lunes, 11 de abril de 2016

BAJO LOS DOGMAS DE MAO (1967)



Hay obras que, si no se ven en el momento más propicio, pueden llegar a no entenderse, a despreciarse e, incluso, a pensar que son tan malas que no merecen nuestro tiempo en su visionado. Por eso mismo, muchos verán en “La Chinoise” una especie de metraje maldito que exige cierta paciencia por parte del espectador, además de algunos conocimientos históricos y políticos para su total comprensión. Independientemente de la ideología propia, la cinta siempre se ha visto excesivamente sobrevalorada o infravalorada, no llegando a tomar un sentido real de lo que en verdad es.

La famosa corriente cinematográfica de la “Nouvelle Vague” no se podría comprender sin la presencia del director franco-suizo Jean-Luc Godard. Tomando prestigio desde su primer largometraje, “Al Final de la Escapada” (1960), que contaba con un montaje revolucionario que se apartaba del viejo cine clásico, el autor formaría parte de un grupo de cineastas que marcarían un antes y un después en la forma de concebir el séptimo arte. Junto a François Truffaut o Alain Resnais, entre otros, la intelectualidad asaltó un mundo hasta entonces convencional, primordialmente comercial y, sobre todo, estancado.

“La Chinoise” inauguraba una nueva etapa en la carrera del cineasta, una época más reivindicativa en la que volcaba sus creencias e inquietudes a través de sus obras. Tanto es así que, con una actitud un tanto visionaria, parecía vaticinar lo que ocurriría un año después con la famosa revolución de mayo del 68 iniciada por estudiantes de izquierda. Precisamente por estos hechos, la cinta adquiere un valor histórico como pocas, siendo de obligado visionado para todos aquéllos que deseen comprender una parte de nuestro pasado.

Durante estos años, el pensamiento del dirigente del Partido Comunista Chino Mao Tse-Tung se expandía velozmente entre los europeos y, en especial, entre los franceses. Así es como cinco jóvenes se preparan para cambiar las mentes del mundo a través de una gran revolución. Encerrados en un pequeño apartamento parisino, su idealismo es desarrollado a partir de dogmas preestablecidos, como si de portavoces se tratara. Entre sus paredes, encontramos a Henri (Michel Semeniako), un intelectual fanático del ideario maoísta; Veronique (Anne Wiazemsky), estudiante universitaria de clase alta que recita el famoso libro rojo de Mao como quien lee un discurso cualquiera. El joven Guillaume (Jean-Pierre Léaud), acompaña a ésta en diálogos comprometidos y excesivos, mientras que Yvonne (Juliet Berto), ejerce de sirvienta, además de prostituirse cuando falta dinero en la casa; y, junto a ellos, Kirilov (Lex de Bruijin), un ingeniero ruso un tanto suicida. En última estancia, y más brevemente, también conoceremos al Camarada X, Omar (Omar Diop). Los personajes no tienen reparo en hablar directamente a la cámara y, para colmo de esta sátira, su fanatismo parte de aspectos totalmente absurdos, como su posición social, las modas que les rodean y la comodidad de su apartamento. Teorías que van y vienen en forma de palabras, con pretensiones de llevar a cabo un atentado sin la ayuda de nadie, como líderes autoadjudicados y siempre por el bien de una sociedad que desconocen y de la que tratan de mantenerse al margen.

Sin duda, todo adquiere un tinte irónico desde nuestra perspectiva, como conocedores de los hechos posteriores a la famosa revolución y de lo acontecido en China bajo el dominio de Mao Tse-Tung. Esa falsa solidaridad esconde el fracaso de toda ideología y forma parte de la comicidad que introduce Godard en determinados momentos, facilitando el dinamismo de una narración que podría haber sido más pesada. Igualmente, y a través de tan burlón humor, quedan en evidencia la inmadurez y las extrañas contradicciones en las que pecan constantemente estos personajes.

Esa intensa sinceridad redunda en la intransigencia, en la inmoralidad, la deshumanización y la falta de comunicación. Así es como queda al aire la verdadera intención del autor a través de una crítica brillante a este tipo de cuestiones que, sin miramientos, quedan descritas augurando un mal porvenir para una impulsiva juventud, algo que es apreciable en instantes en los que los protagonistas toman contacto con alguien de mayor madurez, tal y como ocurre entre Veronique y un profesor universitario militante de la independencia argelina durante un viaje en tren. Una escena absolutamente magnífica en la que queda más que clara la situación que se nos presenta y la que un año después tendría lugar.

“La Chinoise” se ve extrañamente envuelta entre el género documental y ciertos toques teatrales, rehuyendo de las fórmulas más tradicionales del cine en su totalidad. A partir de metáforas visuales, Godard trata temas que arrastramos de nuestro pasado, como la postura de la Unión Soviética con respecto a la República Popular China o el intervencionismo estadounidense en la guerra de Vietnam, asuntos que se mantenían en las conciencias más intelectuales, ese público al que realmente se dirige el autor y en el que confía para que esta obra sea verdaderamente comprendida.

El cineasta vuelve a colaborar con un indispensable en su equipo, el director de fotografía Raoul Coutard, que también participó en “Al Final de la Escapada” (1960) o “Pierrot, El Loco” (1965), al igual que formó parte de trabajos de otros realizadores de referencia en la “Nueva Ola”, como Truffaut y su “Jules y Jim” (1962). Sobre el iluminado y pulcramente blanco apartamento, encontramos multitud de detalles, sobre todo, de color rojo, en referencia a Mao, cuya presencia es omnipresente en sus vidas; y, en menor medida, de azul, que representa a la clase obrera. El minimalista escenario cobra absoluto protagonismo, sufriendo una transformación completa a lo largo del metraje, con frases reivindicativas pintadas y algún que otro retrato de personajes históricos. La cámara apenas realiza grandes proezas, limitándose a permanecer estática o a lanzarse con travellings en línea recta.

“La Chinoise” es precisamente lo contrario de lo que parece ser, es decir, no trata de incitar a una lucha, ni a posicionarse políticamente. Al contrario, se trata de una crítica mordaz hacia quienes pretenden cambiar el mundo sin querer estar en él. Innovadora y atractiva como pocas, la cinta demuestra, una vez más, que Godard es de los pocos cineastas que hacen lo que quieren y arriesgan lo que les apetece.

Lo mejor: la extraña relación de amor-odio que desata la película.

Lo peor: la necesidad de cierto conocimiento del marxismo para disfrutar plenamente de lo que el autor intenta expresar.


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