Es curioso que “Eden: Lost in Music” surgiera como respuesta
a otra película. La joven directora francesa Mia Hansen-Løve debutó en 2007 con
la ópera prima “Todo Está Perdonado”, un drama familiar que le puso en el punto
de mira europeo tras su presentación en el Festival de Cannes de ese mismo año.
A partir de ese momento, llegaron varios premios, como el de mejor actriz por
la actuación de Marie-Christine Friedrich en el Festival de Gijón y una
nominación al mejor primer trabajo en los Premios César. Casada con el cineasta
Olivier Assayas desde el año 2009, la autora decidió reflexionar acerca del proyecto
que su esposo publicó en 2012, “Después de Mayo”, en donde se realizaba un
retrato de la generación de Assayas, con jóvenes inmersos en la política y la
creatividad de la famosa Revolución del 68. En ese instante, Hansen-Løve se cuestionó sobre cómo fue su propia generación, qué les motivaba y, en definitiva, cómo
vivían.
Así surge la historia de Paul Vallée (Félix de Givry), un DJ
que comienza a dar sus primeros pasos en este campo en plenos años 90, cuando
la música electrónica sonaba en la noche y el garaje house hacía danzar a las
principales capitales europeas. Lo que se suponía una actividad de ocio
mientras emprendía sus estudios de doctorado, le lleva a tomar en serio una
faceta que le invitará a vivir nuevas experiencias, protagonizando una etapa tan inestable como una montaña rusa emocional, sobre todo, en lo que respecta a su relación
sentimental con Louise (Pauline Etienne). Basada en las vivencias de su hermano
menor, Sven Hansen-Løve, que acarició la fama a mediados de los 90; la cinta
supone el cuarto largometraje de la autora, con el que obtuvo varias
nominaciones en los festivales de IndieLisboa, Londres, San Sebastián y
Toronto, aunque llegar hasta allí le supusiera grandes quebraderos de cabeza,
como la incesante búsqueda de alguien que deseara arriesgarse a financiar una película “sobre
un DJ”.
En esa ensoñación de luces de colores, música, noche,
bailes, risas, alcohol y drogas, viven personajes prácticamente a la deriva,
entre los que curiosamente aparecen representados unos simpáticos Thomas Bangalter (Vincent
Lacoste) y Guy-Manuel de Homem-Christo (Arnaud Azoulay), popularmente conocidos
como Daft Punk, como parte de esa esfera festiva en la que no todos pueden
triunfar. Durante 130 minutos de metraje, se desarrolla el camino de Paul, un
joven como otro cualquiera que experimenta con lo que tiene a su alcance. Los
discos forman parte de su día a día, mientras que la universidad queda relegada
poco a poco a un segundo plano. Su empeño le conduce por las fiestas más
importantes de la ciudad y más tarde por su aventura en Estados Unidos para
asistir a un festival y hacer nuevos contactos.
Los reproches de su madre no son suficientes ante la
adrenalina que le ofrece este inestable mundo, su círculo de amistades y sus
amores. Sin embargo, el tiempo pasa y no espera a nadie. Paul crece al igual
que todo lo que le rodea. Algunos se pierden en ese solitario destino, otros sacan partido al
trabajo de los demás y muchos otros deben poner pies en polvorosa para
entender que esta vida no está hecha para ellos. No es por falta de interés o
ganas, sino que simplemente no existe esa oportunidad de pisar un estrellato
casi inalcanzable.
Hansen-Løve acude al minimalismo ante tanto derroche de
excesos. Testigos de esta cultura juvenil, un modo de existencia que se
proyecta como clímax de una crisis de madurez, la imagen nos muestra ese
carácter efímero de la transición, de la búsqueda de la intensidad de una época
en desconexión y, ante todo, de una exaltación del sentir intermitente. La
autora describe a la perfección el valor del individualismo de Paul, que no
consigue comprometerse con nadie por culpa de su contexto, que le empuja a padecer
la idea de lo poco necesario que es encontrar una conexión en favor del placer de las sensaciones. No tiene la capacidad de
ver la rentabilidad tanto en términos económicos como existenciales. Puro
hedonismo que disfruta y del que debe pagar ciertas consecuencias para él
inesperadas por vivir únicamente en el presente.
Su relación con Louise no dista mucho de esta realidad.
Ejemplo indudable de lo que Bauman en su día describiría como “amor líquido”, la relación
sentimental entre ambos se presenta inacabada constantemente. Y mientras ella
asume la responsabilidad que el destino pone sobre sus hombros, Paul se
mantiene centrado en su propio culto a la alegría. Etienne asume el papel más
dramático de la cinta, aportando ese toque terrenal del que parece carecer el
protagonista. Su magnífico derroche emocional completa los fragmentos más
intensos de la obra. Por su parte, Félix de Givry realiza una labor más
recatada al mantenerse más frío y apático. Su falta de transparencia dificulta
la exteriorización de su sentir, demostrando cierta desidia ante su realidad. No
es hasta los últimos 30 minutos del largometraje donde Paul consigue extraer
parte de sus sentimientos para alcanzar un clímax más efectivo.
El director de fotografía parisino Denis Lenoir se hizo
cargo de “Eden: Lost in Music” en un año que le llevaría a proyectarse directamente a los Oscars
con la premiada “Siempre Alice” (Richard Glatzer y Wash Westmoreland, 2014). En
esta ocasión, la película de Hansen-Løve es más pausada de lo que aparenta ser
teniendo en cuenta el estilo de la premisa. Lo que podría haberse convertido en un
interminable algarabío de fiestas al son de la rítmica banda sonora que posee, en realidad se transforma en
una vivencia que toma distancia de la acción, por lo que, en lugar de
involucrarnos en los dulces sabores de la gloria paradisíaca, somos testigos
pasivos del nauseabundo olor de una lenta condena. Contrastes neutrales para
mitigar el trasiego y una imagen que acentúa la mirada detallista de la autora
conforman un producto disfrutable que tan sólo peca de cierta irregularidad
narrativa por culpa de la innecesaria extensión de su metraje.
Lo mejor: nuestra posición como simple espectadores de un
edén ciertamente engañoso que vive en el presente nocturno.
Lo peor: la directora pasa de puntillas por un mundo que
requería una mayor profundidad, desaprovechando minutos que podrían haber
aportado una gran intensidad.
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