Es inevitable que nuestra evolución choque de forma directa con esas tradiciones que vamos arrastrando generación tras generación y que, en algunos casos, deben ser revisadas. Esa especie de rivalidad frente a la modernidad desemboca en un distanciamiento imparable entre el mundo rural y urbano, que cada vez se muestra con una mayor separación, con unas diferencias que parecen ser insalvables. Esta cuestión sirve de pilar para construir el relato de “Amama”, el trabajo del director y guionista vasco Asier Altuna. La película, que sorprendió gratamente en la 63ª edición del Festival de San Sebastián, en donde se alzó con el Premio Irizar al Cine Vasco, está narrada íntegramente en euskera, mientras abre un debate que permanece intacto con el paso del tiempo.
Situando la acción en un típico caserío vasco, la historia se centra en una familia con viejas costumbres. Amama (Amparo Badiola), que pone título a la cinta, es una preciosa y entrañable anciana de pelo largo canoso y ojos de un intenso azul claro. Ella es la matriarca, la encargada de que cada tradición siga intacta, de que los viejos hábitos se sigan cumpliendo. Con el nacimiento de un nuevo miembro, se planta un bonito árbol que le acompañará durante el transcurso de su vida, mientras que la abuela es quien pinta el tronco del color con el que se identificarán a los hijos. Así es como los tres nietos tienen asignados el color rojo, símbolo de la pasión que el heredero de las tierras posee; el negro, para el más rebelde, el representante del mal; y el blanco, para el más vago de todos.
Las primeras imágenes del largometraje dan impulso al relato de Amaia (Iraia Elias), la nieta mediana, artista de profesión, a la que se adjudicó el color negro. Sus hermanos también cargan con el peso de sus destinos. Gaizka (Manu Uranga) decidió emigrar decepcionando a un padre que necesita delegar el trabajo de mantenimiento del caserío, mientras que Xabi (Ander Lipus) ha formado su propia familia en la ciudad. Los tres representan una nueva generación bañada por la modernidad y las oportunidades que les ofrece la urbe frente a Tomas (Kandido Uranga), un padre incapaz de mostrar sus sentimientos y mucho menos de expresar sus pensamientos a través del lenguaje. Ganadero y agricultor, se desvive por labores que realiza cada día para sacar no sólo a su familia adelante, sino también una casa que sus antepasados alzaron. Más parca en palabras es la madre, Isabel (Klara Badiola), una casi invisible ama de casa que permanece a la sombra de su marido y que, en principio, apenas tiene voz ni voto.
“Amama” es convivencia, asistimos a los conflictos que se producen entre los miembros como reflejo de ese choque entre modernidad y tradición, tal y como comentábamos al principio. Deben aprender grandes lecciones, entender que ese distanciamiento es el mayor pesar de la familia, de la frialdad de cada uno de ellos, de la falta de comprensión y empatía.
Amparo Badiola conquista desde el primer momento tan sólo con su presencia. Sin mediar ni una sola palabra, la actriz extrae todo tipo de emociones simplemente a través de la intensidad de su mirada. Ella representa la propia naturaleza que rodea el caserío, la inmensidad de un bosque de altos árboles que parecen erguirse hasta tocar el cielo. A su vez, nos quedamos también con la interpretación de Kandido Uranga e Iraia Elias, protagonistas de importantes enfrentamientos por el gran temperamento que caracteriza a sus personajes. Ambos, llevan a cabo una labor excepcional, creíble y verdaderamente emocionante, lo suficiente como para que el público perciba los pensamientos de ambos y sientan que forman parte de la complicidad que les une y que ni siquiera ellos controlan.
Altuna incorpora ciertos toques experimentales a través del personaje de Amaia y su gran creatividad artística. Así es como el director enfrenta esa aparente pasividad que aporta el campo y la vertiginosidad y frescura del montaje que realiza la joven con su cámara de Super-8, con la que retrata su propia vida y cuanto le rodea. Instantes que generan cierto dinamismo en una narración en la que prevalece el ritmo pausado, en la que se cuece, a fuego lento, las emociones de los personajes que, poco a poco, emergen hasta explosionar sin remedio. Sin embargo, el guion permanece encarcelado en una especie de hermético perfeccionismo del que no parece librarse en los poco más de 100 minutos de duración.
El preciosismo paisajístico del que se hace gala en la cinta resulta todo un deleite a los ojos del espectador. El predominio del verde de la naturaleza queda impregnado de los alegres tonos de las pinturas de Amaia. Un contraste que aparentemente es extraño, pero que adquiere su significado más allá de lo que percibimos a simple vista. El trabajo de Altuna es así, es puro simbolismo. Cada una de sus escenas está repleta de sentimientos, de metáforas que nos remiten al tema principal, el tradicionalismo frente a la nueva sociedad de este siglo XXI.
“Amama” es una película esencial y probablemente uno de los mejores largometrajes nacionales del año 2015. Una grata sorpresa que sabe cómo enganchar al público, cómo tratar una cuestión que nos implica a todos. Es innegable que el autor ha logrado arriesgarse con una producción que no muestra pretensión alguna. Altuna busca la reflexión en quien escucha el relato e intenta dejar un pequeño calado en quien sabe disfrutar de este interesante filme.
Lo mejor: la historia atrapa poco a poco y sin que nos demos cuenta. El cineasta ha sabido cómo extraer lo necesario para obtener la empatía del espectador. Las fantásticas actuaciones de Amparo Badiola, Iraia Elias y Kandido Uranga.
Lo peor: el guion no parece disfrutar de cierta libertad, por lo que la acción queda demasiado rígida.
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