Crecer es perderse una y otra vez, confundirse, tomar
decisiones erróneas y construirse a uno mismo con lo que se va aprendiendo día
a día. Muchos nos vemos a la deriva durante una determinada etapa de nuestra
vida, que suele ser cuando nos aproximamos a la edad adulta, pero lo importante es salir de
ella, de un abismo que siempre está al acecho, reconstruir los pedazos y encarar
el presente como buenamente se pueda. Precisamente por esto, por ser algo más
común de lo que pensamos, no es tan descabellado ver cómo el cine trata de
representar este tipo de cuestiones en los últimos tiempos, aderezada por todas
esas generaciones perdidas que tanto han nutrido superfluamente a los medios de
comunicación desde la crisis.
“Acid” es una más de ese inmenso montón. El director y actor
ruso Aleksandr Gorchilin profundiza en sí mismo para traer frente a nuestra
mirada la desorientación de su generación, una más que marcha a la deriva en la
construcción de su identidad. En esta búsqueda del sentido de la vida aparecen
Sasha (Filipp Avdeev) y Petya (Aleksandr Kuznetsov), dos amigos que comparten
fiestas, excesos, vicios, pero también inseguridades, miedos y traumas que poco
a poco acaban dominando su presente. Procedentes de familias desestructuradas,
han entrado en una etapa de nuevas experiencias en las que el sexo y las drogas
son los grandes protagonistas. Por un lado, la madre de Sasha (Aleksandra
Rebenok) acaba de llegar tras un gran tiempo de ausencia, un aspecto que su
hijo no puede perdonar y que muestra a través de la incomunicación. Esto le ha
llevado a rechazar el contacto, aunque busque cierta atención en mujeres
maduras, como en el caso de Ljubochka (Anastasiya Evgrafova). Sin embargo, todo
cambia cuando comienza a acercarse a la hija de ésta, una adolescente gimnasta
(Evgeniya Sheveleva) que, de repente, supone un mayor atractivo. Por su parte, Petya
permanece errante en su realidad. Tras haber vivido en casa de Sasha y de haber cometido un acto involutario, ahora se
ve obligado a moverse constantemente de un lado para otro con tal de no
regresar a su casa nunca más.
El ácido es uno de los grandes protagonistas de la trama.
Una simple pastilla que, al principio, los personajes consumen como parte de
las fiestas a las que asisten y que sirve de juego paranoico, llegando, incluso, a marcar un punto de inflexión con un hecho fatídico e inesperado. Sin embargo, esa
pequeña cápsula se transforma en una botella con un líquido peligroso. En las
manos de ambos cae dicho recipiente tarde o temprano y, curiosamente, en su presencia
adquiere una importancia que traspasa lo lúdico. El ácido consume, quema,
destruye y precisamente en ese simbólico instante se encuentran Sasha y Petya.
Los dos consumen su vida, se queman de forma arriesgada y acaban destruyéndose entre constantes
derivas que no llegan a ninguna parte. La incomunicación les impide explorar
verdaderamente sus sentimientos, enclaustrados bajo una máscara gracias a la
cual les hace simular ser unos jóvenes normales y corrientes.
Con un ritmo irregular, la trama se desliza entre los casi
100 minutos de metraje, en los que ese protagonista inerte e indirecto campa a sus anchas
para transmitir una fuerte metáfora psicológica que ninguno de los dos es capaz
de vocalizar. Gorchilin nos sitúa en un mundo más real de lo que a simple vista
cabe esperar, congelado por la identidad cultural rusa, pero, en definitiva, no
es más que una urbe alimentada por no lugares por los que los jóvenes transitan
sin rumbo. Marcados por la insatisfacción y la sensación de no saber qué hacer
nunca, Sasha y Petya tan sólo transitan por la vida entre constantes amenazas,
deseos finitos y ansias de terminar con esa desorientación que poseen muchos
otros y que, al final, acaba llevando a la destrucción, ya sea de uno mismo o de otros.
Muy destacable el descubrimiento de ambos actores. Kuznetsov
ha trabajado más en la ficción televisiva, con series que han gozado de cierta
popularidad a nivel nacional. Su carrera revela que, aun habiendo trabajado pocos años en la
industria, no ha tardado en adquirir protagónicos e, incluso, participar en
grandes producciones como “The Last Warrior” (“Skif”) (Rustam Mosafir, 2018).
No es la primera vez que coindice con Rebenok, puesto que ambos ya han
colaborado juntos en “Leto” (Kirill Serebrennikov, 2018), que recibió una gran
exposición internacional durante su recorrido por festivales como Cannes, en
donde se alzó con el premio a la mejor banda sonora; Göteborg, Hamburgo, o,
incluso, los Premios de Cine Europeo, en donde fue premiada por su diseño de
producción.
Gorchilin ha sabido acertar por completo con su elenco, pero
también con un trabajo fotográfico realmente atractivo, en donde la imagen se torna
lejana por su gelidez, mientras entra en contraste con los instantes en los que
el ácido se adueña de todo. Sin embargo, su tratamiento de la imagen es mucho más cuidado que la propia narración, que, en en más de una ocasión, cae sin rumbo fijo. Es cierto que “Acid” no es una obra maestra. Su
ritmo se pierde igual que sus protagonistas, al igual que los constantes bandazos
entre nuevos personajes que no terminan de aportar siquiera algo a la historia. No obstante, la ópera prima del cineasta apunta maneras, nos deja
expectantes a la espera de un nuevo material que pueda llegar a conquistar definitivamente al
público europeo.
Lo mejor: la presencia hipnótica del elemento que da título
a la obra y que contiene un significado especial.
Lo peor: las irregularidades en su desarrollo y la inserción
de personajes y acciones inexplicables que se convierten en innecesarios.
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