jueves, 18 de julio de 2019

CONSUMIR, QUEMAR, DESTRUIR (2018)


Crecer es perderse una y otra vez, confundirse, tomar decisiones erróneas y construirse a uno mismo con lo que se va aprendiendo día a día. Muchos nos vemos a la deriva durante una determinada etapa de nuestra vida, que suele ser cuando nos aproximamos a la edad adulta, pero lo importante es salir de ella, de un abismo que siempre está al acecho, reconstruir los pedazos y encarar el presente como buenamente se pueda. Precisamente por esto, por ser algo más común de lo que pensamos, no es tan descabellado ver cómo el cine trata de representar este tipo de cuestiones en los últimos tiempos, aderezada por todas esas generaciones perdidas que tanto han nutrido superfluamente a los medios de comunicación desde la crisis.

“Acid” es una más de ese inmenso montón. El director y actor ruso Aleksandr Gorchilin profundiza en sí mismo para traer frente a nuestra mirada la desorientación de su generación, una más que marcha a la deriva en la construcción de su identidad. En esta búsqueda del sentido de la vida aparecen Sasha (Filipp Avdeev) y Petya (Aleksandr Kuznetsov), dos amigos que comparten fiestas, excesos, vicios, pero también inseguridades, miedos y traumas que poco a poco acaban dominando su presente. Procedentes de familias desestructuradas, han entrado en una etapa de nuevas experiencias en las que el sexo y las drogas son los grandes protagonistas. Por un lado, la madre de Sasha (Aleksandra Rebenok) acaba de llegar tras un gran tiempo de ausencia, un aspecto que su hijo no puede perdonar y que muestra a través de la incomunicación. Esto le ha llevado a rechazar el contacto, aunque busque cierta atención en mujeres maduras, como en el caso de Ljubochka (Anastasiya Evgrafova). Sin embargo, todo cambia cuando comienza a acercarse a la hija de ésta, una adolescente gimnasta (Evgeniya Sheveleva) que, de repente, supone un mayor atractivo. Por su parte, Petya permanece errante en su realidad. Tras haber vivido en casa de Sasha y de haber cometido un acto involutario, ahora se ve obligado a moverse constantemente de un lado para otro con tal de no regresar a su casa nunca más.

El ácido es uno de los grandes protagonistas de la trama. Una simple pastilla que, al principio, los personajes consumen como parte de las fiestas a las que asisten y que sirve de juego paranoico, llegando, incluso, a marcar un punto de inflexión con un hecho fatídico e inesperado. Sin embargo, esa pequeña cápsula se transforma en una botella con un líquido peligroso. En las manos de ambos cae dicho recipiente tarde o temprano y, curiosamente, en su presencia adquiere una importancia que traspasa lo lúdico. El ácido consume, quema, destruye y precisamente en ese simbólico instante se encuentran Sasha y Petya. Los dos consumen su vida, se queman de forma arriesgada y acaban destruyéndose entre constantes derivas que no llegan a ninguna parte. La incomunicación les impide explorar verdaderamente sus sentimientos, enclaustrados bajo una máscara gracias a la cual les hace simular ser unos jóvenes normales y corrientes.

Con un ritmo irregular, la trama se desliza entre los casi 100 minutos de metraje, en los que ese protagonista inerte e indirecto campa a sus anchas para transmitir una fuerte metáfora psicológica que ninguno de los dos es capaz de vocalizar. Gorchilin nos sitúa en un mundo más real de lo que a simple vista cabe esperar, congelado por la identidad cultural rusa, pero, en definitiva, no es más que una urbe alimentada por no lugares por los que los jóvenes transitan sin rumbo. Marcados por la insatisfacción y la sensación de no saber qué hacer nunca, Sasha y Petya tan sólo transitan por la vida entre constantes amenazas, deseos finitos y ansias de terminar con esa desorientación que poseen muchos otros y que, al final, acaba llevando a la destrucción, ya sea de uno mismo o de otros.

Muy destacable el descubrimiento de ambos actores. Kuznetsov ha trabajado más en la ficción televisiva, con series que han gozado de cierta popularidad a nivel nacional. Su carrera revela que, aun habiendo trabajado pocos años en la industria, no ha tardado en adquirir protagónicos e, incluso, participar en grandes producciones como “The Last Warrior” (“Skif”) (Rustam Mosafir, 2018). No es la primera vez que coindice con Rebenok, puesto que ambos ya han colaborado juntos en “Leto” (Kirill Serebrennikov, 2018), que recibió una gran exposición internacional durante su recorrido por festivales como Cannes, en donde se alzó con el premio a la mejor banda sonora; Göteborg, Hamburgo, o, incluso, los Premios de Cine Europeo, en donde fue premiada por su diseño de producción.

Gorchilin ha sabido acertar por completo con su elenco, pero también con un trabajo fotográfico realmente atractivo, en donde la imagen se torna lejana por su gelidez, mientras entra en contraste con los instantes en los que el ácido se adueña de todo. Sin embargo, su tratamiento de la imagen es mucho más cuidado que la propia narración, que, en en más de una ocasión, cae sin rumbo fijo. Es cierto que “Acid” no es una obra maestra. Su ritmo se pierde igual que sus protagonistas, al igual que los constantes bandazos entre nuevos personajes que no terminan de aportar siquiera algo a la historia. No obstante, la ópera prima del cineasta apunta maneras, nos deja expectantes a la espera de un nuevo material que pueda llegar a conquistar definitivamente al público europeo.

Lo mejor: la presencia hipnótica del elemento que da título a la obra y que contiene un significado especial.

Lo peor: las irregularidades en su desarrollo y la inserción de personajes y acciones inexplicables que se convierten en innecesarios.


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