miércoles, 2 de agosto de 2017

UN TEATRO DE MÁSCARAS (2016)



Hay un sentimiento un tanto suculento y morboso, pero también macabro, en disfrutar del encierro de otros. Observar en silencio a unos personajes encerrados en una habitación o una vivienda y que, a lo largo de un metraje, salgan trapos sucios, disputas, secretos, reconciliaciones, penurias y, evidentemente, lo más bajo del ser humano. Este lado más voyeur del cine nos lleva a pensar en títulos como el clásico “El Ángel Exterminador” (1962), de Luis Buñuel; o, mucho más reciente, “Un Dios Salvaje” (2011), de Roman Polanski. Sin necesidad de poner un pie en el exterior, los minutos transcurren entre la vergüenza ajena y la curiosidad, a la espera de saber si solucionarán sus problemas en una conversación que siempre acaba siendo exacerbada o tal vez prefieran terminar destruyendo sus vidas, en el peor de los casos.

Con mayor benevolencia, “It’s Not the Time of My Life”, la obra del director y guionista húngaro Szabolcs Hajdu, camina por estos derroteros mucho más teatrales de lo acostumbrado, pero manteniendo ese toque claustrofóbico en un antiguo piso cuidadosamente decorado. Ezster (Orsolya Török-Illyés), su marido Farkas (Szabolcs Hajdu) y su inquieto hijo Brúnó (Zgismond Hajdu) son una familia acomodada que recibe la inesperada visita de unos parientes por un tiempo indeterminado. La hermana de Ezster, Ernella (Erika Tankó), su marido Albert (Domokos Szabó) y su hija Laura (Lujza Hajdu). Tras varios fracasos laborales en Escocia, retornan a su país sin un lugar en el que vivir con la esperanza de reiniciar sus vidas. El distanciamiento entre los miembros sale a flote de la forma más inesperada, cubierto de reproches, heridas del pasado, frustraciones y envidias.

La cámara pasea tranquilamente entre las habitaciones de un laberíntico apartamento por el que deambulan los personajes, construyendo la trama simplemente a partir de los diálogos y las acciones que ocurren en el interior de sus muros. No existe una relación idílica, sino desconfianza entre todos los adultos frente a la inocente frescura de unos niños que son testigos de lo más rastrero. En apenas 84 minutos de un austero metraje, a la intimidad de los incómodos silencios, las reflexiones tardías y las miradas inquisitorias, de las que somos conscientes gracias a los constantes primeros planos, resurgen por encima de cualquier acto aparentemente bondadoso. Ciertos toques de humor adornan el drama y dulcifican tan angustiosa tensión entre idas y venidas de la casa, ya que Szabolcs Hajdu permite a sus personajes una libertad que nos es arrebatada, siendo el espectador el único incapaz de cruzar el umbral de la puerta principal.

El autor muestra una obra en la que los problemas individuales también salen a flote, creando un único día en las vidas de sus personajes para tomar conciencia, regenerarse y partir hacia un futuro en el que ya nada será igual. Ezster, madre protectora que consiente las travesuras de su hijo, no es consciente del gran recelo que tiene hacia su hermana, ya que lo enmascara siempre dentro de lo “políticamente correcto” y de una sonrisa de bienvenida que termina siendo espeluznante. Por su parte, Ernella mantiene su orgullo intacto como autodefensa ante la certeza de haber perdido todo y con el único fin de proteger a su desamparada familia, en la que su marido Albert, con un sombrío semblante, se siente ensombrecido por la fuerza de ella. Cuestiones como el machismo, los lazos familiares, las infidelidades, los actos hipócritas y la paternidad quedan reflejadas en un amplio retrato que no escatima cada segundo para dar rienda suelta a lo más oscuro de los personajes, desnudándolos en lo que se erige como un largometraje que viene irremediablemente encadenado a muchas antecesoras similares.

El polifacético cineasta cubre un papel que toma importancia en su segunda mitad. Farkas se siente totalmente angustiado con la paternidad, pero una tarde de encierro le sirve para dar importancia a ciertas cosas y aprender todo lo que no ha podido en estos últimos años. Nada es baladí, todo cabo suelto queda enlazado con el reflejo mismo del teatro, cuya presencia conforma unos minutos finales que transcurren al compás de la pieza tan reveladora del músico estadounidense Daniel Johnston, “Life in Vain”. Los secretos se escapan en forma de un puzle que inevitablemente deja un poso en el público, una reflexión que, por un lado, nos acerca a las personalidades de los personajes y que, por otro, nos distancia para contemplar el retrato de una familia (en la vida real, la del propio autor) como otra cualquiera. 

Con los premios a la mejor película y actor principal del Festival de Karlovy Vary en 2016, “It’s Not the Time of My Life” está inevitablemente sujeta a comparaciones, pero se trata de una producción que habla por sí misma y que resulta más que interesante para los amantes del drama más íntimo y personal. Sin grandes ostentaciones y ganando el pulso a la palabra, Szabolcs Hajdu y sus muchos alumnos construyen una atmósfera armoniosa que se torna lúgubre e inestable a la menor oportunidad. No hay tregua para quienes se esconden tras una máscara en un laberíntico espacio que termina por avasallar, por volverse extraño, asfixiante y perturbador. Un discurso amargo que no resulta nada extraño, pero que enmudece entre complejos y sinsabores de lo más convulsivos en lo que bien podría formar parte de ese nuevo neoexistencialismo generacional que el cine, con cierta cabezonería, sigue intentando retratar.

Lo mejor: la forma en la que los personajes se van despojando de su antifaz y revelan, poco a poco, su propia personalidad.

Lo peor: hubiera sido interesante que el autor prestara más atención al personaje de Laura.


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