Hay
un sentimiento un tanto suculento y morboso, pero también macabro, en disfrutar
del encierro de otros. Observar en silencio a unos personajes encerrados en una
habitación o una vivienda y que, a lo largo de un metraje, salgan trapos sucios,
disputas, secretos, reconciliaciones, penurias y, evidentemente, lo más bajo
del ser humano. Este lado más voyeur del cine nos lleva a pensar en títulos
como el clásico “El Ángel Exterminador” (1962), de Luis Buñuel; o, mucho más reciente, “Un Dios
Salvaje” (2011), de Roman Polanski. Sin necesidad de poner un pie en el exterior, los
minutos transcurren entre la vergüenza ajena y la curiosidad, a la espera de
saber si solucionarán sus problemas en una conversación que siempre acaba
siendo exacerbada o tal vez prefieran terminar destruyendo sus vidas, en el
peor de los casos.
Con
mayor benevolencia, “It’s Not the Time of My Life”, la obra del director y
guionista húngaro Szabolcs Hajdu, camina por estos derroteros mucho más
teatrales de lo acostumbrado, pero manteniendo ese toque claustrofóbico en un antiguo
piso cuidadosamente decorado. Ezster (Orsolya Török-Illyés), su marido Farkas
(Szabolcs Hajdu) y su inquieto hijo Brúnó (Zgismond Hajdu) son una familia
acomodada que recibe la inesperada visita de unos parientes por un tiempo
indeterminado. La hermana de Ezster, Ernella (Erika Tankó), su marido Albert
(Domokos Szabó) y su hija Laura (Lujza Hajdu). Tras varios fracasos laborales
en Escocia, retornan a su país sin un lugar en el que vivir con la esperanza de reiniciar sus vidas. El distanciamiento entre los miembros
sale a flote de la forma más inesperada, cubierto de reproches, heridas del
pasado, frustraciones y envidias.
La
cámara pasea tranquilamente entre las habitaciones de un laberíntico
apartamento por el que deambulan los personajes, construyendo la trama
simplemente a partir de los diálogos y las acciones que ocurren en el interior
de sus muros. No existe una relación idílica, sino desconfianza entre todos los
adultos frente a la inocente frescura de unos niños que son testigos de lo más
rastrero. En apenas 84 minutos de un austero metraje, a la intimidad de los
incómodos silencios, las reflexiones tardías y las miradas inquisitorias, de las
que somos conscientes gracias a los constantes primeros planos, resurgen por encima de cualquier acto aparentemente bondadoso. Ciertos toques
de humor adornan el drama y dulcifican tan angustiosa tensión entre idas y
venidas de la casa, ya que Szabolcs Hajdu permite a sus personajes una libertad que
nos es arrebatada, siendo el espectador el único incapaz de cruzar el umbral de la puerta principal.
El autor
muestra una obra en la que los problemas individuales también salen a flote,
creando un único día en las vidas de sus personajes para tomar conciencia,
regenerarse y partir hacia un futuro en el que ya nada será igual. Ezster,
madre protectora que consiente las travesuras de su hijo, no es consciente del
gran recelo que tiene hacia su hermana, ya que lo enmascara siempre dentro de
lo “políticamente correcto” y de una sonrisa de bienvenida que termina siendo
espeluznante. Por su parte, Ernella mantiene su orgullo intacto como
autodefensa ante la certeza de haber perdido todo y con el único fin de
proteger a su desamparada familia, en la que su marido Albert, con un sombrío semblante,
se siente ensombrecido por la fuerza de ella. Cuestiones como el machismo, los
lazos familiares, las infidelidades, los actos hipócritas y la paternidad
quedan reflejadas en un amplio retrato que no escatima cada segundo para dar
rienda suelta a lo más oscuro de los personajes, desnudándolos en lo que se
erige como un largometraje que viene irremediablemente encadenado a muchas antecesoras similares.
El
polifacético cineasta cubre un papel que toma importancia en su segunda mitad.
Farkas se siente totalmente angustiado con la paternidad, pero una tarde de
encierro le sirve para dar importancia a ciertas cosas y aprender todo lo que no ha podido en estos últimos años.
Nada es baladí, todo cabo suelto queda enlazado con el reflejo mismo del
teatro, cuya presencia conforma unos minutos finales que transcurren al compás de la pieza tan reveladora del músico estadounidense Daniel Johnston, “Life in Vain”. Los secretos se escapan
en forma de un puzle que inevitablemente deja un poso en el público, una
reflexión que, por un lado, nos acerca a las personalidades de los personajes y
que, por otro, nos distancia para contemplar el retrato de una familia (en la
vida real, la del propio autor) como otra cualquiera.
Con los premios a la mejor película y actor principal del Festival de Karlovy Vary en 2016, “It’s
Not the Time of My Life” está inevitablemente sujeta a comparaciones, pero se
trata de una producción que habla por sí misma y que resulta más que interesante para los amantes del drama más íntimo y personal. Sin grandes ostentaciones y
ganando el pulso a la palabra, Szabolcs Hajdu y sus muchos alumnos construyen
una atmósfera armoniosa que se torna lúgubre e inestable a la menor
oportunidad. No hay tregua para quienes se esconden tras una máscara en un
laberíntico espacio que termina por avasallar, por volverse extraño, asfixiante
y perturbador. Un discurso amargo que no resulta nada extraño, pero que
enmudece entre complejos y sinsabores de lo más convulsivos en lo que bien
podría formar parte de ese nuevo neoexistencialismo generacional que el cine,
con cierta cabezonería, sigue intentando retratar.
Lo
mejor: la forma en la que los personajes se van despojando de su antifaz y
revelan, poco a poco, su propia personalidad.
Lo
peor: hubiera sido interesante que el autor prestara más atención al personaje de Laura.
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