lunes, 30 de septiembre de 2019

A LA SOMBRA DEL MITO (2019)


15 de agosto de 1969. Un grupo de inversores comienzan el supuesto negocio de sus vidas. Una idea planificada al detalle para sacar partido al espacio cedido por un vecino de Bethel, condado de Sullivan, estado de Nueva York. La granja, de 240 hectáreas, serviría de lugar de diversión durante dos días. Ya se intentó en el pueblo de Wallkill (condado de Orange, Nueva York), pero, tras la oposición de la población, tuvieron que buscar un nuevo recinto en el que llevar a cabo su celebración. Todo estaba aparentemente controlado, grupos contratados, seguridad planificada y público limitado, pero la misma mañana del día 15 se dieron cuenta de que aquella cita se iría irremediablemente de las manos. 

El Festival de Woodstock fue mucho más que estas simples líneas. Esa inmensa reunión del movimiento hippie pasaría a formar parte de la historia, recordada tanto por asistentes como por varias generaciones posteriores como símbolo de juventud, de una posibilidad de cambio cuando realmente sí se está dispuesto a ello. El cine también ha seguido recordando tal evento, ya sea a partir de ficciones como la versión libre del popular director taiwanés Ang Lee, “Destino: Woodstock” (2009); de documentales tan importantes como el premiado “Woodstock, 3 días de paz y música” (Michael Wadleigh, 1970), que sigue siendo prácticamente una cinta de culto para los más nostálgicos; o de especiales únicos como aquel extenso metraje para la televisión en conmemoración por su 25º aniversario, “Woodstock Diary” (Chris Hegedus, Erez Laufer, D.A. Pennebaker, 1994). A esta pequeña lista con títulos esenciales se suma otra aportación más que capta indudablemente nuestra atención, “Woodstock: Three Days that Defined a Generation”, el documental del director, productor y guionista estadounidense Barak Goodman.

Mientras otros nos han mostrado cómo fue la vivencia desde el escenario o el trabajo que llevaron a cabo los organizadores, el cineasta nos introduce en pleno éxtasis, entre el calor del público. Días de gloria entre quienes impulsaron todo un movimiento pacifista con el simple objetivo de cambiar la realidad. El metraje se aísla de las interrupciones de otros para enfocarse entre los verdaderos protagonistas de Woodstock. La diversión, las drogas o la música que hacían contonear a toda una masa son tan sólo el primer escalón de un metraje que también revela el lado oculto, como son la falta de alimentos o medicina, el desbordamiento de asistentes que apenas se preveía, los mercados artesanales que también se adueñaron de parte del terreno, etc.

En tan sólo 100 minutos de cinta, las imágenes de archivo se adueñan de nuestra mirada para presenciar la experiencia desde el punto de vista de unos jóvenes atípicos. Curiosamente la mirada nostálgica de Goodman es más imparcial de lo esperado. La hipótesis de que el festival podría haber sido todo un desastre acecha a cada instante, pero el espíritu de toda una generación superó con creces cualquier ambición económica que pudiera existir. “Paz y amor”, ese clásico “eslogan” que muchos vitorearon inspira cada rincón de la obra, pero su acercamiento a la realidad es más palpable que otros documentales realizados. Ensombrecido por los recuerdos, el público recupera el protagonismo arrebatado durante tantos años. 

Las reflexiones van más allá de lo considerado. ¿Qué hubo detrás del mito? El cineasta responde sobradamente a cuestiones profundas, inmiscuyéndose en el corazón de toda una filosofía de vida expuesta en pocos días de celebración. Es posible que el retrato de Woodstock quede casi completado entre esta obra y el trabajo llevado a cabo por Michael Wadleigh, trasladándonos al barrizal en donde míticos grupos de música se dieron cita para ensalzar las convicciones de todos. Con la constante presencia de la guerra de Vietnam y tras el simbólico Verano del Amor de 1967, el festival, que fue todo un éxito de asistencia, pero no tanto de beneficios, tuvo otras ediciones que más bien sirvieron de recordatorio y que, en alguna ocasión, trataron de cerrar cuentas pendientes, como la casi eterna espera de Bob Dylan sobre el escenario.

En aquella granja dejaron su huella The Who y los flecos de Roger Daltrey al viento, mientras sonaban las notas de un gran referente, “My Generation”; las cálidas palabras de “Somebody to Love”, de Jefferson Airplane, a plena luz del día; los desgarros de Joe Cocker, que deslumbró a su público en el supuesto último día; la vitaleza de la guitarra de Santana, al que todavía muchos desconocían; la inesperada colaboración de Neil Young y Crosby, Stills & Nash que sólo aquellos privilegiados pudieron presenciar; el embrujo de Creedence Clearwater Revival o la deslumbrante Janis Joplin, pero, sobre todo, la poderosa maestría de Jimmy Hendrix, que, con su ensordecedora aparición, silenció a los asistentes con notas que parecían recordar las secuelas de Vietnam.

Es cierto que resulta complicado superar la labor que llevó a cabo Michael Wadleigh a través de un metraje de nada menos que de 3 horas. Es difícil que “Woodstock: Three Days that Defined a Generation” alcance su altura, pero la cámara de Goodman nunca tiembla pese a ello. En menos tiempo, logra exponer una historia de 4 días desde un punto de vista diferente, un contexto necesario, ensombrecido por las grandes estrellas que se reunieron en un alejado campo para compartir una vivencia única. Pocos hubieran sido conscientes del recuerdo que dejarían entre barro y pasto, de la creación de un mito que muchos quisieron honrar e imitar, pero que nunca, al menos hasta la fecha, han conseguido repetir.

Lo mejor: el material de archivo con el que poner una imagen concreta a los rostros anónimos que formaron parte de tal hito.

Lo peor: posiblemente quede ensombrecido para siempre con la extensa perfección de Wadleigh.


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