Primero fue “La Colorina” (2008), un documental biográfico
sobre la poetisa Stella Díaz Varín, pero el director y guionista chileno
Fernando Guzzoni no tardó en rendirse a los encantos de la ficción. Su primer largometraje, “Carne de Perro” (2012), entró directamente en el circuito
de festivales internacionales como el de La Habana, en donde se alzó con el
tercer premio Coral a la mejor ópera prima; o el de San Sebastián, en el que
obtuvo el galardón como Nuevo Director. Cuatro años transcurrieron hasta
presentar su segundo trabajo, “Jesús”, que repitió estancia en estos mismos
certámenes, aunque no con tan buena suerte en lo que a reconocimiento se
refiere. No obstante, y pese a ello, es imposible permanecer indiferente ante
una historia que refleja lo más oscuro de las jóvenes generaciones de su país.
Basada en el trágico suceso acontecido en 2012, en el que un
joven homosexual de 24 años fue asesinado a manos de un grupo de neonazis; la trama
presenta a Jesús (Nicolás Durán), un adolescente que disfruta bailando música
pop coreana con su grupo de amigos. El alcohol, las drogas, el sexo descontrolado y la propia
violencia mostrada a través de los medios de comunicación hacen estragos en un
chico incapaz de dominar la situación que le rodea. Con un padre, Héctor
(Alejandro Goic), prácticamente ausente, Jesús se deja dominar por las noches
de excesos, por las risas crueles, las peleas incomprensibles y, en definitiva, por una libertad mal jugada e interpretada hasta que tanto abuso provoca que se encuentre entre la espada y la pared con el único apoyo de
su progenitor.
Cualquier tipo de moralidad queda olvidada en lo más oscuro
y bajo llave ante una serie de desgracias encadenadas en las que ya no sirve el
arrepentimiento. No existen los valores ni hay cabida a la esperanza en un
contexto perdido en el que Jesús sólo puede ver cómo se derrumban los castillos
de diversión que había construido. En un presente agonizante para el que no
existe pasado ni futuro, la narración comienza un tanto débil, pero se mantiene a paso lento y erguido
hasta alcanzar un clímax inesperado que transcurre en la lejanía, en pleno
bosque y sobre una carretera solitaria. Jesús es un ejemplo
más de esos jóvenes despreocupados con su entorno, con sus iguales, ajenos a la
memoria histórica, a la desgarradora realidad y especialmente abandonados de sí
mismos. La constante incomunicación entre padre e hijo, entre amigos,
posibilita un contexto aún más depravado de lo esperado, pero el vacío es más poderoso y dominante en cada uno de los personajes.
En un primer momento, se perciben reminiscencias de autores
independientes como Larry Clark y su diagnóstico generacional tan persistente
en el que precisamente no tenía lugar la ética ni los ideales, pero un giro transforma el drama en una historia con toques de suspense y vestigios de cine social en la
que no parece haber salida. La cámara de Guzzoni es la sombra de Jesús, del
sinsentido que le rodea, de sus estados de ánimo y sus irresponsables acciones, formando parte de la vida del personaje
con asombrosa naturalidad, mientras que con Héctor todo se congela, la imagen
se vuelve estática, fría y técnicamente impoluta. La sobresaliente
interpretación de Durán logra llevar todo el peso de la trama a lo largo de
los 85 minutos de metraje. El actor, que apenas posee unos pocos trabajos
cinematográficos en su trayectoria, deja su piel en un papel de gran
complejidad por su inestabilidad emocional acompañado por el veterano Alejandro Goic, mucho
más templado en su labor, pero no por ello falto de compromiso en su prácticamente
desgarrador tramo final.
Imágenes de gran dureza y crueldad quedan retratadas con
gran destreza y temple en una especie de ensoñación siniestra bañada por la
fotografía de la directora Bárbara Álvarez, que enfrían aún más la furia
visceral de los personajes. La fuerte espiral a la que son empujados sin
resistencia alguna navega en una exquisita atmósfera tétrica, gélida, que desemboca
en una estampa desfigurada y aún más brutal si cabe. Ahí es donde surgen
preguntas incómodas, reflexiones tardías y una realidad que, en la lejanía, se
repite con demasiada frecuencia. “Jesús” representa una sociedad en constante
involución, inhumana, inconsciente y tristemente irrefrenable. Guzzoni maneja
con total libertad una inteligente y arriesgada película, que deja un obligado rastro para
un espectador testigo de los sinsabores de la vida, de las injusticias, de las
heridas aún abiertas, de las culpas y los castigos, pero también de las
calamidades de la violencia, de las víctimas y verdugos que cada día transitan
en una sociedad cada vez más absorta en su propio egoísmo.
Lo mejor: el retrato de una realidad en plena actualidad.
Lo peor: ciertas escenas en la primera mitad de la cinta, que restan dinamismo a su
despegue narrativo.
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