El famoso director y guionista chileno Pablo Larraín despegó por todo lo
alto cuando aún aglutinaba unos pocos títulos en su filmografía y es que desde
sus inicios logró hacerse notar en el circuito de festivales más destacados.
Primero fue “Fuga” (2006), su ópera prima en clave dramática sobre música,
obsesión por la perfección y la búsqueda del éxito por encima de todo. Con
ella, recibió un gran reconocimiento por parte de la audiencia en los
certámenes de Cartagena, Málaga y Trieste. Tan sólo dos años después, el cineasta
presentaría su segundo largometraje, “Tony Manero” (2008), gracias al cual
consiguió una nominación a la mejor película iberoamericana en los Premios
Ariel junto a una fructuosa gira por festivales de Buenos Aires, Cinemanila, Estambul, Rotterdam, Torino o Varsovia, aunque, sin duda, destaca su
primer aterrizaje en Cannes. Una fantástica oportunidad para darse a conocer a
nivel internacional que le llevó a los Oscar de 2013 con su siguiente obra,
“No”. Toda una carrera imparable que le abrió las puertas de la industria
cinematográfica estadounidense con “Jackie” (2016), un biopic intimista de la
ex primera dama Jacqueline Kennedy durante los días posteriores al asesinado de
JFK.
Su quinto largometraje, “El Club”, también circuló por las
pantallas de Berlín, Chicago, Mar de Plata y San Sebastián con gran acierto
junto a su posterior nominación a los Globos de Oro. No es la primera vez que
nos enfrentamos a una revisión de la memoria histórica y muy especialmente a
las consecuencias que aún, a día de hoy, seguimos arrastrando en una especie de
carga que parece pesar más y más con el transcurso del tiempo. Cuatro
sacerdotes (Alejandro Goic, Alejandro Sieveking, Jaime Vadell y Alfredo Castro)
viven en una solitaria casa de un pueblo costero bajo la supervisión y el
cuidado de una monja, la Hermana Mónica (Antonia Zegers). Habituados al
prácticamente aislamiento de la zona, tratan de purgar los pecados de su
pasado. La soledad es su penitencia y el único camino para seguir adelante. Sin
embargo, la llegada de un nuevo cura, el Padre García (Marcelo Alonso), romperá
su tranquila rutina, rescatando el amargor del que todos huían.
Una crítica social que versa sobre el papel cómplice de la
Iglesia durante la dictadura de Pinochet. “El Club” muestra otra forma de
representar el horror a través de sus recuerdos, de las secuelas que permanecen
en nuestras retinas. Un rastro que persiste, no sólo en la psicología de los
personajes, sino también de los que viven cerca, de los distantes vecinos. Casi 100
minutos de metraje en los que su narración, construida entre elementos
dramáticos y satíricos, se desarrolla a fuego lento, prácticamente
contemplativo, hasta las escenas finales, en las que se produce un passage à
l’acte en el que la rabia campa a sus anchas. El extrañamiento que surge al
principio motiva la creación de una nueva visión del monstruo, mucho más
personal y oculto, que vive una vida muy normal y que puede esconderse en el
interior de cualquiera de nosotros. Quienes contienen ese monstruo no son forzosamente
personajes fuera de lo común, ni aquellos que viven al borde de delirio o la
locura, ni mucho menos quienes se sitúan en pleno epicentro del mal, sino que
son aquellos que, con total normalidad, continúan con su rutina sin sentimiento
de culpa ni arrepentimiento.
Larraín, respaldado por los guionistas Guillermo Calderón y
Daniel Villalobos, no trata de recrearse en los hechos del pasado que tanto han
marcado este presente, pero evidencia en pantalla los restos de lo que un día
fueron, lo que queda y lo que se ha perdido por el camino. Algunos de estos
recuerdos se han asumido con total tranquilidad, otros quedaron encerrados en
una especie de caja de Pandora al que nadie desea acceder. Pasar por ellos de
puntillas es el objetivo del autor, sin apenas alusiones para cuestiones que
son sobradamente conocidas, que permanecen en la sombra de la realidad para
crear la excusa y el escenario perfecto. Para ello, el director de fotografía
Sergio Armstrong se encarga de retratar ese horror a través de la frialdad de
la imagen. La siniestra atmósfera no da respiro, envolviendo la acción, los
secretos y comportamientos más extraños, en una puesta en escena magnífica e
inolvidable.
Los personajes nunca son exculpados, sino que evidencian
cada vez más la banalidad del mal. Algunos de ellos se erigen como verdugos de
forma indirecta con la evidente problemática de la responsabilidad colectiva de
una sociedad cómplice. En “El Club” no hay espacio para tomar conciencia de la
gravedad de los actos de cada uno, permaneciendo en la superficie, en la
falsedad. No existe un verdadero arrepentimiento y, por tanto, nunca se llega a
una reparación moral. ¿Quiénes son estos monstruos?, ¿cómo son en verdad? La
banalidad de su convivencia, fe y pequeños detalles, como su curiosa afición a
las carreras de perros, no es sino la certidumbre de la existencia de un horror
que permanece en las mentes de todos, incluso, de los niños. Alejandro Goic,
Alejandro Sieveking, Jaime Vadell y Alfredo Castro dan vida a unos personajes
ambivalentes, que guardan celosamente su intimidad, pero que, en
cambio, se ven unidos por la confianza y complicidad. Un aspecto que se demuestra totalmente con la llegada de un quinto sacerdote, encarnado por Marcelo Alonso con especial carisma y magnetismo. Una excelente labor la de
estos actores, sobre los que recae todo el peso de la narración.
La obra no está planteada en términos de moralidad, sino que
se trata de una mirada cercana, dentro de un intento de comprensión. “El Club”
no pide responsabilidades, tan sólo se construye gracias a una visión personal
despojada de toda tradición moral y testimonio histórico en el que no hay cabida para las conexiones con el pasado. Una batalla psicológica que
realmente incomoda y que impide sentirse indiferente tras su visionado. Tal es
así que a todos nos evoca a nuestra propia memoria histórica, en la que existen
sombríos episodios cuyas secuelas aún seguimos arrastrando tristemente. Es éste
el principal encanto del largometraje de Larraín, que finaliza su obra con un
siniestro y doloroso poso en el que nos recuerda que este horror sigue conviviendo trágicamente entre
nosotros.
Lo mejor: la espléndida labor técnica que sirve como llamada
de atención. Las grandes actuaciones de su elenco principal. La reflexión
universal que Larraín nos obliga a considerar.
Lo peor: sus minutos iniciales desprenden una sensación de
desorientación que poco a poco se va perdiendo.
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