A
veces, resulta inexplicable cómo una película puede pasar desapercibida en
cartelera cuando su historia es de lo más llamativa. Siendo cine de autor
podemos esperar que bien sea porque su estreno coincidió con otras cintas más
atractivas para el público o bien porque su autor aún no sea conocido (y
reconocido). Uno de tantos casos que suceden cada semana es el de “El Tiempo de
los Amantes”, del director francés Jérôme Bonnell, a quien algunos descubrieron
con su debut en el largometraje con “Le Chignon d'Olga” en 2002 y otros tantos
supieron de su existencia con la posterior “All About Them” (2015), que logró
una nominación a los premios César al mejor actor revelación gracias a la
interpretación realizada por el joven parisino Félix Moati.
Centrándonos
en el tema que nos atañe, nos enfrentamos a un minúsculo capítulo de la vida de
Alix (Emmanuelle Devos). Un único día de respiro en la estresada vida de una
mujer que trabaja como actriz en Calais, representando “La Dama del Mar”, la obra del
dramaturgo noruego Henrik Ibsen. Con un apabullante horario, decide regresar a París por la mañana para
resolver algunos asuntos de su vida y volver al trabajo ese mismo día. En pleno trayecto en tren, su mirada se
fija en un enigmático hombre, Doug (Gabriel Byrne). Desde ese mágico instante,
comienza un extraño, pero valiente juego de identidades, de búsqueda en uno
mismo y, sobre todo, de replanteamientos existenciales. En esa visión
posmoderna, ya no existe la idea de seducción clásica, de caza hacia el otro,
sino que toda clase de estrategias tradicionales quedan relegadas al pasado
para presentar la simple presencia de la pulsión humana.
La
conexión entre ambos personajes es fuerte, intensa, deliberada, pero, ante
todo, efímera. El azar, el encuentro fortuito les ha llevado a rendirse a la
conexión y a apartarse de su camino habitual. Ese paréntesis que se toma Alix
es un completo descanso ante la tensión que vive. Se ha dejado el móvil en el
hotel y debe recurrir constantemente a las cabinas de teléfono para poder
comunicarse, en especial, con su pareja, alguien que se muestra siempre ausente y
con el que mantiene una unión a través del dichoso contestador. Debe
asistir a un casting, ver a su madre, con quien ha quedado para comer; a su
hermana, con la que no parece tener una relación demasiado estrecha; y, sobre
todo, debe volver a subirse al tren para regresar a su trabajo.
Toda acción es envuelta en el ruido de la ciudad. Las llamadas imposibles cada vez que necesita hablar, el paso de los
coches, la masividad de la capital. Una tensión urbana, social e, incluso, física
que la fuerza a vivir en el imperativo del tiempo, en la urgencia que impide
detenerse y poder ser uno mismo. En definitiva, es la expresión del presentismo
en su máximo horror. Una vida moderna literalmente que se mantiene en lucha
constante con la identidad personal. No tiene tiempo para sentir ni para vivir
con intensidad, un aspecto que precisamente encuentra en la mirada de Doug,
cuya expresión inspira una gran tristeza y melancolía frente a, en su vertiente opuesta, la
inexpresividad de ella. Sin necesidad de verbalizar las emociones, su
intimidad se hace visible al sentir tan profundamente, pero, ¿qué es lo que le
ocurre? Alix permanece intrigada ante un hombre que parece reunir todo lo que
ella necesita en ese instante, por lo que no duda en arriesgar, en ser valiente y, con
pretensiones de guardar por encima de todo su anonimato, ir en su búsqueda para
observar qué es lo que le ha producido tanta amargura, pero, ante todo, sentir de cerca esa
atrayente capacidad de sacar fuerza del dolor.
Alix
da un paso más allá para encontrarse con una relación totalmente inesperada. En
ese acercamiento, ella deja atrás su estresante vida, su pareja, y se reúne con
un hombre que, frente a ella, aparca los sentimientos que le han aletargado
para vivir un respiro diferente. Sin embargo, y pese a que en un plano evidente
estamos ante lo que sería una simple infidelidad, a un nivel más profundo no
encontramos engaño o traición, sino una exploración de la otra cara de la
relación. Un hecho que les lleva a experimentar, a poner sobre la cama sentimientos que parecían adormecidos en un mundo emocional intermedio que, a día de hoy, ya se ha perdido por la presión del entorno.
Cierto
es que todo les separa, pero hay una atracción fatal que es imposible ignorar.
Una captación del otro al margen de la seducción con tal intensidad en el
momento que prácticamente compensa esa falta de continuidad. Una exploración
identitaria en forma de viaje al interior que Alix necesita, puesto que es
alguien inseguro, inestable, duda de su propia relación, mientras que Doug da
la sensación de poder resistir a la vida e, incluso, a la muerte. En esta ocasión,
Devos se enfrenta de forma sobresaliente e impecable a un personaje que nada
tiene que ver con ese aire bohemio que suele llevar consigo, mientras que el
popular actor Gabriel Byrne se muestra bastante cómodo en el papel de
profesor de literatura que llega a París desde Gran Bretaña por un asunto que
marca un antes y un después en su vida.
El
director Pascal Lagriffoul sigue acompañando en su trayectoria a Bonnell desde
sus inicios, realizando un trabajo impoluto que simula apagar la ciudad para
despertar nuestra mirada frente a la curiosa relación de los protagonistas. Con
un tono minimalista y con la capital francesa de testigo, la fotografía
prácticamente revela un gran cariño por sus personajes, con pequeños detalles que
desvelan ese sentimiento especial y único de quienes, por fin, son capaces de
sentir. No hay necesidad de conmover en “El Tiempo de los Amantes”, sino que el
autor, más bien, nos otorga lo mismo que a Alix y Doug, una simple pausa con la que detener el tiempo, respirar y sentir nuestro interior, ya sea en forma
de aventura o, en este caso, visualizando una interesante propuesta que, en su momento, no
merecía pasar tan desapercibida.
Lo
mejor: sin duda, la labor realizada por Devos y Byrne, sobre quienes recae toda
responsabilidad y con quienes compartimos este valiente viaje identitario.
Lo
peor: esa necesidad de buscar verosimilitud en el cine, cuando en realidad sólo
hablamos de sentir, disfrutar y dejarse llevar.
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