Desde los años 90, es bastante común encontrar obras
independientes en las que principalmente se trata la deriva que muchas veces
caracteriza tanto a nuestra sociedad actual. Ese retrato del mal-estar tan generalizado que rebusca en el existencialismo para desnudar y que obliga a confrontarse con uno mismo sin defensa alguna. Aún a día de hoy sigue siendo un
tema recurrente que despierta una inevitable empatía entre los espectadores y
que descubre realidades urbanas que, de alguna u otra manera, resultan
irremediablemente cercanas. A este tipo de narrativas, en las que todo parece evanescente entre no lugares e impedimentos para vivir, se suma el primer largometraje de
la directora, productora y guionista Cati González. “Ekaj”, proyectado en un
gran número de festivales, logró alzarse con varios premios principales que
funcionan a modo de sello de calidad cuanto menos. Pero, ¿quién es la persona
que da título a esta obra?
Ekaj (Jake Mestre) es un joven inocente y solitario, forzado
a vagar por las calles debido a que su padre no ha sido capaz de aceptar su
homosexualidad. Perdido entre la muchedumbre de Nueva York, es víctima de
múltiples infortunios hasta que conoce a Mecca (Badd Idea), con el que termina
compartiendo un cigarro. Su nueva amistad le protege, divierte, aconseja y apoya.
Es una persona especial entre todo lo que le rodea. Él le enseña a robar, a
prostituirse, a ser independiente, a mantenerse en una vida de constantes tropiezos. Ambos salen a
trabajar por la noche, mientras que, por el día, se cuelan en el piso del primo de
Mecca o buscan refugio entre extraños conocidos. Ekaj crece, descubre un amor
erróneo, un negocio para el que sirve, una nueva excusa para consumir drogas
que le hagan soportar su día a día. Sin embargo, la salud de Mecca se deteriora
demasiado rápido. El SIDA pretende interponerse entre lo más verdadero que
tiene Ekaj, su amistad con Mecca.
Demasiado fuerte para odiar, demasiado sensible para amar.
Entre sentimientos, el protagonista se encuentra en una perpetua deriva sin
final, perdido en una enorme ciudad como es Nueva York, a la sombra de aquellos
lugares tan simbólicos y turísticos que conocemos, vagando por calles siniestras, durmiendo
en un rincón sobre bolsas de basura, pasando el rato en un banco del parque
mientras se ve obligado a compartir un cigarro. Estamos ante un cuerpo errante,
obligado a deambular sin destino, pero que recorre la gran urbe como si
verdaderamente fuera un fantasma. Se han perdido las referencias sociales,
ideológicas y espacio-temporales en una desubicación entre lugares de tránsito
y tiempos inconcretos que emborronan unos límites engullidos por la oscuridad.
Y aunque Mecca siempre está a su lado, de repente aparece otro ser, un cuerpo estable, inesperado, que le arrastra a pasar
una tarde de charlas y bebidas. Un disfrute que le lleva a una agridulce
sonrisa, puesto que Ekaj no sabe muy bien qué debe hacer, qué debe ser. Para él
es normal que una pareja se comporte de forma psicótica al querer hasta la
locura, demostrando que aquello tan místico como es el amor, una vez
más, son puras fantasías.
Todo parece una ensoñación, pero es más real que nunca. Ekaj termina siendo un cuerpo esclavo de
vicios, de espirales, de derrumbamientos, de un pozo sin fondo y de su padre,
un hombre que nunca quiso quererle tal y como era, que le echaba en cara su
comportamiento y, en definitiva, su verdadero ser. El es consciente de los juegos
psicológicos que el “otro” hace, pero no puede evitar sentirse arrastrado por
una dependencia que es el resultado de la falta de cariño, comprensión,
de la necesidad de encontrar un sitio en este mundo, un sitio en sí mismo. Y de
repente llegan las heridas de guerra, aquellas que dejan un rastro tras unas
gafas de sol. La evidencia de que, otra vez, nada funciona. Desaparece la
pasión, la motivación y Ekaj queda colgado en un estado de ingravidez.
Jake Mestre es todo un descubrimiento en esta odisea.
Precisamente, Cati González, su descubridora, saca el máximo partido visual al
joven actor y modelo neoyorquino combinándolo con la desenvoltura tan fresca de
algunas de las conversaciones que comparte, especialmente, con Mecca. Su imagen
andrógina juega a su favor, mostrando la fragilidad de su personaje frente a la
rudeza y fortaleza de ciertas miradas. Igualmente destaca la expresividad de su cuerpo, que toma protagonismo en algunas escenas. Cati
González inyecta su vocación como fotógrafa de moda en la propia obra,
incorporando fragmentos más contemplativos en los que Mestre simplemente posa.
Un pequeño lastre que, en un inicio, aportan viveza y ritmo a la narración,
mientras que, a mitad de su desarrollo, generan una sensación de excesiva
redundancia que sólo acaba funcionando en su recta final gracias a las últimas
reflexiones del protagonista. Es en ese clímax cuando el presente se convierte
rápidamente en pasado, pero no uno cualquiera, sino en un parásito que extrae
la energía de Ekaj en forma de traumas, pesadillas, malos recuerdos que le
empujan a una espiral aún más profunda.
La cámara, siempre titubeante, parece perder el ritmo y el
objetivo en algunos momentos puntuales, desenfocando sin medida y moviéndose excesivamente ágil sin
sentido. Aunque el uso de la cámara en mano durante todo el metraje resulta
innecesario, al menos facilita la inmersión en una historia con aires de
documental. Es cierto que, a nivel técnico se produce un crecimiento muy apreciable. Después de 80 minutos de metraje, “Ekaj” ya no parece la misma película del principio, pero su protagonista tampoco. Aquel joven que entró
en un estado de no realización, que se cubría con una máscara invisible entre
encuentros casuales. Ahora está más perdido que nunca dentro de una vivencia en
los bordes, de un estado flotante que nunca se sumerge en el agua. Es entonces
cuando sólo queda reflexionar junto a él: ¿de quién es la culpa?, ¿del otro?,
¿de los demás?, ¿de Ekaj?, ¿de la sociedad?, ¿realmente mereció la pena?
Lo mejor: Sí, al menos merece la pena sumergirse en la ópera prima de
Cati González, en un drama social que toca diversas cuestiones reales,
homosexualidad, prostitución, supervivencia, amistades, amores sin amor...
Lo peor: la irregularidad en su trama, marcada por instantes
puramente contemplativos que no terminan de aportar nada.
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