El director, guionista y compositor israelí Ari Folman llamó la atención en 2008 con "Vals con Bashir", por la que obtuvo un Globo de Oro a mejor película de habla no inglesa, aunque en los Oscars sólo pudiera conformarse con la nominación. Esta entrada por la puerta grande al panorama del cine mundial fue gracias a esa peculiar fusión de géneros cinematográficos, que convierte a sus obras en llamativos híbridos en los que el documental, la animación, la denuncia política y el ensayo autobiográfico se combinan con maestría en lo que ya supone una parte muy importante de su autoría. Es cierto que no es la primera cinta que utiliza técnicas realidad/animación y, obviamente, tampoco será la última, pues este tipo de contrastes siempre captan la atención del espectador.
Cinco años después de este claro triunfo, nos haría llegar su siguiente cinta, la coproducción franco-israelí "El Congreso". Dos horas de metraje que se inician con la actriz Robin
Wright interpretándose a sí misma. Ante nosotros aparece llorando, siendo prácticamente maltratada de forma verbal por su agente Al (Harvey Keitel) en una escena que define parte de su personalidad, esa inestabilidad emocional en la que veremos a la aztriz desenvolverse. La falta de dinero le ha llevado a firmar un acuerdo con los estudios para realizar una copia de sí misma con el fin de que su cuerpo sea utilizado para su explotación. Transcurridos 20 años, en su regreso a los escenarios, será invitada a un congreso en donde la realidad se ha convertido en irrealidad con la presentación de una nueva tecnología. En el plano personal, Wright posee una vida privada alejada del estrellato, con una hija adolescente, Sarah (Sami Gayle) y un hijo, Aaron (Kodi Smit-McPhee), que posee un extraño síndrome diagnosticado por el doctor Barker (Paul Giamatti) por el que, poco a poco y sin remedio, el joven pierde visión y audición.
Folman realiza una adaptación sobradamente elegante, pero que, a pesar de partir de la alegoría presentada por la novela de Stanislaw Lem, "El Congreso de Futurología"; difiere, matiza y aporta su propio punto de vista. Por un lado, nos encontramos con una narración enriquecida y actualizada, mientras que, por otro, se dejan sobre la mesa una gran cantidad de cuestiones que hubiera sido interesante tratar y explorar, críticas directas que miran de frente y sin contemplaciones. A pesar de esta ausencia, el futuro se presenta bajo la pesimista mirada de un tiempo que no parece muy
lejano y que puede llegar a recordar al emblemático imaginario de "The Matrix" (Andy y Lana Wachowski, 1999-2003).
La imagen real y la animación tradicional se fusionan para crear dos realidades al mismo tiempo, un esencial mecanismo que logra poner en marcha la historia. Dentro de tanta dualidad, el espectador se sumerge en una extraña alucinación que, en cierta manera, llega a ser familiar. Las claras influencias de las que goza la obra facilitan una inmersión plena, al menos, en su primera mitad. Siete estudios diferentes se encargaron de aportar su propio toque en el ámbito de la animación. La estética del célebre maestro de la animación japonesa, Hayao Miyazaki, el característico estilo del animador Grim Natwick o el sello autoral del historietista Elzie Crisler Segar se pueden encontrar a simple vista entre otros muchos. Mientras que, por otro lado, en una revisión más profunda, bien pudiera apreciarse algunos elementos narrativos más clásicos que el séptimo arte siempre ha perseguido. Sin embargo, frente a todo este derroche cinéfilo del que uno se percata en un inicio, la cinta se convierte en un caos dentro de su exceso en la segunda hora de metraje. La hibridación de su historia termina siendo un viaje por reuniones y convenciones, violencia y conflictos armados, sexo, muerte, experiencias únicas y espirituales, tecnología, curiosos silencios, etc.
El director de fotografía polaco Michal Englert se hace cargo de una gran responsabilidad, puesto que, como cabe suponer, el apartado técnico posee un alto porcentaje en el éxito de la película. La elegancia visual de la que se hace gala nos atrapa desde el primer instante entre imágenes sobrecargadas al más puro estilo barroco, otras cercanas a un paraíso idealizado y aquellas que suponen una explosión de atractivos y vigorosos colores que, a veces, raptan nuestra mirada sin tener en cuenta que, delante de nosotros, se encuentran los principales personajes. Estos toques tan revitalizantes suponen un paso adelante de lo más valiente ante la frágil distorsión de quienes desfilan en la pantalla. Un curioso revés de lo más agradable que sirve de escenario para la gran evolución a la que se enfrentan los personajes.
La imagen real y la animación tradicional se fusionan para crear dos realidades al mismo tiempo, un esencial mecanismo que logra poner en marcha la historia. Dentro de tanta dualidad, el espectador se sumerge en una extraña alucinación que, en cierta manera, llega a ser familiar. Las claras influencias de las que goza la obra facilitan una inmersión plena, al menos, en su primera mitad. Siete estudios diferentes se encargaron de aportar su propio toque en el ámbito de la animación. La estética del célebre maestro de la animación japonesa, Hayao Miyazaki, el característico estilo del animador Grim Natwick o el sello autoral del historietista Elzie Crisler Segar se pueden encontrar a simple vista entre otros muchos. Mientras que, por otro lado, en una revisión más profunda, bien pudiera apreciarse algunos elementos narrativos más clásicos que el séptimo arte siempre ha perseguido. Sin embargo, frente a todo este derroche cinéfilo del que uno se percata en un inicio, la cinta se convierte en un caos dentro de su exceso en la segunda hora de metraje. La hibridación de su historia termina siendo un viaje por reuniones y convenciones, violencia y conflictos armados, sexo, muerte, experiencias únicas y espirituales, tecnología, curiosos silencios, etc.
El director de fotografía polaco Michal Englert se hace cargo de una gran responsabilidad, puesto que, como cabe suponer, el apartado técnico posee un alto porcentaje en el éxito de la película. La elegancia visual de la que se hace gala nos atrapa desde el primer instante entre imágenes sobrecargadas al más puro estilo barroco, otras cercanas a un paraíso idealizado y aquellas que suponen una explosión de atractivos y vigorosos colores que, a veces, raptan nuestra mirada sin tener en cuenta que, delante de nosotros, se encuentran los principales personajes. Estos toques tan revitalizantes suponen un paso adelante de lo más valiente ante la frágil distorsión de quienes desfilan en la pantalla. Un curioso revés de lo más agradable que sirve de escenario para la gran evolución a la que se enfrentan los personajes.
Folman parece confiarse ante tal derroche, sucumbiendo a ello en lugar de frenar el impulso y desmejorando una cinta que bien pudiera haber sido única. Pese a la fascinante experiencia que supone visualizar un ambicioso proyecto de estas características como es "El Congreso", es fácil perderse entre sus alardes, entre un caos futurista que se sumerge en reflexiones morales o, peor aún, en una tendencia melodramática por momentos innecesaria. A pesar de ello, la obra de Folman no gozó de la popularidad que debería haber despertado, aun logrando el premio de la crítica en el Festival de Sitges o un galardón a mejor largometraje de animación en los Premios de Cine Europeo de 2013.
Lo mejor: Robin Wright, Harvey Keitel y Paul Giamatti realizan un magnífico trabajo. La narración desprende una dura crítica a la industria hollywoodiense, especialmente en la forma en la que devora a todo aquél que llega para cumplir sus sueños.
Lo peor: su desarrollo se debilita poco a poco a lo largo de sus dos horas de metraje.
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