En Chile, alrededor de la media tarde, se sirve una especie de merienda que recibe el nombre de “la once”. Muy al estilo de la hora del té en Gran Bretaña, esta costumbre reúne sobre la mesa un sinfín de manjares acompañados por un rico café, mientras se tiene una interesante charla en la intimidad. Bocaditos de jamón, paté o queso comparten espacio con una gran variedad de dulces con mermelada, tartas, bizcochos, fresas con nata o pequeñas magdalenas. Da igual lo que se tenga delante cuando uno está en buena compañía y disfrutando de una conversación que amenice las horas. Más interesante aún es la posibilidad de observar a un encantador grupo de señoras comentando las noticias y los cotilleos de los últimos días. Es de suponer que esa curiosidad también surgió en el interior de la directora Maite Alberdi para crear su segundo documental, “La Once”, todo un pequeño homenaje a esta entrañable ceremonia.
Como cada mes durante los últimos 60 años, la abuela de la autora se reunía con sus amigas de toda la vida, aquéllas con las que compartió tiempos de estudio y alguna que otra travesura. El metraje, que se compone de las reuniones registradas en tan sólo 5 años, nos presenta a María Teresa Muñoz, Ximena Calderón, Alicia Pérez, Angélica Charpentier, Gema Droguett, Inés Krisch, Nina Chiccarelli, Juanita Vasquez y Manuela Rodríguez como las únicas protagonistas de unos cortos 70 minutos. A través de sus conversaciones, volvemos la vista atrás, al pasado, para conocer viejos recuerdos, tomar impulso y repasar la actualidad de la mano de unas simpáticas mujeres recién salidas de la peluquería y vestidas con sus mejores galas.
A ellas no se les resiste ni una sola cuestión de interés. Una clásica lectura abre la primera de las reuniones. Se trata de un texto en el que se explican los deberes de la mujer con respecto a la familia y, en ese momento, surge la problemática de cómo, en nuestros días, el trabajo impide cuidar de la casa. Basta con dejarlas unos pocos minutos para que enseguida comenten sus experiencias como amas de casa, cómo eran sus maridos y el porqué prefieren ser viudas a la posibilidad de que sus esposos les hayan sido infieles, o el romanticismo que embargaba sus vidas cuando la juventud era plena, no como la de ahora, según ellas. Y es que no hay que obviar el hecho de que han sido educadas bajo el único objetivo de contraer matrimonio y evitar la soltería en una sociedad machista como la de entonces.
Frente a ese conservadurismo, esa realidad que queda sometida por los valores tradicionales, se respira cierto progresismo aprendido de la experiencia. Respetan la homosexualidad siempre y cuando no sea por promiscuidad, puesto que los valores cristianos siguen presentes en cada una de ellas y es que la religión es el pilar fundamental de sus vidas, el patrón con el que han sido educadas y el placebo por el que no sienten tanto pánico y vacío al ver cómo los años van pasando sin remedio. Las dolencias y enfermedades no pueden faltar cuando uno tiene una edad y es consciente de que debe cuidar más su salud. También son inevitables los cotilleos de antiguas compañeras, conocidas e, incluso, de ellas mismas. Risas que llevan a canciones, porque María Teresa siempre recurre a ellas cuando menos se lo esperan, pero, aún más curioso, es ver a estas amigas apoyando a la selección de fútbol chilena ataviadas con gorros y gritando alegremente cada vez que un jugador marca un gol.
Y tras la intensa charla y haber degustado lo mejor de la mesa, cada una retoca con mimo su maquillaje, porque sus madres les inculcaron la importancia de la belleza. Antes de dar por finalizada la once, hablan de su próximo viaje y el dinero que se necesita reunir. De esta forma, la autora nos introduce en un nuevo encuentro que comienza con el álbum de fotos de su escapada, en el que, poco a poco, siempre van faltando más amigas y, por desgracia, el grupo mengua irremediablemente. Para las ausencias, siempre hay palabras de cariño y un rezo por sus almas, mientras se plantean en traer a personas nuevas para renovar el ambiente. Hay quienes son recelosas con su intimidad y no están dispuestas a que el círculo se abra, pero lo que sí es cierto es que ninguna de ellas es sustituible. Sin embargo, la hija de María Teresa, Francisca, a veces se une para amenizar la velada con alguna que otra canción tocada a flauta. El empeño de la joven queda por encima del síndrome de down y, aunque suele desafinar a menudo, todas guardan un silencio en señal de respeto, puesto que, ante todo, son señoras de buena casta.
El director de fotografía Pablo Valdés se encarga de otorgar un elegante toque intimista a la grabación para volcarse en cada ínfimo detalle. A pesar de la imperfección de las imágenes, de ellas se puede extraer cierta labor reparadora para crear una delicada visión que nada entre el encanto y la melancolía. La emoción nos embarga en cada reunión al sentirnos parte de ellas, puesto que Alberdi logra situarnos perfectamente como confidentes de unas mujeres que, aun teniendo nombre y apellidos, representan a nuestras madres y abuelas. Precisamente, “La Once” guarda este atractivo en su interior junto a la fascinación por una amistad que no se lastima con el paso de los años y que no sólo recuerda tiempos mejores en donde los sueños aún podían hacerse realidad, sino que también representa esa mirada al futuro en donde la vejez ve cómo se esfuman, poco a poco, los años de una larga vida a la que siempre le falta tiempo.
Lo mejor: la exquisitez de su relato. La dureza con la que el cruel e imparable tiempo nos trata.
Lo peor: que tan sólo dure 70 escasos minutos.
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