El director y guionista griego Yorgos Lanthimos es conocido
popularmente por crear trabajos con historias de lo más retorcidas que logran
perturbar a todo espectador. Pese a que su debut en largometraje con “My Best
Friend” (2001) arrancó por el camino más cómico, pronto se evidenció un
tremendo giro que partiría de los toques experimentales de su siguiente obra,
“Kinetta” (2005), para desembocar en una de las cintas más inquietantes de este
nuevo siglo, “Canino” (2009), una historia un tanto bizarra que era presentada de forma sencilla, pero sumamente claustrofóbica. Utilizando una de las claves de su autoría como es la
distopía cercana, el cineasta encerraba literalmente a una familia dentro de los muros de
una casa de campo para reflejar una especie de gueto, por un lado, patriarcal, generando
un mundo de absoluto control; y, por otro lado, matriarcal, como fórmula para
la mediación del lenguaje, el cual es alterado a partir de los tabús en los que
los protagonistas evitan caer a toda costa. La extrañeza y aspereza que
transmitía, le llevó a recibir el premio “Un certain regard” del Festival de
Cannes y una nominación a los Oscar, pero también expandió su fama, que no hizo
sino acrecentar las expectativas de sus siguientes proyectos.
Desde “Canino”, la filmografía de Lanthimos ha causado un
furor totalmente justificable, que sólo decayó mínimamente con “Alps” (2011), pero que
volvió a ser recuperado con la desconcertante “Langosta”, por la que el autor
recibió un gran número de nominaciones y galardones en los Premios del Cine
Europeo, los Premios Gaudí, Satellite Awards, BAFTA, British Independent Film
Awards, los Globos de Oro y nuevamente tanto en el Festival de Cannes como en
los Oscar. Este largometraje deja a un lado la exploración de la familia o la
pérdida del ser querido para adentrarse en la pareja, pero sin olvidar el
universo de excesivo control en el que el cineasta parece sentirse cómodo.
Ambientada también en una distopía cercana, David (Colin Farrell) llega a un
hotel como parte de su proceso de búsqueda de una relación amorosa. Es su
última oportunidad, puesto que, si en 45 días no encuentra a alguien, deberá
convertirse en un animal a su elección, que, en este caso, es la langosta.
El interés que posee la filmografía de este director reside
en la creación de situaciones en los límites, que, a pesar de llegar a ser
bastante increíbles por su exacerbación, no son del orden de lo imposible.
Trabaja en un modo narrativo bastante intersticial entre la realidad y la
fantasía, retorciendo situaciones cotidianas, que trata de presentar con un
tono realista, pero que, en cambio, se desarrollan de manera irrealista por su
tendencia hiperbólica. Con pequeñas dosis de un sarcasmo tan ligero que despoja
de cualquier tipo de dramatismo a la narración, todo parece fluir
organizadamente en torno a una curiosa sociedad, en la que las emociones como
el amor quedan totalmente suspendidas y a merced del poder, ya que los
sentimientos llevan al libre albedrío de las personas y este hecho produciría
una subversión del orden social. Para evitarlo, se lleva a cabo de una mecanización de
control de la intimidad de la persona, poniendo sobre la mesa la cuestión de
hasta qué punto somos libres para hacer lo que queremos, incluso, en un tema tan
íntimo como el amor. De hecho, el hotel en el que se aloja David se presenta
prácticamente como una cárcel, con unos rituales de bienvenida que proceden a
la iniciación de la búsqueda del otro. Para ello, debe rellenar un formulario y
despojarse de su ropa, reflejando esa idea de que la comunidad pertenece al
estado. Esta desposesión del individuo, que se produce en los primeros
instantes de la cinta, logra despersonalizar a cada uno de los momentáneos
residentes del hotel al entrar en un universo cerrado, que, a su vez, sirve
como factor de humillación y presión social.
La pareja es central, pero alrededor de ella encontramos la
importancia del cuerpo y el acecho de un horror frío, que llega a contaminar desde
la institución y que provoca cierto distanciamiento con la narración, ya que se
producen situaciones un tanto bizarras que son desdramatizadas y normalizadas,
pero que, a nuestros ojos, es imposible sentir indiferencia. Esta fórmula nos
obliga a evitar a toda costa la lectura realista y literal para permitir el
desbordamiento de formas, de exageración en el lenguaje y la acción, pero nunca
en la interpretación. El amor es un factor de desorden, de la misma forma que
en “Canino” lo era el sexo, lo que lleva a que el comportamiento social acabe
siendo primitivo. Sin embargo, frente al control surge la subversión, los
fugados del hotel que aparecen como una tribu con su microcosmos, autonomía y
coherencia propia.
Los personajes son infantilizados ante la rigidez y el
desfase de un sistema que les dicta en todo momento lo que deben hacer. A
través de la mirada de David, nos vamos sorprendiendo del universo en el que
vive, que le ha llevado a ser una persona contenida y reprimida por completo.
Farrell realiza una notable labor ante un trabajo de interpretación que cuanto
menos se presenta complicado. A medida que se desarrolla la historia, el actor
deja a un lado la frialdad y rigidez con la que se presentaba para profundizar
en un personaje que esconde unos sentimientos que también le han sometido en su día a día. Al conocer a una fugitiva (Rachel Weisz), trata de
exteriorizar todas esas emociones para escapar de un mundo que no para de
estrangularle. La soberbia actuación de la actriz, que plasma la sensibilidad y
fragilidad, es el punto desestabilizador de David, que viene acompañado en todo
momento de las interpretaciones de Ben Whishaw y John C. Reilly, sus dos nuevos
amigos en el hotel; o Rosanna Hoult, su inesperada compañera. Sin embargo, Lanthimos desprende una
sensación nihilista en la que nadie parece tener escapatoria del control.
El autor repite experiencia con el director Thimios
Bakatakis para volver a desarrollar una fotografía pulcra y sencilla como en
“Canino”. La imagen habla por sí misma, desvelando ese mundo perfectamente
organizado, en el que imperan las reglas estricticas, limitativas, castrantes.
La atmósfera se torna tétrica con el transcurso de la película, forzando ese
horror frío que supone el bosque, el salir de la norma, el falso libre albedrío
de la exclusión. “Langosta” es otro cine, otras historias que nos llevan
más allá de lo que siempre observamos, pero, además, la filmografía de Lanthimos es una cita
indispensable para el espectador ávido de nuevas experiencias, de tramas que
traspasen límites y que reboten en una realidad que no dista tanto de lo que vemos
en pantalla.
Lo mejor: la originalidad que posee la cinta capta nuestra
atención durante las casi dos horas de metraje.
Lo peor: Lanthimos no es recomendable para quienes no sepan
mirar más allá.
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