Hay ciertos directores que han pasado a la historia del cine
por su innegable toque de originalidad en unas filmografías que son, cuanto
menos, indispensables. Precisamente, uno de ellos es el afamado cineasta
estadounidense David Lynch. Hombre enigmático por culpa de una mente inquieta a
nivel artístico, es considerado como uno de los grandes maestros de la cámara
que ha aglutinado un sinfín de fervientes seguidores. Está claro que o sabes
apreciar su trayectoria o detestas su mirada tan personal, pero lo cierto es que nunca pasa
indiferente entre los espectadores, especialmente por sus intrincadas
narrativas, que a más de uno le sumerge en la máxima incomprensión ante la
exigencia de un alto nivel de atención. Sin embargo, el autor no sólo
experimenta en el mundo cinematográfico, sino que este loco genio guarda para
sí mismo otras facetas desconocidas, aunque, a estas alturas, no resulten tan
sorprendentes viniendo de él, puesto que sus primeros cortometrajes ya
desvelaban una mente inquieta con ansias de explorar el mundo artístico en
todas sus vertientes.
Los directores Jon Nguyen, Rick Barnes y Olivia
Neergaard-Holm debutaban tras las cámaras con un documental que trata de
esclarecer la identidad más íntima del cineasta, dejando a un lado su perfil
de celebridad. Con dos nominaciones en los festivales de Londres y Venecia,
“David Lynch: The Art Life” es una obra que rinde homenaje también a sus
seguidores y a los espectadores más cinéfilos. Un acercamiento de apenas 90
minutos que supone un viaje a las profundidades en compañía del mismísimo
Lynch. Esta coproducción británica-danesa indaga con cuidado en el interior del alma, observa
el pincel en movimiento para desvelar, con el tiempo, una más de sus curiosas
creaciones, pero evita en todo momento deconstruir por ansias de curiosidad. La
cinta enlaza con gran elegancia los diferentes episodios en la vida de Lynch,
formando un retrato de su verdadera identidad.
Criado en el libre albedrío que sus cariñosos padres
trataron de fomentar, Lynch quiso dedicarse al arte pictórico desde muy joven.
Afectado por una familia nómada que nunca terminaba de asentarse en Estados
Unidos, permitió que su idílica infancia se transformara en una adolescencia
rebelde influida, en su mayoría, por las malas compañías de ciertas amistades.
Las imágenes de archivo y la figura de Lynch apoyan un relato intimista que
permite ver la deriva en la que se desenvolvía el cineasta en sus primeras
etapas de la vida. Las constantes decepciones forjaron su juventud hasta
conocer al padre de un amigo que le inspiró y que alimentó su curiosidad por el
mundo de las artes. Y lo cierto es que Lynch nunca ha abandonado esta faceta,
conmovido por aquel chaval perdido en la sociedad que, por primera vez,
encontraba la motivación sobre la que giraría toda su trayectoria.
“David Lynch: The Art Life” supone un fantástico recorrido
que se distancia de su vertiente cinematográfica para situar al cineasta frente
a un lienzo en blanco. Sin embargo, esa distancia que toma el metraje con
respecto al cine, supone, al fin y al cabo, una visión incompleta de quien
posee un lado artístico que no discrimina, sino que salpica con su pasión a las restantes facetas. Precisamente, se echan de menos mayores referencias a sus
primeros cortometrajes, en donde es evidente la fuerte influencia artística que
poseen, mientras nos vemos sumergidos entre recuerdos, anécdotas, fotos,
colores y texturas de quien parece siempre innacesible.
Sus grandes inquietudes en el campo le llevaron a emprender
una etapa vital en la que decidió trasladarse a Filadelfia para matricularse en
la Pennsylvania Academy of Fine Arts (PAFA), momento en el que por fin
adquiriría independencia. Así es como pudo adquirir y profundizar en ciertos conocimientos, en la que ya suponía su verdadera
vocación, y forjar nuevas amistades, como su compañero de piso y también artista, Jack
Fish. Esto también le llevó a embarcarse en toda una aventura, abanderada por
su viaje a Austria para estudiar con el pintor del expresionismo austríaco
Oskar Kokoschka. Una entrañable anécdota que, por desgracia, no pudo llevarse
totalmente a cabo por falta de liquidez y le obligó a retornar dos semanas después. Desde ese instante, la obra de Nguyen,
Barnes y Neergaard-Holm adquiere un matiz más sentimental para recordar el
noviazgo con Peggy Lentz, madre de su primera hija, Jennifer Lynch, que también
seguiría los pasos de su padre para convertirse en directora de cine.
El director Jason S., que formó parte de la producción del
documental “Lynch (One)” en 2007, se estrena a la fotografía con una labor detallista
y muy personal para crear una atmósfera sombría que potencia esa actitud
contemplativa a la que asiste el espectador. Con un claro objetivo como es resaltar
el trabajo ante el lienzo, la perfeccionista y cuidada ambientación viene acompañada por
la mano del compositor Jonatan Bengta, que trata de conectar el presente del
cineasta con su pasado, el material de archivo, las declaraciones de Lynch y
los expectantes momentos en los que se dispone a desplegar su creatividad sobre
un lienzo desnudo.
“David Lynch: The Art Life” se convierte en un metraje
indispensable para todo cinéfilo, especialmente, para quienes deseen desentramar
todavía una pequeña parte de la fascinante y misteriosa mente de uno de los cineastas más
importantes de la postmodernidad cinematográfica. Totalmente loable la labor de
Nguyen, Barnes y Neergaard-Holm, que, pese a las dificultades interpretativas
de su creatividad, tratan de aproximarse con absoluto respeto a la oscuridad del hermetismo
conscientes de los secretos que sigue guardando este magnífico autor, poniendo
un punto y final que corona el trabajo realizado con las grabaciones del rodaje
de “Cabeza Borradora” (1977), hoy en día toda una película de culto con la que
comenzaría una de las trayectorias fílmicas más atractivas, inimitables y únicas de la
historia del séptimo arte.
Lo mejor: las imágenes de archivo aportan uno de los mayores atractivos.
Lo peor: la falta de conexión entre la pasión artística y la
profesión cinematográfica.
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