El vertiginoso crecimiento económico de Corea del Sur ha
dado pie a rellenar multitud de páginas de periódicos, de horas de informativos
y, en lo que nos atañe, documentales, principalmente enfocados a su emisión
televisiva. Este sorprendente desarrollo ha conseguido erigirse como todo un
ejemplo para el capitalismo mundial, pero no todo lo que reluce es oro. El director y
guionista Kelvin Kyung Kun Park nos transmite una idea prácticamente
apocalíptica de esta cuestión a través de su obra documental “A Dream of Iron”,
puesto que dicho progreso no ha hecho más que endiosar todo aquello de lo que
se puede obtener beneficio, despreciando lo restante.
Este trabajo, concebido en un primer momento como
complemento a una instalación artística audiovisual, sucumbe a la experimentación
para enfocar un drama social y una verdad oculta a partir de la relación
existente entre el hombre y la máquina. Una especie de sinfonía que logra
capturar la nueva urbe surcoreana, en donde las personas parecen haberse
transformado en peones sin esperanzas ni sueños. El metraje nos lleva por un
recorrido histórico de la gran industria, destacando el famoso astillero naval
de Hyundai Mipo, situado en la costa de la importante ciudad de Ulsan, en el extremo sudeste del país. Este retrato del presente se complementa con
una mirada al pasado desde la década de 1960, cuando comenzó a producirse tal
avance.
Kyung Kun Park realiza una magnífica fusión entre la vida de
estas fábricas, el esplendor de la naturaleza y la arrebatadora imagen de las
ballenas y el tradicionalismo a través del budismo. Precisamente, la cinta
comienza con una serie de rituales en un templo, mientras que una voz en off
lee la carta de su amante, una mujer que decidió abandonarle para poder seguir
sus creencias religiosas. Este vínculo espiritual y el fracaso de un romance,
aparentemente inconexos, propician el inicio de una búsqueda, la de un nuevo
Dios que, en este caso, ha nacido en el seno del fulgurante capitalismo. Con un
tratamiento sumamente delicado y poético, el autor se muestra en cierta manera
magnánimo con su alrededor, un tono que se suaviza aún más con las constantes
inserciones de las profundidades del inmenso océano y que, pese a contener una
gran belleza, provocan que el objetivo principal sea desviado para favorecer
más esta hipnótica simbología.
La cámara se inmiscuye en la jornada laboral de los
trabajadores de POSCO, la famosa multinacional surcoreana que fabrica acero
para la construcción naval. Piezas gigantescas solapan la presencia de los
empleados que, poco a poco, se hacen cada vez más pequeños en la pantalla ante
el monstruo que ellos mismos están creando. Se trata del fiel
reflejo de la ambición humana, de esas ansias de poder que se crecen ante las
declaraciones de los obreros, quienes no dudan en señalar cómo todo ha evolucionado a peor. Por
esto mismo, el director incluye imágenes de archivo para repasar esa
historia que se apoya en sus respuestas con huelgas y protestas en la industria.
Ejemplos de esa codicia que infunde a errores los encontramos en la
construcción de una presa durante los años 60, que posteriormente se convirtió
en un proyecto fallido tras constantes inundaciones, o, ya en la década de los
70, con el surgimiento de los astilleros de Hyundai, una gran superficie que
rompe tajantemente con la relación del hombre y la naturaleza, evidenciada por
los cambios producidos en las grandes ciudades y que sirve de alimento para el
imparable crecimiento nacional.
Sobre un escenario
aparentemente post-apocalíptico y con dosis de ciencia ficción, se crea una atmósfera llena de misterio volcada en la
inmensidad de unos barcos imponentes, que son potenciados por la irremediable
comparación con las ballenas en el interior del océano. Este tipo de
similitudes se reproducen durante los 98 minutos de metraje, tanto de forma
visual como sonora, puesto que, incluso, los golpes contra el acero se asemejan
al canto de estos gigantescos mamíferos. La enormidad de las estructuras, las
máquinas, los camiones y las piezas resultan más que sorprendentes al lado del ser
humano, que, en realidad, son los verdaderos protagonistas del documental. Su
frío presente es egoísta, totalmente distante, sin compañerismo y sin esa lucha por los derechos, terminando por romper con aquellos días en
donde era primordial ayudar a los demás en lugar de buscar el beneficio propio.
La música electrónica de su banda sonora deja atrás el
recuerdo de los cánticos religiosos con los que la cinta comenzaba, facilitando el hipnotismo que despliegan
ciertas imágenes, las cuales reflejan un fuerte contraste y un sumo cuidado por
parte de Kyung Kun Park. La inquietud que transmite únicamente es suavizada por
sutiles pinceladas de un humor ácido, aligerando un ritmo que sólo es
ralentizado por la vertiente experimental sobre la que se despliega. La
imponente fotografía apoya el lirismo que el autor expresa a través de su
sinfonía visual en la que, al fin y al cabo, se convierte el impresionante
trabajo de “A Dream of Iron”.
Lo mejor: la potencia visual sólo es comparable con las
constantes simbologías que el autor introduce de forma elegante.
Lo peor: su lado más experimental puede hacer que el interés del espectador se vea afectado por la falta de costumbre.
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