La muerte sigue siendo una de las mayores incógnitas a las
que debe enfrentarse el ser humano. Independientemente de cómo sea plasmada a
nivel científico o religioso, esta cuestión siempre ha estado presente en las
artes y cada autor tiene su punto de vista a la eterna pregunta, ¿qué hay
después de la muerte? El aclamado director y guionista japonés Hirokazu
Kore-eda es uno de esos cineastas que son capaces de arriesgar y mirar más allá
de lo que a simple vista se nos presenta. Considerado prácticamente un poeta
cinematográfico, su inquietud por ver la esencia de sus personajes, el interior
de su alma, le ha llevado a ser uno de los cineastas más indispensables no sólo
del séptimo arte nipón, sino también del este asiático. Con un gusto exquisito
a la hora de expresar la intimidad del hombre, aun en su vertiente más cruel,
Kore-eda realizó una de las obras más indispensables en su filmografía, “After
Life” (“Wandafuru Raifu”), a través de la cual lanza una simple pregunta al
espectador: ¿qué único recuerdo de tu vida te llevarías al cielo?
En la cinta, se plantea la existencia del cielo, ese “más
allá” que al que supuestamente nos desplazamos tras haber conocido la muerte, pero antes de disfrutar de esta estancia,
todos deben pasar por una especie de “limbo” en el que cada alma es
entrevistada por los guías durante tres días. El recién llegado debe reflexionar sobre
su vida, examinar los instantes más importantes y escoger un único
recuerdo que desee llevarse a su eterno descanso. Una vez tomada la decisión, estos guías se encargan de grabarlo en forma
de una película para que el fallecido pueda revisionarla en todo momento. Las dudas, los fallos de
memoria y la indecisión inundan la ardua tarea de tener que seleccionar un solo
un capítulo de su estancia en la tierra.
“After Life” es un perfecto ejemplo de metacine, de homenaje, y, a la vez, un
ejercicio asombroso que combina audazmente emotividad y humanidad. Es fácil deleitarse con la magnífica precisión que maneja Kore-eda gracias al pausado ritmo con el que se desarrolla la trama, la cual intenta
deslizarse con gran sensibilidad y una sobriedad clásica a partir de diálogos
concisos y sumamente agudos. Su delicado e inteligente planteamiento no pierde
ni un ápice de originalidad a lo largo de las casi dos horas de metraje, en las
que el autor explora con delicadeza cuestiones que siempre han girado en torno
al ser humano. La soledad, la vida, la muerte, los sentimientos, los recuerdos
y, sobre todo, la importancia de los pequeños detalles son el motor de la película. Algo que en teoría se
presupone y que, en cambio, se olvida tan fácilmente, queda recogido a nivel
simbólico con gran fuerza, provocando un examen de conciencia y aportando
cierto punto terrenal a una historia que no deja de ser fantástica. Ese “más
allá” de lo que pueden captar nuestros sentidos, nos lleva a emprender un viaje
de fuertes sensaciones y sentimientos, retratado como pocos cineastas se han
atrevido a hacer. El director despliega tal maestría a la hora de manejar los hilos de la emoción
que aporta una estupenda solidez narrativa y, asombrosamente, una indudable
coherencia.
El frágil hilo de la vida de sus personajes les lleva a
detenerse no sólo en los momentos más cruciales de su existencia, sino que, de
forma inesperada, algunos de ellos recuerdan con mayor cariño instantes que,
aparentemente, parecen ser insignificantes y que, en cambio, les ha aportado
una mayor felicidad. Pero, ¿cuál es el valor de la vida?, ¿por qué los pequeños
detalles cobran una mayor relevancia? Kore-eda nos obliga a reflexionar, a
cuestionarnos constantemente y sin darnos cuenta. Puede que detrás de esas
vivencias se esconda un significado sentimental comprensible, pero, sea lo que
fuere, sus elecciones atrapan nuestra atención, sus creativas reacciones nos
mantienen expectantes a lo largo del desarrollo de la trama, que, ya de por sí,
posee una intensidad espectacular, la cual desemboca en un clímax de gran carga
dramática. Con cierta distancia, destaca Arata Iura, uno de los actores que forma parte y es testigo de la exitosa trayectoria de Kore-eda y que formaría parte también de las
historias de “Distance” (2001), “Air Doll” (2009) o, con menor protagonismo, en
“De Tal Padre, Tal Hijo” (2013).
Es curioso cómo el autor nos acerca a unos personajes que,
en el fondo, son totalmente anónimos. Su lento acercamiento a cada una de sus
experiencias a través de las entrevistas, respira una gran espontaneidad y
naturalidad. Sus dudas son las mismas que las nuestras, haciendo irremediable
una conexión personaje-espectador forjada por la empatía y el evidente carisma
que despierta cada uno de ellos. El autor se detiene en sus pensamientos,
mientras esparce su magia entre los austeros rincones del decorado, que emulan
los interiores de una especie de edificio abandonado. Con la cámara en mano,
uno tras otro desfilan ante ella, dando más valor a las declaraciones y no tanto a
sus protagonistas.
Por entonces, el director de fotografía Yutaka Yamazaki se estrenaba con
Kore-eda, junto al que ha trabajado en diversas ocasiones más, como en
“Distance” (2001), la inigualable “Nadie Sabe” (2004), “Hana” (2006), “Still
Walking” (2008) o “Milagro” (2011). A su vez, el compositor Yasuhiro Kasamatsu
se encarga de una banda sonora algo sobrio y, sobre todo, escasa, pero siempre en su justa medida,
intensificando el dramatismo que ya de por sí contiene una trama de esta magnitud.
“After Life” sigue siendo una de las obras más importantes de la filmografía
del autor, precisamente por esa emotividad que despliega, prestando mayor
atención al fondo en lugar de la forma. Una inolvidable pieza más realista de
lo que jamás se hubiera pensado, que nos obliga a reflexionar y a darnos cuenta
de nuestros errores.
Lo mejor: se trata de una de las cintas más indispensables
del cine japonés contemporáneo.
Lo peor: es un gran toque de atención para el espectador y, cuando esto sucede, deja un poso reflexivo bastante duro, pero necesario.
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