El artista estadounidense Man Ray nos dejó como herencia
importantes metrajes que han pasado a ser indispensables para la composición de
un retrato histórico del séptimo arte. “Retorno a la Razón” (1923),
“Emak-Bakia” (1926) o “La Estrella de Mar” (1928) han quedado para el recuerdo
por su contribución a las vanguardias clásicas, como el surrealismo.
Precisamente, esta última pieza, surgida a partir de un poema del escritor
parisino Robert Desnos que tomó como inspiración y que, además, figuraría en
este trabajo; se convirtió en una de sus obras más populares tras su exhibición
en el Cinema des Ursulines el 28 de septiembre de 1928.
En esa carrera basada en la experimentación con la
transfiguración de las imágenes en la que su fascinación por la fotografía le
llevó a buscar el movimiento en sus creaciones, Ray construye el encuentro
entre un hombre (André de la Rivière) y una mujer (Kiki de Montparnasse) en una
estampa romántica que, incluso, adquiere ciertos tintes eróticos, mientras el
tiempo y el espacio se introducen en una ensoñación claramente distorsionada. Una estrella de
mar, un tubo de vidrio, unas escaleras, hojas de un periódico al vuelo, un
cuchillo en alza, las líneas de la mano, un lugar solitario o una ventana
componen un metraje sin historia, una aventura observada desde un latente y
obligado vouyerismo que se tambalea entre las rendijas de una cinta que se
escapa de cualquier convención y que nos invita a asomarnos a lo irracional.
Como era habitual entre los padres de las vanguardias, las
amistades del director forman parte de esta creación, reducida a casi 16
minutos de duración. Su autoría queda expuesta con el magnífico juego de luces
y sombras que caen en el contraste para conformar ese refinado y elegante
estilo que tanto caracteriza su fotografía. La hipnosis onírica comienza desde
el primer instante, dando paso a una ventana que nos adentra al subconsciente,
a una relación amorosa registrada tras una gelatina colocada sobre la lente. La
fascinación de la pareja queda recogida en una imagen simbólica en la que toman
importancia las miradas de ambos personajes, absortos frente a una estrella de
mar en el interior de un recipiente. Ray capta los detalles y expone su fisicidad
con extraordinaria belleza, que confronta con la atmósfera tan
espiritual. El movimiento toma mayor
protagonismo en los minutos restantes, en los que surge el agua, el fuego, el
transporte y el propio tiempo, enclaustrado en el interior de una pantalla dividida en varios fragmentos.
Al final, Kiki de Montparnasse muestra su lado más estoico y
erótico frente a extractos de calles solitarias de una ciudad industrial. Para
entonces, el rostro de ella queda empañado por un cristal roto, tal vez por la
belleza que tanto eclipsa la mirada del artista. No hay duda de que “La Estrella de Mar” es uno de
los mejores ejercicios cinematográficos de Man Ray. Bajo su concepción
artística, toda narración queda diluida frente a la importancia que adquiere el
trabajo fotográfico en movimiento. Una experiencia exquisita sujeta a un gran
número de interpretaciones que, en realidad, apenas importan, puesto que sus
obras suponen más una deconstrucción experimental digna de ser registrada por
la historia del cine.
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