Los contrastes entre culturas siempre han dado
que hablar y, por supuesto, el cine no iba a ser el único en reflejar este tipo
de realidades. La unión entre tradiciones y costumbres prácticamente contrarias puede suponer
un mayor obstáculo a la hora de encarar una simple relación de pareja, pero,
aunque los géneros del drama y la comedia siempre han tratado de acentuar estas
diferencias como punto de atracción en las historias, a la vista está que,
en verdad, no tiene por qué ser algo complicado ni imposible. A este tipo de
temáticas se suma el trabajo realizado por el cineasta belga Stefan Liberski en
“Romance en Tokio”, la adaptación de la obra semiautobiográfica de la premiada
escritora Amélie Nothomb que fue publicada en 2007 bajo el título “Ni de Eva ni
de Adán”. Precisamente, la autora, que residió en la capital nipona cinco años
tras licenciarse en la universidad, narra un relato maquillado en forma de
comedia romántica en el que el director trata de aportar su propia visión.
La risueña Amélie (Pauline Etienne) es una joven que desea
vivir en Japón a toda costa para saciar una de sus más grandes obsesiones. A
pesar de que nació allí, se trasladó con su familia a Bélgica, por lo que ahora
que cumple veinte años, desea conocer su tierra natal en profundidad. Una vez
en Tokio, decide dar clases particulares de francés a Rinri (Taichi Inoue), un
misterioso muchacho de su edad con el que entablará una floreciente amistad
como preludio a una curiosa relación romántica. Así es como empieza su
aventura, conociendo una realidad a la que lleva idealizando demasiado tiempo.
Un camino de autodescubrimiento, de experiencias inesperadas, de celos,
pasiones, extrañezas e incomprensiones. En definitiva, sentimientos a la deriva
en plena independencia juvenil de los que el espectador es testigo a través del
romanticismo humorístico ofrecido por Liberski.
Su desarrollo apenas ofrece sorpresas, sino que tímidamente
aumenta un dinamismo que parecía mantenerse a duras penas en su
inicio. Sin embargo, ese insípido carácter que otorga el cineasta en su obra es
el causante de dejar cierto anhelo por algo de viveza, una atracción que nos
lleve a engancharnos hasta su desenlace. Se trata de un error que poco a poco se hace más evidente al
encarar una trama tan poco original y que no intenta innovar ni arriesgar. Ese choque cultural no llega a
traspasar los clásicos estereotipos, aunque bien es cierto que proporciona más
de un momento de agradable, optimista y sofocada hilaridad. Los esfuerzos de
Amélie por convertirse en una verdadera ciudadana japonesa sirven de
justificación para las constantes confusiones en las que la protagonista se ve
envuelta, proporcionando un ritmo de lo más ligero que sólo se tambalea con la
llegada de un final más propenso al drama fugaz e innecesario.
La voz en off de la joven nos invita a pasear por su
imaginación, por realidades inexistentes, deseos y anhelos muchas veces
surrealistas que nos invitan a disfrutar de divertidas escenas. Sin embargo, y pese a
que posee los elementos necesarios para convertirse en un largometraje
especial, Liberski parece haber arrebatado la libertad y, en definitiva, el
alma a su trabajo. “Romance en Tokio” es de esas películas que ofrecen 100
minutos de diversión, pero que, al no dejar ningún tipo de poso, se olvidan tan
fácilmente como se visualizan. A ello se suma la falta de empatía con la
historia, puesto que el autor construye una especie de barrera entre espectador
y personajes que realmente es infranqueable durante todo el metraje, algo que
en parte agota con el transcurso del tiempo y que hace que las dosis de
dramatismo se ahoguen, se hagan cada vez más pesadas y nos precipitemos a los
créditos finales con cierta desgana, la cual bien podría haber empeorado
de no ser por la sana comicidad que se despliega desde el primer instante.
Los educados diálogos muestran amabilidad, contención y,
ante todo, esa naturalidad que tanto favorece en las narraciones biográficas y
que proporcionan una estupenda sencillez a una trama que realmente lo necesita.
Igualmente, su fantástico elenco mejora en gran medida los errores cometidos,
despertando cierta simpatía por la viveza y juventud de Amélie. Sin duda,
Pauline Etienne no podría ser más perfecta para el papel gracias a su estupendo
carisma, su imagen inocente y cristalina y su evidente sensibilidad hacia su
propio personaje. La actriz se rodea de buenos acompañantes como Alice de
Lencquesaing, que interpreta a la liberal Yasmine, con quien mantendrá una
apacible lucha de celos; o su consejera y la voz de la madurez, Christine,
encarnada por Julie LeBreton. Secundarios sin profundidad que otorgan todo el
protagonismo a la pareja principal, a la que se suma el prácticamente
desconocido actor japonés Taichi Inoue, que realiza un trabajo de lo más
convincente con esa frialdad oriental tan característica que se mantiene en continuo contraste con su
vida en pareja.
La minimalista fotografía a cargo del director belga Hichame
Alaouie funciona perfectamente con la historia. Con aroma documental en
imágenes de archivo, la apagada y sencilla labor visual atrapa una mayor atracción
que la narración por su gran aporte en detalles y su acertado toque de
ensoñación. Las hermosas localizaciones de la capital nipona son más atípicas
de lo que comúnmente conocemos de la gran ciudad. Por su parte, el compositor y
pianista Casimir Liberski, hijo del propio cineasta, aporta una banda sonora
con encanto, melódica y emotiva, que conecta con el montaje lineal tan pausado.
A pesar de esa sensación agridulce que nos deja, “Romance en
Tokio” sigue tratándose de una curiosa cinta con buenas intenciones, con un
toque de ensoñación acentuado por el inocente comportamiento de su protagonista, por los
cambios y la pérdida de la ilusión o, incluso, por la evolución de Amélie hacia
la vida adulta. Romanticismo con constantes guiños al cine del francés Jean-Pierre
Jeunet que juega con la pureza y los sueños de una forma prudente y sin correr
ningún riesgo, con las ideas que la mente genera a través de estereotipos
culturales que no hacen más que arrancarnos sonrisa tras sonrisa.
Lo mejor: la interesante labor fotográfica tan favorecedora.
Las interpretaciones del elenco principal.
Lo peor: se trata de una historia con potencial de la que
Liberski no logra sacar partido.
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