jueves, 30 de marzo de 2017

EL ÉXTASIS DEL PARAÍSO (2014)



Es curioso que “Eden: Lost in Music” surgiera como respuesta a otra película. La joven directora francesa Mia Hansen-Løve debutó en 2007 con la ópera prima “Todo Está Perdonado”, un drama familiar que le puso en el punto de mira europeo tras su presentación en el Festival de Cannes de ese mismo año. A partir de ese momento, llegaron varios premios, como el de mejor actriz por la actuación de Marie-Christine Friedrich en el Festival de Gijón y una nominación al mejor primer trabajo en los Premios César. Casada con el cineasta Olivier Assayas desde el año 2009, la autora decidió reflexionar acerca del proyecto que su esposo publicó en 2012, “Después de Mayo”, en donde se realizaba un retrato de la generación de Assayas, con jóvenes inmersos en la política y la creatividad de la famosa Revolución del 68. En ese instante, Hansen-Løve se cuestionó sobre cómo fue su propia generación, qué les motivaba y, en definitiva, cómo vivían.

Así surge la historia de Paul Vallée (Félix de Givry), un DJ que comienza a dar sus primeros pasos en este campo en plenos años 90, cuando la música electrónica sonaba en la noche y el garaje house hacía danzar a las principales capitales europeas. Lo que se suponía una actividad de ocio mientras emprendía sus estudios de doctorado, le lleva a tomar en serio una faceta que le invitará a vivir nuevas experiencias, protagonizando una etapa tan inestable como una montaña rusa emocional, sobre todo, en lo que respecta a su relación sentimental con Louise (Pauline Etienne). Basada en las vivencias de su hermano menor, Sven Hansen-Løve, que acarició la fama a mediados de los 90; la cinta supone el cuarto largometraje de la autora, con el que obtuvo varias nominaciones en los festivales de IndieLisboa, Londres, San Sebastián y Toronto, aunque llegar hasta allí le supusiera grandes quebraderos de cabeza, como la incesante búsqueda de alguien que deseara arriesgarse a financiar una película “sobre un DJ”.

En esa ensoñación de luces de colores, música, noche, bailes, risas, alcohol y drogas, viven personajes prácticamente a la deriva, entre los que curiosamente aparecen representados unos simpáticos Thomas Bangalter (Vincent Lacoste) y Guy-Manuel de Homem-Christo (Arnaud Azoulay), popularmente conocidos como Daft Punk, como parte de esa esfera festiva en la que no todos pueden triunfar. Durante 130 minutos de metraje, se desarrolla el camino de Paul, un joven como otro cualquiera que experimenta con lo que tiene a su alcance. Los discos forman parte de su día a día, mientras que la universidad queda relegada poco a poco a un segundo plano. Su empeño le conduce por las fiestas más importantes de la ciudad y más tarde por su aventura en Estados Unidos para asistir a un festival y hacer nuevos contactos.

Los reproches de su madre no son suficientes ante la adrenalina que le ofrece este inestable mundo, su círculo de amistades y sus amores. Sin embargo, el tiempo pasa y no espera a nadie. Paul crece al igual que todo lo que le rodea. Algunos se pierden en ese solitario destino, otros sacan partido al trabajo de los demás y muchos otros deben poner pies en polvorosa para entender que esta vida no está hecha para ellos. No es por falta de interés o ganas, sino que simplemente no existe esa oportunidad de pisar un estrellato casi inalcanzable.

Hansen-Løve acude al minimalismo ante tanto derroche de excesos. Testigos de esta cultura juvenil, un modo de existencia que se proyecta como clímax de una crisis de madurez, la imagen nos muestra ese carácter efímero de la transición, de la búsqueda de la intensidad de una época en desconexión y, ante todo, de una exaltación del sentir intermitente. La autora describe a la perfección el valor del individualismo de Paul, que no consigue comprometerse con nadie por culpa de su contexto, que le empuja a padecer la idea de lo poco necesario que es encontrar una conexión en favor del placer de las sensaciones. No tiene la capacidad de ver la rentabilidad tanto en términos económicos como existenciales. Puro hedonismo que disfruta y del que debe pagar ciertas consecuencias para él inesperadas por vivir únicamente en el presente.

Su relación con Louise no dista mucho de esta realidad. Ejemplo indudable de lo que Bauman en su día describiría como “amor líquido”, la relación sentimental entre ambos se presenta inacabada constantemente. Y mientras ella asume la responsabilidad que el destino pone sobre sus hombros, Paul se mantiene centrado en su propio culto a la alegría. Etienne asume el papel más dramático de la cinta, aportando ese toque terrenal del que parece carecer el protagonista. Su magnífico derroche emocional completa los fragmentos más intensos de la obra. Por su parte, Félix de Givry realiza una labor más recatada al mantenerse más frío y apático. Su falta de transparencia dificulta la exteriorización de su sentir, demostrando cierta desidia ante su realidad. No es hasta los últimos 30 minutos del largometraje donde Paul consigue extraer parte de sus sentimientos para alcanzar un clímax más efectivo.

El director de fotografía parisino Denis Lenoir se hizo cargo de “Eden: Lost in Music” en un año que le llevaría a proyectarse directamente a los Oscars con la premiada “Siempre Alice” (Richard Glatzer y Wash Westmoreland, 2014). En esta ocasión, la película de Hansen-Løve es más pausada de lo que aparenta ser teniendo en cuenta el estilo de la premisa. Lo que podría haberse convertido en un interminable algarabío de fiestas al son de la rítmica banda sonora que posee, en realidad se transforma en una vivencia que toma distancia de la acción, por lo que, en lugar de involucrarnos en los dulces sabores de la gloria paradisíaca, somos testigos pasivos del nauseabundo olor de una lenta condena. Contrastes neutrales para mitigar el trasiego y una imagen que acentúa la mirada detallista de la autora conforman un producto disfrutable que tan sólo peca de cierta irregularidad narrativa por culpa de la innecesaria extensión de su metraje.

Lo mejor: nuestra posición como simple espectadores de un edén ciertamente engañoso que vive en el presente nocturno.

Lo peor: la directora pasa de puntillas por un mundo que requería una mayor profundidad, desaprovechando minutos que podrían haber aportado una gran intensidad.


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