Dos son las películas que terminaron de encumbrar la carrera
de un animador que decidió experimentar con la dirección de cine desde la
primera década del siglo XX, pero que, en cambio, no recibió el merecido
reconocimiento por sus compañeros de profesión. El mítico cineasta Gregory La
Cava grabó su nombre en la historia del séptimo arte gracias a las nominaciones
a los Óscar que obtuvieron sus obras “Al Servicio de las Damas” (1936) y “Damas del Teatro”
(1937), permitiendo, así, que se popularizaran sus restantes metrajes y el star
system del momento se pusiera a sus órdenes. Aunque Claudette Colbert ya
formaba parte de sus trabajos, a ella se sumaron estrellas como Katharine
Hepburn, Ginger Rogers o Gene Kelly para encumbrar aún más una extensa filmografía
que se detendría con “Vivir a lo Grande (La Gran Vida)” en 1947, el último
largometraje en el que figuraría como director, puesto que en “Venus era Mujer”
(1948), de William A. Seiter, ni siquiera aparecería en los créditos.
“Al Servicio de las Damas” es considerada hoy como una de
las obras maestras que conforman el patrimonio cinematográfico de Hollywood.
Una elegante cinta en la que se evidencia la gran distancia que fluía entre las
clases sociales de la época. Mientras el país hace frente a los devastadores
efectos que ha causado la Gran Depresión de 1929, Irene Bullock (Carole
Lombard), una alocada e infantil chica de la alta sociedad, participa en un
trepidante concurso a modo de gymkana en el lujoso Hotel Waldorf Ritz junto a
su adinerada familia y amigos. Las pruebas consisten en recoger toda clase
desechos entre risas, conversaciones e importantes apuestas. En una de las
búsquedas de Irene y su hermana Cornelia (Gail Patrick), encuentran a Godfrey
(William Powell) en las orillas del East River, un culto e inteligente
vagabundo que ha sufrido las consecuencias económicas de la época. Es perfecto
para tal juego de caza, por lo que deciden invitarle al hotel y presentárselo a
sus amigos. De esta forma, Godfrey consigue obtener un empleo como mayordomo en
la impresionante mansión de la familia, en la quinta avenida de la cosmopolita
ciudad de Nueva York. Allí, observará detenidamente la frivolidad hilarante
de la clase pudiente, mientras trata de esconder por todos los medios un importante
secreto.
La comedia romántica de Gregory La Cava sigue siendo, a día
de hoy, una elegante y cautivadora historia que se desprende de cualquier
banalidad con la que otras obras operaban. En clave satírica, los ingeniosos y
brillantes diálogos revelan el trabajo de dos grandes guionistas, Morrie
Ryskind, que colaboraría con el director mientras también repartía su tiempo
con las películas de los hermanos Marx; y Eric Hatch, que cedió los derechos de
su novela, “1001 Park Avenue”, para dar vida a su propia genialidad. Han pasado
demasiadas décadas desde su estreno, en septiembre de 1936, pero, sin duda,
estamos ante una película atemporal de gran valor que supone uno de los mejores
screwball de todos los tiempos, además de inaugurar los años dorados del
cineasta.
Tal refinado humor no hace sino revelarnos una crítica
mordaz de la sociedad de clases. La aristocracia americana es sometida a una
mirada incisiva que hasta entonces pocas veces había visto el espectador. La
locura que se despliega, especialmente de manos del personaje de Irene Bullock,
procura pronunciar la burla hacia las costumbres de los más ricos, además de
culminar, en definitiva, en un metraje sofisticado y de obligado visionado. La exquisitez
narrativa con la que se desarrollan los casi 95 minutos de metraje es
completada por la labor tanto de uno de los grandes compositores de la
Universal, Charles Previn, como del director de fotografía Ted Tetzlaff,
siempre favorecido por la mano de Lombard, con quien trabajó en diez de sus
películas, como la que se estrenaría también ese mismo año, “The Princess Comes
Across” (William K. Howard, 1936). Tetzlaff realizó uno de sus trabajos más
recordados gracias a la equilibrada estética de las imágenes, sus inolvidables escenas
nocturnas, la minuciosa y destacada mirada de las extravagantes vidas
aristocráticas y el contraste con el realismo que mostraba en esa distinción
social con los más pobres.
Godfrey encarna a todo aquel hombre caído en el olvido por,
en este caso, la crisis económica. Esos hombres de negocios que se sumergieron
en la oscuridad social de las grandes metrópolis y que pasaron a formar parte
de la vergüenza y penosidad de las clases altas, pero también del ocio de
quienes no deben preocuparse por su día a día. El actor William Powell se
encontraba en plena época gloriosa, disfrutando del reconocimiento del público
gracias a los protagónicos que logró desde su intervención en “¿Quién la Mató?”
(Malcolm St. Clair y Frank Tuttle, 1929) y, sobre todo, por su entrañable
personaje del detective Nick Charles en la saga de películas iniciada por W.S. van Dyke,
“La Cena de los Acusados” (1934), “Ella, Él y Asta” (1936), “Otra Reunión de
Acusados” (1939) y “La Sombra del Hombre Delgado” (1941); con la que
continuaron los directores Richard Thorpe, con “El Hombre Delgado Vuelve a
Casa” (1944), y Edward Buzzell, con “La Canción de los Acusados” (1947), todas
ellas basadas en la novela homónima de Dashiell Hammett. Su decisión de
trabajar en la película de Gregory La Cava también conllevaba la participación
de su ya exmujer, la emblemática Carole Lombard y una de las fulgurantes
estrellas de la Paramount. Aunque su fama llegó poco tiempo después a través de
“La Reina de Nueva York” (William A. Wellman, 1937), lo cierto es que su
disparatada interpretación despliega un espléndido carisma que se acentúa con
la fantástica química que curiosamente posee con Powell. Ambos extraordinarios
en la piel de unos personajes complejos, consiguiendo alcanzar un equilibrio
especialmente cuando están juntos. Ella es alocada, aniñada, caprichosa y vivaz; él sobrio,
equilibrado, racional e inteligente; debilidades que, en cambio, acaban siendo
consideradas fortalezas.
“Al Servicio de las Damas” nos revela el magnífico talento
de un autor que vio pender de un hilo su carrera durante sus inicios, siempre
entre más fracasos que éxitos, pero que, al menos, llegó a ser uno de los directores más
prestigiosos de Hollywood durante los años 30 y, con el paso
del tiempo, ha conseguido situarse en un lugar distinguido en la historia del
cine. Su extenuante exploración de unas relaciones personales enrarecidas por su
contexto se ha convertido en un elemento que sigue asombrando a día de hoy como
parte de esa experimentación que primero se centró en el artilugio del cine y
que posteriormente acabaría centrándose en la perfección narrativa.
Lo mejor: dos espectaculares interpretaciones de dos grandes
actores del cine clásico.
Lo peor: Gregory La Cava supo sortear con inteligencia el
paso del cine mudo al sonoro, pero no pudo adaptarse a los tiempos una vez
olvidada la década de los 30, quedando relegado a la soledad e ignorado por la
industria al ser expulsado del club de “los favoritos”.
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