Las cintas de VHS, las primeras videocámaras digitales,
los videoclubs, la primera Playstation o la Súper Nintendo, el “Street Fighter”, el discman,
el casette recalentado dentro de la radio del coche, el grunge, el brit pop… los 90. Vivimos en
tiempos de nostalgia, de ver que las películas con las que crecimos se han convertido en
“clásicos”. Muchos nos negamos a volver a ver aquellas cintas caseras que
grabábamos con la pesada cámara de nuestros padres. Quizás ya ha pasado
demasiado tiempo o no ha llegado el momento adecuado para revivir el pasado.
Sin embargo, para Max (Max Boublil) sí es la hora. Aún conserva una cantidad
ingente de cintas de VHS en donde guarda las memorias de cada año desde una
temprana edad. De hecho, a los 13 años, sus padres le regalaron una cámara
último modelo y, desde entonces, no se ha separado de ella. Más de dos
décadas después, puede revivir sus mejores momentos y encontrar el sentido de
su existencia.
Una vez que nos adentramos en sus grabaciones, vemos a un
adolescente Max (Mathias Barthélémy) junto a sus mejores amigos, Mathias (Jules
Porier) y Arnaud (Thomas Aprahamian) y cómo conocieron a Olivia (Marie
Narbonne) y Emma (Camille Richeux), la chica a la que jamás le había confesado
sus sentimientos. ¡Cómo es la vida! Tantos años juntos y nunca había sentido la
necesidad de explicar nada ni de mostrar sus emociones. Los bonitos recuerdos a
veces se ensombrecen con algunos episodios que le han marcado para siempre,
pero al menos quedan las bromas, las risas, las fiestas, su viaje a Barcelona,
que marcaría un punto de inflexión en su juventud; las borracheras, las drogas,
la música, las parejas, los compromisos, etc. En todo este tiempo han sucedido
demasiadas cosas como para recordar cada detalle y, sin embargo, todo ha
quedado registrado en cintas para que un día Max pudiera revivir todo aquellos emblemáticos instantes.
El director y guionista francés Anthony Marciano construye
su tercer largometraje por medio de un simple collage. “Play” es eso, es una
composición de piezas de vida, un mecanismo perfectamente ensamblado en orden
cronológico para comprender qué es lo que va a suceder en su clímax, cuál es la
decisión que un Max ya adulto debe tomar para encarrilar su vida. Han sido
muchos errores, mucha despreocupación y, bajo todo ello, la estúpida idea que
todos tenemos cuando las cosas marchan bien y estamos disfrutando del momento: todo seguirá
igual. Cuando somos jóvenes caemos en ese tipo de engaños, pero, en realidad, el
paso de los años nos distancia a todos irremediablemente. Las
responsabilidades, las familias, los enfados, las mentiras, cualquier variable
puede distanciarnos de esa felicidad.
“Play” tiene ese encanto. Su sencillez carga con nuestra
nostalgia, con la empatía de quien vivió situaciones similares, escuchó a
Nirvana en su cuarto en plena etapa de rebeldía o convirtió “Wonderwall” de
Oasis en su himno durante, al menos, una época muy concreta. Observar cómo
transcurre la vida de Max nos permite también realizar un ejercicio de
introspección y darnos cuenta de que, de una manera u otra, casi todos hemos
experimentado sensaciones similares. Quién no ha perdido oportunidades por su
inseguridad, quién no pensaba que “controlaba” cuando en realidad no era así,
quién no ha dedicado una noche a simplemente reír a carcajadas con sus amigos.
En ese aspecto, Marciano lo tiene fácil, aunque su público quede algo más
reducido de lo normal. En clave de comedia romántica, la empatía a la que apela
sale a flote desde el primer minuto y no permite que nos distanciemos de esta
historia en los poco más de 105 minutos que dura el metraje.
Mientras todo se desencadena como ya esperábamos, nos
embarga esa extraña sensación de irrealidad y desencanto. Después de todo lo
que hemos vivido con Max, tal vez hubiera sido más acertado reflejar una
realidad más próxima. Pero, a pesar de ello, ya es tarde. La obra de Marciano ha surtido el
efecto deseado, nos ha hecho disfrutar e involucrarnos al máximo. Parte de la
culpa reside en su extenso elenco, el cual interpreta a cuatro amigos
aparentemente inseparables desde los 13 años hasta bien cumplida la treintena. Mathias
Barthélémy, Alexandre Desrousseaux y Max Boublil se encargan de encarnar al
protagonista, su evolución psicológica, pero también una esencia que permanece
siempre intacta. Max es un bromista, es el ojo que todo lo ve, el testigo de
las andanzas de sus aliados. Camille Richeux y Alice Isaaz hacen lo propio con
un personaje clave en la historia de Max, Emma, una chica divertida y atrevida
que se convierte en su mejor amiga prácticamente desde el primer día que se
conocieron. Por su parte, Jules Porier, Gabriel Caballero y Malik Zidi toman el
papel del más rebelde de todos, Mathias, un joven más preocupado por las
apariencias, que por ser él mismo; y Thomas Aprahamian, Gabriel Brunet y Arthur
Périer aportan ese aire bohemio y retraído que tanto caracteriza a Arnaud. Sin duda, se trata de un casting de lo más acertado que nos facilita observar la evolución del tiempo sin desentonar.
El director de fotografía Jean-Paul Agostini nos regala esos
detalles analógicos que embellecen a la imagen cuando antes solíamos detestar
por su falta de calidad. ¡Quién lo diría! A su labor de suma una selección más
que excelente del repertorio musical más emblemático de los 90 y la década de
los 2000. Además de Nirvana y Oasis, en “Play” suenan Blink 182, el famoso hit
de Spin Doctors, “Two Princess”; Jamiroquai, Weezer, Lenny Kravitz, Slipknot,
Gnarls Barkley, M83, Pixies, Alanis Morissette y un largo etcétera. Y con esta
tentadora banda sonora, “Play”, que desfiló nada menos que por el Festival de San Sebastián, supone un
desafío a nuestras emociones y recuerdos. La tercera obra de Anthony Marciano
se distancia de sus predecesoras, las comedias “Les Gamins” (2013) y “Robin des
Bois, la véritable histoire” (2015) para adentrarnos en un metraje más
simbólico, repleto de grandes momentos y carcajadas que se contagian sin
querer.
Lo mejor: volver a recordar a través de la vida de otros. Su
banda sonora nos ameniza enormemente nuestra cita con “Play”.
Lo peor: su desenlace, encadenado a los códigos más clásicos
del género.
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