneo.
A través de Maamun somos testigos de los recuerdos de sus
compatriotas, aquéllos que acuden a su tienda para mostrarle fotos de sus
padres, hermanos y amigos, de aquellas familias rotas por las que siguen en pie
y con las que tratan de no perder el contacto gracias a sus móviles. En sus
memorias sólo existe un apacible pasado que intenta borrar el atroz presente,
el del horror y la plena destrucción de todo lo que conocían. Esos retratos han
formado parte del escaso equipaje que traían consigo, son sus bienes
más preciados y el único medio para mostrar a las próximas generaciones los seres queridos que
forman parte de sus vidas, aunque sea en la lejanía.
Hay quienes han encontrado la estabilidad en Zaatari. La
rutina en sus rezos y la felicidad de ver cómo sus hijos pueden jugar, ir
a la escuela o tener la posibilidad de acudir al hospital siempre que sea necesario
hacen que se sientan seguros dentro de los muros, por lo que no se plantean
regresar a Siria, mientras que Maanum echa de menos sus raíces. “Dormir o
morir, ¿qué diferencia hay?”, le comenta a su mejor amigo desde el exterior del
campo de refugiados. Él no es más que un ejemplo de todos aquéllos que sienten
cómo se les ha arrebatado sus vidas, su identidad. Precisamente, esta es la
cuestión que los autores intentan abordar desde el principio del metraje,
haciendo ver cómo han dejado de ser quienes son y cómo siguen conectados con la
tierra que les vio nacer.
Rostros tras los números que aportan los medios de
comunicación y que en “District Zero” cobran un significado especial. La cámara
de F. Mayoral, Tosco e Iraburu se inmiscuye en su actual día a día, en su más
sincera intimidad sin necesidad de entrevistas, sino que, de una manera
indirecta, permiten observar y, con ello, demostrar cómo no son un simple rebaño
hacinado entre muros, entre pequeñas casas prefabricadas. Una interesante
producción que, a pesar de contar con una escasa duración y poca difusión,
consigue trasladar la emoción necesaria para comprender el gran número de
familias rotas, de víctimas de la ambición y de, en definitiva, quienes han
tenido que emprender la marcha para sobrevivir.
Lo mejor: la cercanía con la que se muestra el campo de
refugiados.
Lo peor: su escasa duración y, lo que es peor, su poca
difusión.
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