Pocas películas pueden expresar tan vivamente el papel que
cumplen los medios de comunicación en la sociedad del siglo XX como lo hace
“Network. Un Mundo Implacable”, del director, productor y guionista
estadounidense Sidney Lumet. Corría el año 1976, una época en la que el medio
por excelencia, la televisión, ya formaba parte de la rutina de todas las
familias, de la cotidianidad de todos los hogares. Esa popularmente conocida
“caja tonta”, que se ganó el centro de atención de cada salón, no hizo más que
expandir un sistema de poder que ya tomaba constancia desde los tiempos de la
prensa y, posteriormente, la radio. Bajo esta premisa, la película se alzó con
cuatro Premios Óscar al mejor guion original (Paddy Chayefsky), mejor actriz
principal (Faye Dunaway), mejor actor principal a título póstumo (Peter Finch)
y mejor actriz de reparto para Beatrice Straight, que curiosamente apenas posee
unas pocas líneas en la obra.
Basada en la historia real de la joven periodista Christine
Chubbuck, que tomó la decisión de suicidarse en 1974, durante la emisión en
directo de un programa de televisión que ella misma presentaba, la cinta se
centra en la vida laboral de Howard Bale (Peter Finch), un presentador de
informativos que debe asimilar que el medio es un negocio y, por tanto, si no
hay audiencia, no hay trabajo; Diana Christensen (Faye Dunaway), una exitosa
mujer empresaria que coordina la cadena; y Max Schumacher (William Holden),
un periodista que mantiene una relación estrecha con Diana.
Con una carrera de oro tras las cámaras, que, precisamente
comenzaría en televisión, Lumet es reconocido por la adaptación al cine de “Doce
Hombres Sin Piedad” (1957), todo un esmerado e indispensable thriller que
marcaría su restante trayectoria, la cual gira, en más de una ocasión, en torno
a la figura del poder. Sin embargo, “Network. Un Mundo Implacable” le tocaba de
cerca, puesto que él conocía como nadie los entresijos que se esconden en los
pasillos de aquellos gigantes televisivos que manejaban a la ciudadanía
prácticamente a su antojo. De hecho, la película nos presenta este imperio a
través de una mirada que nos empequeñece, con edificios infinitos que tocan el
cielo.
El director nos deja clara la idea de que el medio es el que
selecciona las noticias del día, pero no sólo determina qué contar, sino
también cómo contarlo. Si algo no vende, se elimina, por lo que su visión se
centra en la venta a toda costa. Es más, si una cadena no consigue llegar a las
cifras mínimas de venta, es vista como un hazmerreír en la industria. Por
tanto, el contenido no es importante para este sistema de poder, sino los
números y ganancias, algo que no dista en demasía con lo que sucede en la actualidad. A su vez,
la sociedad queda reflejada como una masa que se está volviendo cada vez más
negativa y que necesita a los medios para poder expresar ese odio. Todo ello se
acentúa cuando Bale es despedido y, en pleno arrebato desesperado, de repente,
se convierte en algo interesante que ver. Desde ese momento, Bale ya no es un
presentador de informativos más, sino todo un gurú, un visionario, un profeta
enfurecido, el portavoz del pueblo, al que intenta despertar de los embrujos de
una caja tonta que les manipula y curar de una hipocresía insaciable. En él
reside el sentir, la respuesta de todo lo que se ha ofrecido a una población a
la que se juzga por sólo conocer una única realidad, la de la televisión. Finch
es la estrella de la cinta, un actor irresistible en su evolución
trepidante que supera los límites de la locura.
Ese detonante convierte al medio en espectáculo, en puro
sensacionalismo. Ciertos diálogos de gran calado y palabras afiladas nos
desgranan una sensación que conocemos de cerca: los medios consideran que nadie
quiere saber la verdad. Es más, intentan proporcionar una imagen de la verdad
como algo negativo, como si el conocimiento pudiera ser peligroso. Bale no duda
en proclamar constantemente que sabe la verdad, pero es esta consciencia la que
posee un mayor poder, más de lo que uno se hubiera imaginado. La televisión refleja
que el saber puede acabar con nosotros y el personaje de Bale es todo un ejemplo
de ello. Sin embargo, Lumet agrega una subtrama que toma peso a lo largo del
metraje, como es la relación entre Diana y Max, una pareja que, más allá del
romance existente, representan el choque que se produce entre el sistema
conservador de la televisión y la nueva generación televisiva, en el que el
primer poder considera que el segundo es depravado y poco serio al ofrecer
únicamente fugacidad. En este aspecto, tanto Dunaway como Holden realizan una
fantástica labor de interpretación entre la fuerza arrolladora de ella y el
ímpetu racional de él.
La fotografía corre a cargo del director neoyorquino Owen
Roizman, más conocido por sus impecables trabajos en clásicos como “El
Exorcista” (William Friedkin, 1973), que llegó en su época dorada; la visionaria
“Tootsie” (Sydney Pollack, 1982), “La Familia Addams” (Barry Sonnenfeld, 1991)
o la romántica “French Kiss” (Lawrence Kasdan, 1995). Al equipo se suma el
compositor Elliot Lawrence, especializado en el formato televisivo y que en
“Network. Un Mundo Implacable” encontraba una excepción. Sobre la obra de Lumet
recae todo un pesado significado que hoy en día es necesario revisar y tener
presente, de ahí que fuese seleccionada en el año 2000 para su preservación en
el Registro Fílmico Nacional de la Biblioteca del Congreso de los Estados
Unidos. Sólo existe un sistema que determina la vida, una estructura global que
se rige por las leyes comerciales, lo que nos lleva a pensar en el mundo como
un negocio. Siempre nos han hecho creer que se tiene en cuenta el crecimiento
individual, pero en realidad es el de las masas el que prima por encima de
todo, demostrando que los humanos sólo somos seres.
Lo mejor: su necesario visionado para comprender qué “leyes”
rigen este mundo y cuál es nuestra verdadera realidad.
Lo peor: el actor Peter Finch no pudo estar presente en el
gran éxito que supuso esta película.
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