15 de agosto de 1969. Un grupo de inversores comienzan el
supuesto negocio de sus vidas. Una idea planificada al detalle para sacar
partido al espacio cedido por un vecino de Bethel, condado de Sullivan, estado
de Nueva York. La granja, de 240 hectáreas, serviría de lugar de diversión
durante dos días. Ya se intentó en el pueblo de Wallkill (condado de Orange,
Nueva York), pero, tras la oposición de la población, tuvieron que buscar un
nuevo recinto en el que llevar a cabo su celebración. Todo estaba aparentemente
controlado, grupos contratados, seguridad planificada y público limitado,
pero la misma mañana del día 15 se dieron cuenta de que aquella cita se iría irremediablemente de
las manos.
El Festival de Woodstock fue mucho más que estas simples
líneas. Esa inmensa reunión del movimiento hippie pasaría a formar parte de la historia,
recordada tanto por asistentes como por varias generaciones posteriores como símbolo
de juventud, de una posibilidad de cambio cuando realmente sí se está dispuesto a ello. El
cine también ha seguido recordando tal evento, ya sea a partir de ficciones
como la versión libre del popular director taiwanés Ang Lee, “Destino:
Woodstock” (2009); de documentales tan importantes como el premiado
“Woodstock, 3 días de paz y música” (Michael Wadleigh, 1970), que sigue siendo prácticamente una cinta de culto para los más nostálgicos; o de especiales únicos como aquel extenso
metraje para la televisión en conmemoración por su 25º aniversario, “Woodstock
Diary” (Chris Hegedus, Erez Laufer, D.A. Pennebaker, 1994). A esta pequeña lista con títulos esenciales se suma otra aportación más que capta indudablemente nuestra atención, “Woodstock: Three Days that Defined a Generation”, el
documental del director, productor y guionista estadounidense Barak Goodman.
Mientras otros nos han mostrado cómo fue la vivencia desde el escenario o el trabajo que llevaron a cabo los organizadores, el cineasta nos introduce en pleno éxtasis, entre el calor del público. Días de gloria entre quienes impulsaron todo un movimiento pacifista con el simple objetivo de cambiar la realidad. El metraje se aísla de las interrupciones de otros para enfocarse entre los verdaderos protagonistas de Woodstock. La diversión, las drogas o la música que hacían contonear a toda una masa son tan sólo el primer escalón de un metraje que también revela el lado oculto, como son la falta de alimentos o medicina, el desbordamiento de asistentes que apenas se preveía, los mercados artesanales que también se adueñaron de parte del terreno, etc.
En tan sólo 100 minutos de cinta, las imágenes de archivo se adueñan de nuestra mirada para presenciar la experiencia desde el punto de vista de unos jóvenes atípicos. Curiosamente la mirada nostálgica de Goodman es más imparcial de lo esperado. La hipótesis de que el festival podría haber sido todo un desastre acecha a cada instante, pero el espíritu de toda una generación superó con creces cualquier ambición económica que pudiera existir. “Paz y amor”, ese clásico “eslogan” que muchos vitorearon inspira cada rincón de la obra, pero su acercamiento a la realidad es más palpable que otros documentales realizados. Ensombrecido por los recuerdos, el público recupera el protagonismo arrebatado durante tantos años.
Mientras otros nos han mostrado cómo fue la vivencia desde el escenario o el trabajo que llevaron a cabo los organizadores, el cineasta nos introduce en pleno éxtasis, entre el calor del público. Días de gloria entre quienes impulsaron todo un movimiento pacifista con el simple objetivo de cambiar la realidad. El metraje se aísla de las interrupciones de otros para enfocarse entre los verdaderos protagonistas de Woodstock. La diversión, las drogas o la música que hacían contonear a toda una masa son tan sólo el primer escalón de un metraje que también revela el lado oculto, como son la falta de alimentos o medicina, el desbordamiento de asistentes que apenas se preveía, los mercados artesanales que también se adueñaron de parte del terreno, etc.
En tan sólo 100 minutos de cinta, las imágenes de archivo se adueñan de nuestra mirada para presenciar la experiencia desde el punto de vista de unos jóvenes atípicos. Curiosamente la mirada nostálgica de Goodman es más imparcial de lo esperado. La hipótesis de que el festival podría haber sido todo un desastre acecha a cada instante, pero el espíritu de toda una generación superó con creces cualquier ambición económica que pudiera existir. “Paz y amor”, ese clásico “eslogan” que muchos vitorearon inspira cada rincón de la obra, pero su acercamiento a la realidad es más palpable que otros documentales realizados. Ensombrecido por los recuerdos, el público recupera el protagonismo arrebatado durante tantos años.
Las reflexiones van más allá de lo considerado. ¿Qué hubo
detrás del mito? El cineasta responde sobradamente a cuestiones profundas,
inmiscuyéndose en el corazón de toda una filosofía de vida expuesta en pocos
días de celebración. Es posible que el retrato de Woodstock quede casi
completado entre esta obra y el trabajo llevado a cabo por Michael Wadleigh,
trasladándonos al barrizal en donde míticos grupos de música se dieron cita
para ensalzar las convicciones de todos. Con la constante presencia de la
guerra de Vietnam y tras el simbólico Verano del Amor de 1967, el festival, que
fue todo un éxito de asistencia, pero no tanto de beneficios, tuvo otras ediciones
que más bien sirvieron de recordatorio y que, en alguna ocasión, trataron de
cerrar cuentas pendientes, como la casi eterna espera de Bob Dylan sobre el
escenario.
En aquella granja dejaron su huella The Who y los flecos de
Roger Daltrey al viento, mientras sonaban las notas de un gran referente, “My
Generation”; las cálidas palabras de “Somebody to Love”, de Jefferson Airplane,
a plena luz del día; los desgarros de Joe Cocker, que deslumbró a su público en
el supuesto último día; la vitaleza de la guitarra de Santana, al que todavía
muchos desconocían; la inesperada colaboración de Neil Young y Crosby, Stills
& Nash que sólo aquellos privilegiados pudieron presenciar; el embrujo de
Creedence Clearwater Revival o la deslumbrante Janis Joplin, pero, sobre todo,
la poderosa maestría de Jimmy Hendrix, que, con su ensordecedora aparición,
silenció a los asistentes con notas que parecían recordar las secuelas de
Vietnam.
Es cierto que resulta complicado superar la labor que llevó
a cabo Michael Wadleigh a través de un metraje de nada menos que de 3 horas. Es
difícil que “Woodstock: Three Days that Defined a Generation” alcance su
altura, pero la cámara de Goodman nunca tiembla pese a ello. En menos tiempo,
logra exponer una historia de 4 días desde un punto de vista diferente, un
contexto necesario, ensombrecido por las grandes estrellas que se reunieron en un
alejado campo para compartir una vivencia única. Pocos hubieran sido
conscientes del recuerdo que dejarían entre barro y pasto, de la creación de un
mito que muchos quisieron honrar e imitar, pero que nunca, al menos hasta la
fecha, han conseguido repetir.
Lo mejor: el material de archivo con el que poner una imagen
concreta a los rostros anónimos que formaron parte de tal hito.
Lo peor: posiblemente quede ensombrecido para siempre con la
extensa perfección de Wadleigh.
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