Es
indudable que “El Lobo de Wall Street” es una de las cintas más gamberras del
veterano cineasta Martin Scorsese. Tres horas de máximo desfase
pasado de rosca con excesos de todo tipo y una historia repleta de exuberancias
hasta el extremo. El afamado autor se embarcó en un trabajo de lo más intrépido
y chispeante, sobre el que reposa toda la comicidad en el personaje de Jordan Belfort
(Leonardo DiCaprio), un sobradamente carismático broker sin conciencia que llega a Wall
Street como una especie de huracán. Gracias a su descaro, se convierte en
multimillonario a través de un negocio fraudulento junto a su compañero Donnie (Jonah Hill).
El dinero le lleva a la locura de una vida de desenfreno, adicción a las
drogas, al alcohol y al sexo. El largometraje, basado en las memorias del
ex-corredor de bolsa Jordan Belfort, retrata no sólo su extraordinaria
subida a la cúspide y su enriquecimiento durante la década de los 80, trayectoria
que recogieron multitud de medios de comunicación, sino que, además y, como no
iba a ser menos, su estrepitosa caída directa a la realidad, que fue aún peor.
Sus
5 nominaciones a los Oscars en 2013, entre las que se incluye la de mejor
película y director, recompensaron, en parte, el esfuerzo de Scorsese
y DiCaprio,
quien puso todo su empeño para adjudicarse este proyecto tras varios años de
insistencia. Un dúo inseparable desde “Gangs of New York” en 2002, donde
realizaron una estupenda primera colaboración y que les ha llevado a seguir
aliándose hasta, incluso, conseguir concentrar al gran Robert De Niro y Brad Pitt
en el cortometraje “The Audition”, que se proyectará el próximo septiembre durante
la 72ª edición de la Mostra de Venecia.
En
esta ocasión, el elenco no puede ser más excepcional. DiCaprio se mete en la piel de un
hombre que parte de un mundo humilde propio de la clase obrera, pero que posee
unas aspiraciones que lleva a la práctica de inmediato. Su fascinación por los
negocios y el rápido aprendizaje del funcionamiento de la Bolsa provocan que en
poco tiempo se vea inaugurando su propia empresa, pero la avaricia y sus ansias
de poder le introducen en una vida caótica en la que todo lo que había
cosechado se le escapa de las manos tan vertiginosamente como en su día lo
alcanzó. Ególatra, sin valores morales ni escrúpulos y codicioso hasta límites
insospechados, logra llevar hasta el extremo el famoso “sueño americano”,
riéndose de las autoridades y de todos aquellos compañeros que no comprenden la
razón de su éxito. Y es que el dinero en grandes cantidades puede hacer cambiar
totalmente a las personas, por lo que Belfort comienza a coleccionar billetes porque sí,
porque le apetece y porque, sencillamente, con ellos puede hacer lo que le venga
en gana en cualquier momento, una libertad que parece no tener fin.
Efectivamente, y siendo sinceros, a más de uno le producirá cierta envidia el
hecho de que el protagonista tenga esa facilidad para tener todo lo que desea
entre sus manos, pero todo ese mundo idealista de alocadas fiestas, atractivas mujeres,
de desfases con las drogas, en el que cabe la posibilidad de comprar a cualquier
persona, termina yéndose a pique irremediablemente. Tal vez, DiCaprio
no consiguió el tan ansiado Oscar por esta brillante actuación, pero lo que sí es
cierto es que resulta impecable en su trabajo. Una trayectoria en la que
continúa con su labor de demostrar que sirve para cualquier papel que le pongan
sobre la mesa, más allá del típico guaperas hollywoodiense que, allá por 1996,
se embarcaba en la libre adaptación del clásico de William Shakespeare, “Romeo
+ Julieta” (Baz Luhrmann) o, un año después, el posterior
romance ya manido de la ingrata “Titanic” (James Cameron).
Por
detrás, Donnie,
su cómplice y mano derecha, es encarnado por la antigua imagen de Jonah Hill
tras su sorprendente pérdida de peso. Ambos actores despliegan una fantástica
química en pantalla, sobre todo, en los momentos de mayor comicidad que, por
supuesto, vienen protagonizados por ambos. Al elenco se suma un pequeño cameo, al principio de la cinta, del
actor del momento, Matthew McConaughey. Una especie de maestro para Befort,
que no duda en darle una serie de consejos para llegar a la cima, como drogarse
habitualmente o masturbarse un par de veces al día.
Con
tan controvertida historia, Scorsese prefiere que las críticas pasen
desapercibidas y dejar que el espectador haga sus propias valoraciones, que,
por cierto, resultan más que inevitables. Y es que, mientras que en los inicios
del largometraje disfrutamos con el frenesí del gamberrismo, el autor decide
dilatar más de hora y media este torbellino hasta el punto de que sintamos
repugnancia y hartazgo por tal extenuante vida.
El
afilado humor negro embriaga hasta arrastrarnos al interior de una trama que,
en ocasiones, se eterniza, pese a que la voz en off del protagonista otorga dinamismo acompañando a un metraje que
apenas deja respiro. El mexicano Rodrigo Prieto se encarga de la labor fotográfica
de forma refinada y siempre correctamente ambienta en la desenfrenada y
bursátil década de los 80. Por su parte, la banda sonora no podía ser menos,
con temas como el “Insane In The Brain”, de Cypress Hill, el siempre polémico “Baby
Got Back”, de Sir Mix-a-Lot,
“Ça Plane Pour Moi”, de Plastic Bertrand,
o “Everlong”,
de Foo Fighters,
entre otros muchos, aunque curiosamente destaca por encima de todos el popular “Gloria”,
de Umberto Tozzi,
que ambienta una de las escenas más sobresalientes a nivel técnico. Scorsese
explora su lado más divertido y salvaje con “El Lobo de Wall Street”
para, como siempre, presentarnos un trabajo impecable, pero realmente agotador.
Lo
mejor: el cameo realizado por el
verdadero Jordan
Belfort en la recta final del filme. La escena protagonizada por DiCaprio
y Hill
en la que acaban consumiendo, por desesperación, droga caducada, cuyos efectos
crean uno de los mejores momentos de la película. La actuación del actor
californiano, que, pese a no llevarse la codiciada estatuilla a casa, hace una
estupenda labor de interpretación.
Lo
peor: las 3 horas de duración pueden acabar con la paciencia de muchos
durante su primera mitad, en la que asistimos a fiesta tras fiesta de una forma
interminable.
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