lunes, 12 de septiembre de 2016

EL ARTE DE LA DESTRUCCIÓN (1998)



Es curioso ver cómo, en ocasiones, la realidad puede llegar a superar con creces a la ficción y, posiblemente, el género biográfico sea uno de los testigos más directos de este tipo de hechos, junto, por supuesto, al documental. Los vicios y adicciones, los amores imposibles y las infidelidades, los dones casi sobrenaturales, las atormentadas mentes, los miedos y obsesiones, en definitiva, suponen un descubrimiento que muchas veces nos lleva a replantearnos si una vida así ha tenido lugar en este mundo o tan sólo es uno más de los adornos ficcionales que el cine puede llegar a aportar. La sensibilidad y el dramatismo de algunos personajes nos pueden dejar sin aliento, mientras vemos pasar delante de nuestros ojos un tiempo de controversia por la que alguien no quiso o no pudo pasar desapercibido.

Al respeto, resulta francamente inteligente e inquietante la aportación del director y guionista británico John Maybury, que, a través de “El Amor es el Demonio”, uno de sus primeros largometrajes, profundizó en el corazón y la mente del famoso y polémico pintor irlandés Francis Bacon, uno de los más enigmáticos artistas que nos ha dado el siglo XX. Entender y analizar un genio de tal envergadura es complicado cuando las opiniones son tan dispares y es que, mientras que muchos seguidores se deleitan con el amargo sabor de sus lienzos, otros tantos le consideran un auténtico fraude y una perversa locura. Sea como fuere, Bacon no permite dejar a nadie indiferente y esa esencia es la que se aloja en el relato de Maybury, una narración que simplemente se centra en un fragmento de vida, tratando de desenmarañar el curioso mundo del tormento y el dolor.

La cinta, realizada para ser emitida en la cadena de televisión británica BBC en 1998 y premiada en diversos festivales de talla internacional, se sitúa en París, en 1971, en plena época dorada de su trayectoria. Pese a contar con la popularidad y el reconocimiento de su trabajo, su intimidad se torna cada vez más caótica e insufrible. La llegada de su amante, el escritor Georg Dyer (Daniel Craig), a su vida, torna los días en un apocalipsis de autodestrucción entre pastillas y alcohol, un cóctel nocivo que nutre a tan tortuosa relación de pareja. Dyer, que tan sólo pretendía acostarse con Bacon (Derek Jacobi) y robar en su estudio, prolongará su desdicha durante más de 7 años como si viniera dictado por un caprichoso destino. Un cruel laberinto sin salida que, a su vez, irá retratando a la perfección el interior del pintor, sus calamidades y su eterna soledad e incomprensión.

Arte y vida se presentan de la mano para mostrar la extraña visión del artista, pero Maybury únicamente pretende que el espectador se encierre en las cuatro claustrofóbicas paredes de Bacon sin pretensiones, sin necesidad de que entienda el porqué de sus pensamientos o sienta empatía por tan extraño enigma. La dureza de la trama nos conduce por la pasión, la sexualidad vivida al límite, los sentimientos encontrados, las drogas, el abismo depresivo de los dos personajes y la muerte. Las debilidades de ambos les hacen caer al abismo una y otra vez en un simple episodio de sus días que tan sólo se centra en ellos dos. Y sin mostrar sus pinturas, el autor las alude con gran elegancia y elocuencia, dejando que el pintor se encierre en su estudio, lugar en el que vuelca la impotencia de su realidad, las frustraciones y, en definitiva, la agonía de seguir vivo. La atracción por el lado más oscuro y sufrido de su ser le lleva a encerrarse en su trabajo, entre el vértigo que respira una mente representada en un escaso espacio en donde da rienda suelta a su talento, inmerso en retazos deformados de figuras en las que se ve reflejado.

Jacobi se enfrenta a un papel de suma complejidad para interpretar a un loco genio atormentado que se sirve de la autodestrucción para sentir y alimentar a la desesperación, a una bestia insana que se apodera de él la mayor parte de su tiempo. Impactante cuanto menos es su parecido físico, sus expresiones, gestos y mirada convierten su excelente trabajo en único, a pesar de haber pasado desapercibido en su carrera. Por su parte, un magnífico Craig como pocas veces hemos visto domina a un personaje dependiente, débil, perdido en el amor, en las drogas que acentúan su lado más suicida. A diferencia de lo que nos tiene acostumbrados con actuaciones más acomodadas, destaca al mismo nivel que su compañero de reparto, navegando entre la crueldad psicológica de Bacon y Dyer y dejando apartados a todo un elenco secundario sin importancia.

El inigualable director de fotografía John Mathieson vuelve a tejer un entramado visual que aprovecha el surrealismo que se desprende de la personalidad del artista y que compagina totalmente con el estilo pictórico del mismo, con la suciedad, la sobriedad y algún que otro acertado desenfoque. La oscuridad intimista contrasta directamente con el ambiente bohemio y frívolo de las fiestas y amistades, haciendo hincapié en la distorsión, en la deformación de los reflejos, los planos arriesgados y los juegos de sombras y texturas. La sensación de vacío y angustia se hace cada vez más evidente, exaltada siempre por las piezas compuestas por el músico japonés Ryûichi Sakamoto. Sin embargo, y a pesar de ello, Maybury y su equipo consiguen realizar una labor imposible al extraer la belleza expresionista de tan sufrido amor.

“El Amor es el Demonio” es una biografía como pocas, una extraña rareza inolvidable, una curiosa aportación para quienes deseen profundizar en la atormentada y misteriosa mente de Francis Bacon, en la intimidad de un loco genio envuelto en la polémica. Forma y contenido se postran ante su talento para crear un largometraje no apto para todos los públicos por su especial ritmo tanto narrativo como visual, pero que, sin lugar a dudas, seduce a fuego lento para, una vez más, no sentir indiferencia ante uno de los trabajos más inquietantes del cineasta.

Lo mejor: la labor técnica eclipsa al deslizarnos por lo más esencial de Bacon. Las fantásticas actuaciones de Jacobi y Craig, que llegan a rozar, incluso, la perfección.

Lo peor: la dificultad en su visionado para quienes no tengan un especial interés por conocer a uno de los pintores más importantes que nos ha dado el último siglo.


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