Tras
dedicar nada menos que los primeros 15 años de trayectoria profesional a un
sinfín de cortometrajes que delataban cierto gusto por el cine experimental, el
director británico Steve McQueen se estrenó en el mundo del largometraje con
“Hunger” (2008), una coproducción irlandesa que retrata una cuestión que a nadie
dejó indiferente. La huelga de hambre protagonizada por el IRA en la cárcel de
máxima seguridad Maze Prison muestra el cuerpo como instrumento de protesta en
el sentido más directo de la palabra, en un contexto de encarcelamiento, de
castigo físico y como mecanismo de libertad. La cinta no hacía más que
presagiar la presencia de un cineasta arriesgado que daría mucho que hablar.
Así fue. Un BAFTA, otro más en los European Film Awards, en el Festival de Cine
de Toronto, de Venecia, tres en los British Independent Film Awards,
diversos premios más de la crítica británica, canadiense y estadounidense y dos
galardones en el Festival de Cannes, entre otros muchos que cayeron del cielo. El realizador se erigía
como toda una promesa de la cinematografía británica.
Aunque
sigue manteniendo ciertos coqueteos con el cortometraje, McQueen tocó el cielo
con su tercera película, “12 Años de Esclavitud”, todo un fenómeno popular del
2013 que se alzaría con 6 Oscar, entre ellos, a la mejor película del año. Pero
antes de llegar a la cima, nos detenemos en su segunda obra, “Shame” (2011),
que da un paso más allá en otro terreno muy diferente. En esta ocasión,
encontramos una aproximación erótica al cuerpo como tema central. Brandon
(Michael Fassbender) se encuentra en la treintena, en esa edad bisagra entre la
juventud y la madurez. Vive en Nueva York como un ciudadano más, pero en su
interior se esconde un lado obsesivo que le impide controlar su apetito sexual.
El consumo de porno, las relaciones sexuales con prostitutas y otras solteras
rigen una vida apática que se ve interrumpida por la visita inesperada de su
hermana pequeña, Sissy (Carey Mulligan), que pretende quedarse en su piso
durante unos días.
El
autor se centra de forma asombrosa en la pura fisicidad del cuerpo como expresión de la identidad,
aunque su mirada se presenta en términos bastante negativos. Brandon siente una
insatisfacción permanente, que, poco a poco, se transforma en agresividad y
ansia. No es sólo una visión sobre la adicción sexual, sino que la trama
profundiza y traspasa límites hasta culminar en ese sentido de sumisión que se
transmite a través del cuerpo. Es una especie de depredador sexual que lleva a
cabo una metamorfosis durante los 100 minutos de metraje, en los que se respira
una cuestión más actual de lo que a simple vista se aprecia: una dependencia
física hacia el cuerpo como objeto de culto. Esta fetichización
del cuerpo es un tema bastante recurrente en el cine de las últimas décadas, como se
pudo observar en “American Psycho” (Mary Harron, 2000), en la que el narcisismo que muestra Patrick
Bateman (Christian Bale) en un principio, esconde una auténtica veneración a sí
mismo. En este caso, el horror no viene de la mano de un asesino en serie, sino
de quien utiliza su cuerpo como instrumento de control para ejecutar la labor sexual.
Si
McQueen empleaba “Hunger” para expresar un cuerpo castigado y encarcelado, en
“Shame” éste se presenta dominado y dependiente hasta la obsesión. A simple
vista, Brandon parece sentir constantemente deseos de seducir, de conquistar al
otro, pero, en realidad, este tráfico está enfocado al consumo tanto de la
imagen pornográfica como del propio sexo físico. Tanto el uno como el otro se
modifican y retroalimentan desde el principio, generando un vórtice sin salida
para el protagonista. Es un personaje que solo se desenvuelve en la relación de
consumo, camuflada en el deseo, no tanto en el plano sexual al uso, sino mecánico. No hay relación con el
otro, obviamente como persona; ni verbal ni afectiva. El papel de la imagen,
del porno, modifica el papel del sexo, la iniciación al acto. Hay un trasfondo
que traslada la dependencia a estas imágenes, la mediación de la imagen porno.
Sin embargo, en ningún momento se explican las causas de toda esta adicción. El
autor omite por completo los orígenes para que simplemente nos inmiscuyamos en
la vida de Brandon por unos días. Precisamente, es el tiempo en el que su rutina se
desestabiliza por la aparición de su hermana, que, junto a su equipaje,
transporta ciertos asuntos pendientes, entre los que destaca una extraña insinuación
orientada hacia la atracción entre ambos.
Tanto
Fassbender como Mulligan representan dos papeles que se complementan, pero que,
a la vez, constituyen las dos caras del límite, uno desde la apatía y la
frialdad, la otra desde la emotividad y el histrionismo. El actor repite
experiencia con el cineasta tras el éxito de “Hunger”. Su total convicción ante
un trabajo que requiere un tono moderado y casi discreto consigue destacar con
tan sólo su estremecedora existencia. Muchos se quedaron con la parte más
superficial de su labor y su posterior repercusión, pero, en realidad, más allá
de morbos y polémicas, lo cierto es que estamos ante una de sus mejores
interpretaciones. Por su parte, la imagen frágil de Mulligan enriquece una
actuación que sobrepasa los bordes identitarios en un personaje totalmente
perdido y a la deriva. Su evidente falta de cariño hace que su conducta se vea
forzada a cometer actos que exterioricen su dolor.
El
director de fotografía tejano Sean Bobbitt repite nuevamente en el equipo
de McQueen, completando, así, una carrera de lo más heterogénea, desde el
aterciopelado siglo XIX de “Hysteria” (Tanya Wexler), en la que trabajó ese
mismo año 2011; hasta la tétrica “Byzantium” (Neil Jordan, 2012) o el bochornoso
remake “Old Boy” (Spike Lee, 2013), entre otras muchas. En esta ocasión, parte
de su autoría se refleja en la transparencia del entorno de los dos personajes.
El vacío minimalismo construido a partir de tonalidades frías acentúa aún más
la personalidad del protagonista. La ciudad de Nueva York surge como testigo
del desequilibrio a modo de panorámicas, siendo prácticamente la única
presencia de un escenario que cobra vida y que sirve para que Brandon observe
el exterior a través de un prisma muy diferente, como un voyeur que contempla
pasivamente y disfruta de algo que no protagoniza él, es decir, del disfrute de
otros. Esta hipervisibilidad en la que todo se puede ver y se muestra sin
filtros, sin mediación, es una falsa transparencia, la cual se contrapone con
la perfección física. “Shame”
se desenvuelve en la nocturnidad y toma como contrapunto el día. En función de
esto cambia su personalidad, aunque sus obsesiones siguen siendo las mismas. La
ambivalencia de Brandon se encierra en la falta de verbalización del amor y sus
sentimientos cuando debe enfrentarse a la verdadera realidad. Esa
insensibilidad conforma un fantástico retrato del “sujeto dividido”
en un relato que, sin duda, hace de McQueen un autor arriesgado y especial, que hace de su trayectoria pura experimentación.
Lo
mejor: la profundidad con la que el cineasta es capaz de representar un
personaje con gran dificultad.
Lo peor: la visión tan superficial con la que muchos se conformaron.
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