Es obvio que “Ocho Apellidos Vascos” (2014), del director español Emilio Martínez-Lázaro, ya forma parte de la historia de España y cómo no aprovechar tal éxito para realizar una secuela. Así se anunció tras las impresionantes cifras que obtuvo en taquilla y tan sólo tuvimos que esperar poco más de año y medio para disfrutar de “Ocho Apellidos Catalanes”, con la que el cineasta trató de alcanzar las grandes expectativas por parte de los medios de comunicación y de un público que se entregó por completo con el primer largometraje.
La cinta vio la luz entre la polémica sembrada por los intentos de independencia de Cataluña y, ante esto, cómo no utilizarlo de escenario principal para desarrollar la mayor parte de la trama. Un año después del final de la primera parte, Amaia (Clara Lago) y Rafa (Dani Rovira) han terminado con su relación y han puesto tierra de por medio. Mientras él ha regresado a sus orígenes en Sevilla, ella se marchó a Girona, donde conoció a Pau (Berto Romero), su prometido. Cuando Koldo (Karra Elejalde) llega a la costa, una enfadada Merche (Carmen Machi) le recibe para darle la gran noticia, por lo que decide navegar hasta el sur para ver a Rafa y contarle los planes de Amaia. Sin pensárselo dos veces, los dos hacen las maletas para poner rumbo a la boda y tratar de impedir que se celebre. Allí, conocerán a la abuela de Pau, Roser (Rosa María Sardá), que piensa que Cataluña ya es un estado independiente, y a Judit (Belén Cuesta), la organizadora del banquete.
El guion de Borja Cobeaga y Diego San José hace mayor hincapié en el romance por encima de la comicidad, repitiendo una fórmula que hemos visto hasta la saciedad y con la que se pierde ese toque fresco y original del que partía su anterior obra. Los enredos amorosos se quedan en un simple intento que se esfuma a los pocos minutos y los elementos sorpresivos brillan por su ausencia. Se resta importancia a los gags que conquistaron al espectador en “Ocho Apellidos Vascos”, a excepción de algún que otro momento hilarante que nos arranca unas cuantas sonrisas, pero no una carcajada. Su ritmo pierde agilidad por el camino y es que su arranque promete, pero, según transcurre el metraje, el desarrollo de la trama cada vez deja más que desear. Sin embargo, y pese al intento fallido, la película cumple con su principal objetivo, que es entretener, aunque lo logre a duras penas.
Con este regreso, también vemos en pantalla a Dani Rovira, que eclipsó en su primera actuación y que, en cambio, en esta se mantiene a la sombra de un elocuente y carismático Karra Elejalde, protagonista de los instantes más divertidos del largometraje. Por su parte, Lago vuelve a realizar un trabajo al mismo nivel, sin grandes novedades y teniendo que soportar, de nuevo, los jocosos comentarios causados por su flequillo. Por el contrario, Machi ve reducidas sus intervenciones, aunque la relación que tiene su personaje con Koldo toma un primer plano. Por último, Alfonso Suárez y Alberto López, los famosos amigos sevillanos de Rafa, quedan relegados a un par de anécdotas sin importancia.
Los nuevos rostros dotan de cierta soltura al metraje, pero no terminan de desplegar toda la profundidad que podrían haber tenido. Precisamente, ese es el caso de Pau, un hipster bastante insulso y sin apenas registros. Berto Romero se ve enclaustrado en un papel que podría haber aportado más dosis de humor si se hubiera explotado más intensamente. Con el transcurso del tiempo, se puede apreciar cierta falta de credibilidad en él a causa de la exageración en sus acciones y vamos perdiendo todo el interés que podría haber recibido si se hubiera trabajado más en él. Inesperadamente desaprovechada también se encuentra la veterana actriz Rosa María Sardá, que suponía el punto fuerte del nuevo reparto actoral. Sus diálogos no acompañan el desparpajo y la energía que posee, pero, al menos, se la ve disfrutar en un papel que estaba irremediablemente hecho para ella. Curiosamente, entre abuela y nieto destaca un guiño demasiado evidente a la película alemana “Good Bye, Lenin!” (Wolfgang Becker, 2003), ya que Pau hace creer a Roser que Cataluña obtuvo la independencia hace tiempo y, por encima de todo, está el bienestar de ella y de no descubrir su mentira para que no se lleve ningún disgusto. En última instancia, Belén Cuesta guarda una pequeña sorpresa que logra, en cierta manera, enternecer, pero que a la que se quita importancia y atención durante casi los restantes minutos de metraje.
La labor fotográfica, al menos, sí consigue mantenerse al mismo nivel que su antecesora. Rodada, en su mayoría, en exteriores, se explota a la perfección el espléndido paisaje que esconden las zonas rurales de la región. Su tratamiento recoge el especial encanto que guardan la pequeña villa y los alrededores de la comarca del Ampurdán y la espectacularidad de una Masía del siglo XII.
“Ocho Apellidos Catalanes” no cumple con las expectativas formadas no sólo con su primera parte, sino también gracias al bombardeo publicitario. Hilarante en momentos muy puntuales y entretenida en general, la producción pierde fuelle en su evolución. Tal vez, hayan sido las ansias de no perder ese filón que propulsó “Ocho Apellidos Vascos” y las prisas con las que se ha trabajado, pero lo que sí es cierto es que su idea, su esencia, sigue siendo original y necesaria. Puede que la parodia ante las diferencias y la falta de comunicación solucionen las últimas problemáticas del país. ¿Quién sabe?
Lo mejor: algunos gags captan nuestra atención dejando poso para unos cuantos días más. El carisma que despliega Elejalde ante la pantalla.
Lo peor: Sardá y Romero son totalmente desaprovechados. La primacía del romance frente a la comedia. La cuestión de la independencia catalana podría haber dado mucho más juego.
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