Las
obras fotográficas de Man Ray son inolvidables. Cómo ignorar la sensual espalda
de, por aquellos entonces, su amante, Kiki de Montparnasse, y las efes del
violonchelo que dibujó para su “Le violón d’lngres” o las perfectas lágrimas de
cristal que mostraban una tristeza irreal y romántica en “Les Larmes”. Su delicada y elegante
composición forjaron su popularidad y un hueco en la historia del arte mundial,
dejando una huella imborrable en las vanguardias parisinas de principios del
siglo XX. Esa sensibilidad que caracterizaba a su propio universo poético le
llevó a extender su talento e inquietud a la pintura o el cine, formando
parte de corrientes clásicas como el dadaísmo o el surrealismo.
Entre
la década de los 20 y los 40, Man Ray aportó vida a sus magníficas obras.
Precisamente, ese movimiento por el que el hombre quedó fascinado con aquel
artilugio cinematográfico que se acercaba cada vez más a los sueños. En la
retina de los más afortunados quedaría el curioso experimento de “Retorno a la
Razón”, una pieza que rompe con los límites del momento, que supone una explosión visual de formas entre un aparente caos estético y que surgió de manera improvisada. El mismo poeta y
ensayista rumano Tristan Tzara le encargó un trabajo como parte de “La Soirée duCoeur à
barbe”, un programa centrado en cine, música y poesía, que se celebraba en el
Théâtre Michel de París el 6 de julio de 1923 y que no estuvo exento de varios imprevistos que pudieron haber destruído el metraje ante un público que, supuestamente, no tuvo tiempo de reaccionar a esta inesperada novedad sin sentido, cuya segunda exhibición fue cancelada junto al resto de las actividades del programa. Sin duda, está claro que nadie quedó indiferente frente a un evento demasiado moderno para su época.