"Ghost Dog: el Camino del Samurái" es otra de las siempre peculiares producciones del cineasta independiente Jim Jarmusch, uno de los autores contemporáneos más importantes en cuanto a cine de autor se refiere. Sin embargo, está claro que el inigualable director estadounidense nos ha permitido grabar en nuestras retinas obras mucho más señaladas, como los encuentros de "Coffee and Cigarettes" (2003), el vampirismo de "Sólo los Amantes Sobreviven" (2013), la irreverente biografía documental de Iggy Pop "Gimme Danger" (2016) o, incluso, el arte de la poesía en "Paterson" (2016).
Al igual que había hecho en “Dead Man” (1995), Jarmusch retoca un género clásico en su película, aunque en este caso, da un paso más allá y se arriesga con dos: el cine de samuráis y el de mafiosos. Sin embargo, es bien cierto que el largometraje carga más su peso sobre uno de ellos, pues el mundo ficticio de los samuráis está mas presente de una manera implícita a través del personaje central y de las numerosas referencias indirectas que a él se hacen, mientras que los tópicos del cine de mafias son los que más o menos hacen que la historia se desarrolle y tome fuerza. La misma es la siguiente: un asesino afroamericano y firme creyente del código y la filosofía samurái (hagakure), llamado Ghost Dog (Forest Whitaker), es el encargado de “sacar la basura” de Louie (John Tormey), un mafioso de segunda atrapado en la red de lealtades que supone el código de la familia, con la que no necesariamente coincide en algunas de sus decisiones. A raíz de uno de estos asesinatos con los que él está en desacuerdo, Ghost Dog expone su cara a la hija del jefe de Louie, lo que acaba provocando que ahora el asesino sea el objetivo.
No obstante, aunque la narración es interesante en sí, lo que realmente mueve la cinta son
los protagonistas, las relaciones entre ellos y con el mundo que les rodea.
Ghost Dog es el habitual personaje antisocial de muchos de los trabajos del autor, seguidor de un anacrónico código de honor que, muy al
contrario de la opinión general, consiste en cortar pocas cabezas y mucha
meditación, desprendimento y servidumbre, por lo que no tiene mucho que
hacer en el mundo de hoy. Algo así le ocurre a Louie, al que sus
lealtades le impiden progresar en la red interna de la mafia y además se interponen en la
relación con Ghost Dog. Por otro lado, también está el tema
recurrente de Jarmusch, las relaciones de las minorías, tanto culturales
como étnicas, dentro de la América un tanto multicultural y bizarra en la que tienen que
vivir. En este caso, se centra en la supuesta identidad cultural de
los afroamericanos, que, además, es destacada a través de la banda sonora de The
RZA y la omnipresencia del hip-hop tanto a nivel sonoro como visual, un aspecto que ya de por sí se observa en
la manera de vestir del protagonista y sus vecinos, por ejemplo.
A nivel interpretativo, destaca Whitaker, que interpreta al poco higiénico samurái; teniendo en cuenta
que es un seguidor del código y, por lo tanto, sus emociones son algo más
que escasas, la actuación no es que requiera demasiado esfuerzo,
pero sabe llevar el peso de la película sobre sus hombros. El único que
compite con él en importancia es Louie, a manos de Tormey, que también realiza su trabajo de manera correcta, sin destacar en demasía. El
numeroso plantel de extras se compone de gente que hace lo que mejor
sabe hacer: raperos haciendo de raperos (como The RZA) y numerosos
habituales de los filmes de mafiosos que hacen lo propio aquí. Una película obviamente recomendable, perfecta para todos los fans del cine
independiente, seguidores del código samurái, el hip-hop y, por
supuesto, las palomas.
Lo mejor: un largometraje de Jim Jarmusch, con todo lo que ello conlleva. Aunque lenta, es una historia fresca y original.
Lo mejor: un largometraje de Jim Jarmusch, con todo lo que ello conlleva. Aunque lenta, es una historia fresca y original.
Lo peor: no agradará al público convencional que, engañados por el tráiler, se dejen llevar por una simple historia de violencia.
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