miércoles, 18 de julio de 2018

EL GERMEN DE LA MALDAD (2017)


El director y guionista turco Onur Saylak es más conocido por su faceta de actor en series de televisión que disfrutan de gran popularidad en Turquía. Tras el cortometraje “The Jungle” (2012), que codirigía junto al cineasta Dogu Yasar Akal y con el que logró dos premios, uno en el Festival de Cine Independiente de Berlín y otro en el International Filmmaker Festival of World Cinema de Londres en 2016, se lanzó de lleno a su primer largometraje, “Daha”, un drama basado en la novela del escritor griego Hakan Günday, que trata en profundidad cuestiones como el tráfico de personas y las consecuencias psicológicas que atañe. Tras habiéndose alzado con galardones del East End Film Festival de Reino Unido, del Festival de Cine de Valladolid e, incluso, del Festival Karlovy Vary, la cinta desarrolla una compleja historia que resulta apasionante y perturbadora a partes iguales.

Gaza (Hayat Van Eck) es un joven de 14 años que vive con su padre, Ahad (Ahmet Mümtaz Taylan), en una vieja casa cercana al mar Egeo. Pese a que le gustaría salir de la zona y poder ir a Estambul para continuar sus estudios con el apoyo de los propios profesores, Gaza está sometido a la presión de su padre, quien cree que no necesita seguir en el colegio y que debería unirse a él para formar una empresa. Pero, ¿qué tipo de empresa? Ahad se dedica a recoger a inmigrantes con su furgoneta en plena madrugada, ubicarlos durante varios días en el frío sótano de su casa y guiarlos nuevamente para que entren sin problemas en el país. Gaza se encuentra en una gran encrucijada, forzado a decidir cuanto antes qué futuro desea tener, distanciarse de todo lo que le rodea o convertirse en una víctima más de las circunstancias que han determinado una parte de él.

“Daha” posee una tensión que se acrecienta a medida que se desarrollan los 115 minutos de metraje. No decae en ningún instante, elevando una narración que se desvela a fuego lento, y que, a la vez que construye una historia, deconstruye una identidad, la del joven y perdido Gaza, que nota cada vez más el forzoso peso de la herencia familiar, de la cabezonería y el egoísmo de su progenitor. Un hombre detestable que, al contrario de lo que se podría pensar, no desea que su hijo sea alguien mejor que él, sino que prefiere arrastrarle al fango para no ser el único que caiga. La complejidad de la trama se vuelca en la violencia, los abusos, la supervivencia. Todos y cada uno de los personajes se ven envueltos en un contexto cruel, árido y sofocante, protagonizando algunas escenas de gran dureza.

La adolescencia de Gaza también es violenta, culpa no sólo de su padre, sino también de todo lo que le rodea. Parece estar destinado a ahogarse en un pozo sin posibilidad de salvarse, viéndose arrastrado por la corriente. Sin embargo, el cineasta no sólo nos sorprende con el final que se avecina, sino que, además, retuerce aún más si cabe el clímax, desentrañando los monstruos internos con agresividad. La cámara de Saylak no titubea ante una extraña justicia altamente subjetiva que juega con los personajes como si de marionetas se tratase. Todo se corrompe a su paso y nada parece aportar esperanza en un paraje perdido por el que sólo desfilan seres anónimos sin importancia. Así es, el ser humano es tratado como pura mercancía, más rentable de lo que jamás pensáramos, para uso y disfrute de un “amo” que se proclama dios e insta a su hijo a ocupar su lugar. 

Curiosamente y pese a que nos llevemos las manos a la cabeza ante tan terrible situación de plena actualidad, lo cierto es que el director nos obliga a ser racionales en todo momento, a comprender cada comportamiento y decisión. No nos sorprende cada despreciable acto de Ahad, tampoco que Gaza trate de desprenderse de tan putrefacta vida, pero apreciamos aún más ver cierta luz en el adolescente, una mirada inocente que sabe cómo tratar a los demás como personas, un lado consciente que a veces le incita a protestar, ayudar y a salvar a alguien. Un corazón aún latente que le pide querer y ser querido. Él es inteligente, no es tan impulsivo como su padre y posee una personalidad ampliamente perfilada a manos de Saylak. Por supuesto, la magnífica labor del joven actor Hayat Van Eck es, sin duda, el mayor encanto que encierra “Daha”. La fuerza de su interpretación es capaz de poner el bello de punta a cualquiera que se atreva a embarcarse en esta realidad tan propia de nuestro tiempo, en las oscuras profundidades de una red mafiosa.

Gaza custodia el sótano, un zulo repleto de inmigrantes. Su padre le apremia para que se imponga, para que deje atrás la niñez y se embarque, por fin, en la madurez. El suelo es lo único que encontramos en el habitáculo, junto a un cubo metálico en el que hacer sus necesidades. La única salida está siempre cerrada y la luz del sol nunca penetra entre sus muros, dejando a la gente en la penumbra durante los días que sean necesarios. Su desesperación es el negocio de otros. Niños, mujeres y hombres se apilan con el anhelo de conseguir una nueva oportunidad en sus vidas, pero, hasta entonces, todos ellos pasan por las manos de Ahad, un despiadado hombre rural que es encarnado a la perfección por Ahmet Mümtaz Taylan. Qué ironía ver el fantástico trabajo que hace con un personaje al que se acaba aborreciendo totalmente.

El director de fotografía Feza Çaldiran es el verdadero culpable de que nosotros, como testigos de esta situación, nos sintamos cada vez más enclaustrados en la oscura vida de Gaza. La deprimente atmósfera resulta contagiosa, asfixiando a cada momento, abusando de nuestra curiosidad. “Daha” destruye igual que crea esperanza, fulmina con una historia que, en verdad, es más real cada día. Una crítica social despiadada que busca comprensión, razonamiento y enjuiciamiento, es decir, entender lo que nos rodea, reflexionar sobre las causas que nos han llevado a ello y ser capaces de valorar y evaluar los daños que se desprenden. No es nada sencilla la labor que lleva a cabo Onur Saylak y mucho menos se conforma con la posibilidad de que, tras ver su ópera prima, miremos a otro lado.

Lo mejor: pese a que la narración se desarrolla pausadamente, da la sensación de que su segunda mitad discurre de forma vertiginosa, precipitándose con dinamismo hacia el final.

Lo peor: los amigos de Gaza pasan desapercibidos, a pesar de que juegan un rol muy importante en la recta final de la trama.


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