Hay obras que, si no se ven en el momento más
propicio, pueden llegar a no entenderse, a despreciarse e, incluso, a pensar
que son tan malas que no merecen nuestro tiempo en su visionado. Por eso mismo,
muchos verán en “La Chinoise” una especie de metraje maldito que exige cierta
paciencia por parte del espectador, además de algunos conocimientos históricos
y políticos para su total comprensión. Independientemente de la ideología
propia, la cinta siempre se ha visto excesivamente sobrevalorada o infravalorada,
no llegando a tomar un sentido real de lo que en verdad es.
La famosa corriente cinematográfica de la “Nouvelle Vague”
no se podría comprender sin la presencia del director franco-suizo Jean-Luc Godard. Tomando prestigio desde su primer largometraje, “Al Final de la
Escapada” (1960), que contaba con un montaje revolucionario que se apartaba del
viejo cine clásico, el autor formaría parte de un grupo de cineastas que
marcarían un antes y un después en la forma de concebir el séptimo arte. Junto
a François Truffaut o Alain Resnais, entre otros, la intelectualidad asaltó un
mundo hasta entonces convencional, primordialmente comercial y, sobre todo,
estancado.
“La Chinoise” inauguraba una nueva etapa en la carrera del
cineasta, una época más reivindicativa en la que volcaba sus creencias e
inquietudes a través de sus obras. Tanto es así que, con una actitud un tanto
visionaria, parecía vaticinar lo que ocurriría un año después con la famosa
revolución de mayo del 68 iniciada por estudiantes de izquierda. Precisamente por estos hechos, la cinta
adquiere un valor histórico como pocas, siendo de obligado visionado para todos
aquéllos que deseen comprender una parte de nuestro pasado.
Durante estos años, el pensamiento del dirigente del Partido
Comunista Chino Mao Tse-Tung se expandía velozmente entre los europeos y, en
especial, entre los franceses. Así es como cinco jóvenes se preparan para
cambiar las mentes del mundo a través de una gran revolución. Encerrados en un
pequeño apartamento parisino, su idealismo es desarrollado a partir de dogmas
preestablecidos, como si de portavoces se tratara. Entre sus paredes,
encontramos a Henri (Michel Semeniako), un intelectual fanático del ideario
maoísta; Veronique (Anne Wiazemsky), estudiante universitaria de clase alta que
recita el famoso libro rojo de Mao como quien lee un discurso cualquiera. El joven
Guillaume (Jean-Pierre Léaud), acompaña a ésta en diálogos comprometidos y
excesivos, mientras que Yvonne (Juliet Berto), ejerce de sirvienta, además de prostituirse
cuando falta dinero en la casa; y, junto a ellos, Kirilov (Lex de Bruijin), un ingeniero ruso
un tanto suicida. En última estancia, y más brevemente, también
conoceremos al Camarada X, Omar (Omar Diop). Los personajes no tienen reparo en
hablar directamente a la cámara y, para colmo de esta sátira, su fanatismo
parte de aspectos totalmente absurdos, como su posición social, las modas que
les rodean y la comodidad de su apartamento. Teorías que van y vienen en forma
de palabras, con pretensiones de llevar a cabo un atentado sin la ayuda de
nadie, como líderes autoadjudicados y siempre por el bien de una sociedad que desconocen
y de la que tratan de mantenerse al margen.
Sin duda, todo adquiere un tinte irónico desde nuestra
perspectiva, como conocedores de los hechos posteriores a la famosa revolución
y de lo acontecido en China bajo el dominio de Mao Tse-Tung. Esa falsa
solidaridad esconde el fracaso de toda ideología y forma parte de la comicidad
que introduce Godard en determinados momentos, facilitando el dinamismo de
una narración que podría haber sido más pesada. Igualmente, y a través de tan
burlón humor, quedan en evidencia la inmadurez y las extrañas contradicciones
en las que pecan constantemente estos personajes.
Esa intensa sinceridad redunda en la intransigencia, en la
inmoralidad, la deshumanización y la falta de comunicación. Así es como queda
al aire la verdadera intención del autor a través de una crítica brillante a
este tipo de cuestiones que, sin miramientos, quedan descritas augurando un mal
porvenir para una impulsiva juventud, algo que es apreciable en instantes en
los que los protagonistas toman contacto con alguien de mayor madurez, tal y
como ocurre entre Veronique y un profesor universitario militante de la
independencia argelina durante un viaje en tren. Una escena absolutamente
magnífica en la que queda más que clara la situación que se nos presenta y la
que un año después tendría lugar.
“La Chinoise” se ve extrañamente envuelta entre el género
documental y ciertos toques teatrales, rehuyendo de las fórmulas más tradicionales del
cine en su totalidad. A partir de metáforas visuales, Godard trata temas que
arrastramos de nuestro pasado, como la postura de la Unión Soviética con respecto a
la República Popular China o el intervencionismo estadounidense en la guerra de
Vietnam, asuntos que se mantenían en las conciencias más intelectuales, ese
público al que realmente se dirige el autor y en el que confía para que esta obra
sea verdaderamente comprendida.
El cineasta vuelve a colaborar con un indispensable en su
equipo, el director de fotografía Raoul Coutard, que también participó en “Al
Final de la Escapada” (1960) o “Pierrot, El Loco” (1965), al igual que formó
parte de trabajos de otros realizadores de referencia en la “Nueva Ola”, como
Truffaut y su “Jules y Jim” (1962). Sobre el iluminado y pulcramente blanco
apartamento, encontramos multitud de detalles, sobre todo, de color rojo, en referencia a
Mao, cuya presencia es omnipresente en sus vidas; y, en menor medida, de azul, que representa a la clase obrera. El minimalista escenario cobra absoluto protagonismo,
sufriendo una transformación completa a lo largo del metraje, con frases reivindicativas pintadas y
algún que otro retrato de personajes históricos. La cámara apenas realiza
grandes proezas, limitándose a permanecer estática o a lanzarse con travellings
en línea recta.
“La Chinoise” es precisamente lo contrario de lo que parece
ser, es decir, no trata de incitar a una lucha, ni a posicionarse
políticamente. Al contrario, se trata de una crítica mordaz hacia quienes
pretenden cambiar el mundo sin querer estar en él. Innovadora y atractiva como
pocas, la cinta demuestra, una vez más, que Godard es de los pocos cineastas
que hacen lo que quieren y arriesgan lo que les apetece.
Lo mejor: la extraña relación de amor-odio que desata la
película.
Lo peor: la necesidad de cierto conocimiento del marxismo
para disfrutar plenamente de lo que el autor intenta expresar.
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