Algunos ya conocerán a la familia Ionesco. Por un lado, la
fotógrafa francesa Irina Ionesco, siempre relacionada con el dramaturgo y
escritor franco-rumano Eugène Ionesco, aunque poco tuvieran que ver más allá de
su apellido. A través de su famosa Nikon, realizaba retratos de semidesnudos
cargados de un extraño erotismo entre su eterno blanco y negro con los que
profundizaba en cuestiones existenciales como la muerte o la violencia.
Por otro lado, su hija, Eva Ionesco, que acabaría desarrollando su carrera
profesional como actriz en la televisión y el cine. Su estreno en este mundo llegó de
la mano de Roman Polanski y una de sus obras cumbre, “El Quimérico Inquilino” (1976),
en donde figuraba con un papel muy pequeño como era el de la hija de Madame Gaderian. Posteriormente, ha trabajado de forma casi constante con
destacados cineastas franceses como Jean-Philippe Toussaint, Virginie Thévenet
o Arnaud y Jean-Marie Larrieu. En su carrera también surgen directores
extranjeros como la italiana Valeria Bruni Tedeschi. Ionesco, actriz enclaustrada como la eterna secundaria, finalmente se lanzaría a la dirección
de cine con “La Loi de la Forêt” en 2006, que pasaría sin pena ni gloria. No
sería hasta su segundo largometraje, “My Little Princess” (2011), cuando
recibiría algunas recompensas en forma de nominaciones en el Festival de Cannes o los premios
César y otros tantos galardones, como los del Festival de Bombay, que se sumarían, por
fin, al reconocimiento de toda su trayectoria.
Junto a estas dos mujeres tan artísticas, se une a la saga
familiar Lukas Ionesco, hijo de Eva, que ejerce de modelo y actor gracias al
furor causado en Francia por su porte aniñado. El joven se estrenó en el mundo
actoral a través de la citada “My Little Princess”. Con su siguiente trabajo ya
había conseguido el protagónico en una de las películas de nada menos que el
popular cineasta independiente Larry Clark, “The Smell of Us” (2014). Después de este
importante paso en su carrera, regresó bajo la dirección de su madre con
“Golden Youth” (“Une jeunesse dorée”), una coproducción franco-belga que cuenta
con la colaboración del escritor y periodista Simon Liberati como guionista.
Su narración nos traslada a la Francia de 1979, a una cuidad
glamurosa, efervescente, lujuriosa. Rose (Galatéa Bellugi) es una adolescente
de 16 años que fue abandonada por sus padres y que, por fin, puede dejar atrás el
orfanato gracias a su novio, Michel (Lukas Ionesco), que, a sus 22 años, se
ofrece a ejercer de su tutor. Fuera de aquellos muros castradores, los dos
jóvenes dan rienda suelta a su apasionada historia de amor llena de vaivenes.
Un piso compartido, un grupo de amigos y fiestas de gran derroche convierten su
rutina en pura diversión. Sin embargo, todo cambia cuando conocen, en una de
sus modernas y excéntricas celebraciones, a Lucile Wood (Isabelle Huppert) y Hubert
Robert (Melvil Poupaud), una pareja aburguesada de mediana edad que se
encapricha de ambos. Casi como de una adopción se tratase, Lucile se obsesiona
con las dotes artísticas de Michel, mientras que Hubert hará todo lo posible
para acercarse a Rose.
Sin novedad en el frente. “Golden Youth” no termina de
aportar absolutamente nada con una narración construida tan a fuego lento que
parece inamovible. Lo que se planteaba como un juego psicológico que podría
haber aportado las dosis necesarias para captar toda nuestra atención, en
realidad se transforma en relaciones maniqueas llenas de puro instinto y típicas
pulsiones. Durante los poco más de 110 minutos de duración, el metraje
se resiente duramente en su desarrollo, girando siempre en torno a caprichos y
falsedades entre dos parejas que, finalmente, caen en la comparación
innecesaria. Los celos y la posesión entran en contraste con el amor libre y
los acuerdos entre pareja, pero, sobre todo, las amistades trazadas caen en la
inevitable superficialidad no sólo de su contexto, sino también de un guion que
podría haber sido pulido con mayor mimo y cuidado.
Quizá el mayor atractivo radique en la luz que aporta
Isabelle Huppert en todo este juego. Su personaje, Lucile Wood, nos arrastra
más por sus enigmas que por sus palabras y gestos, que terminan por revelar sus
intenciones desde el primer instante en que aparece en pantalla. Por suerte, el
fallo no es de la actriz, que trata de ensalzar con gran seducción un papel que
hace aguas desde su base. Igualmente, y con gran tristeza observamos cómo el
actor Hubert Robert termina por pasar demasiado desapercibido. No es fácil
salir airoso de la gran estela que lleva a cuestas su compañera, pero, al igual
que sucede con el personaje de Lucile Wood, su papel apenas cuenta con el
desarrollo merecido, estancándose en un simple capricho y entre diálogos en los
que revela una mustia conformidad.
Precisamente, las dotes actorales de Galatéa Bellugi son más
que evidentes, pero su escasa evolución apenas le sirve para lucirlas.
Estridente, voluble a la menor oportunidad, sin rumbo fijo, pero haciendo gala
de todo un abanico de actitudes frívolas, Rose no logra arrastrarnos a su mundo
en ningún momento. En definitiva, una muñeca rota sin profundidad. Ante esta
tesitura, no es de extrañar que el personaje de Michel peque exactamente de lo
mismo. El hijo de la cineasta se mantiene constantemente al margen a través de
una gran contención y una extraña expresión inmóvil que nos impide conocer
siquiera alguno de sus pensamientos o emociones.
En contraste con los múltiples fallos narrativos con los que
carga “Golden Youth”, encontramos una imagen de lo más cautivadora. El trabajo
realizado por la directora de fotografía francesa Agnès Godard deja
prácticamente sin respiración. Habitual en el equipo de grandes directoras
francesas como Claire Denis o Ursula Meier, Godard ha colmado de magníficos
detalles a la cinta de Ionesco. Como no cabía esperar de otra manera, su
indispensable labor al menos consigue hacer reflotar el metraje. El evidente
homenaje que realiza a “The Rocky Horror Picture Show” (Jim Sharman, 1975) nos
prepara para una oda al barroquismo entre fiestas repletas de brillos y lentejuelas con
cierto aroma bohemio. Todo un placer visual que sirve, cuanto menos, de consuelo. Pese a ello,
Eva Ionesco tristemente no logra acertar con “Golden Youth”, una película que
requería un mayor cuidado narrativo, una profundidad que nos obligara a
anclarnos en sus personajes, a buscar un pasadizo por el que inmiscuirnos en su
realidad, en lugar de quedarnos sentados mientras vemos desfilar ante nuestros
ojos fiestas, bailes, diálogos insípidos que no llevan a ninguna parte y
acciones sin sentido que sólo apoyan la superficialidad de una trama que
finalmente se queda a medio camino.
Lo mejor: el trabajo realizado por Agnès Godard a nivel
visual permite quedarse eclipsado entre sus cuidados detalles.
Lo peor: la falta de profundidad en la psicología de sus
personajes nos cierra la puerta a una plena inmersión.
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