martes, 30 de enero de 2018

LA CONCIENCIA DEL HORROR (2015)



El famoso director y guionista chileno Pablo Larraín despegó por todo lo alto cuando aún aglutinaba unos pocos títulos en su filmografía y es que desde sus inicios logró hacerse notar en el circuito de festivales más destacados. Primero fue “Fuga” (2006), su ópera prima en clave dramática sobre música, obsesión por la perfección y la búsqueda del éxito por encima de todo. Con ella, recibió un gran reconocimiento por parte de la audiencia en los certámenes de Cartagena, Málaga y Trieste. Tan sólo dos años después, el cineasta presentaría su segundo largometraje, “Tony Manero” (2008), gracias al cual consiguió una nominación a la mejor película iberoamericana en los Premios Ariel junto a una fructuosa gira por festivales de Buenos Aires, Cinemanila, Estambul, Rotterdam, Torino o Varsovia, aunque, sin duda, destaca su primer aterrizaje en Cannes. Una fantástica oportunidad para darse a conocer a nivel internacional que le llevó a los Oscar de 2013 con su siguiente obra, “No”. Toda una carrera imparable que le abrió las puertas de la industria cinematográfica estadounidense con “Jackie” (2016), un biopic intimista de la ex primera dama Jacqueline Kennedy durante los días posteriores al asesinado de JFK.

Su quinto largometraje, “El Club”, también circuló por las pantallas de Berlín, Chicago, Mar de Plata y San Sebastián con gran acierto junto a su posterior nominación a los Globos de Oro. No es la primera vez que nos enfrentamos a una revisión de la memoria histórica y muy especialmente a las consecuencias que aún, a día de hoy, seguimos arrastrando en una especie de carga que parece pesar más y más con el transcurso del tiempo. Cuatro sacerdotes (Alejandro Goic, Alejandro Sieveking, Jaime Vadell y Alfredo Castro) viven en una solitaria casa de un pueblo costero bajo la supervisión y el cuidado de una monja, la Hermana Mónica (Antonia Zegers). Habituados al prácticamente aislamiento de la zona, tratan de purgar los pecados de su pasado. La soledad es su penitencia y el único camino para seguir adelante. Sin embargo, la llegada de un nuevo cura, el Padre García (Marcelo Alonso), romperá su tranquila rutina, rescatando el amargor del que todos huían.

Una crítica social que versa sobre el papel cómplice de la Iglesia durante la dictadura de Pinochet. “El Club” muestra otra forma de representar el horror a través de sus recuerdos, de las secuelas que permanecen en nuestras retinas. Un rastro que persiste, no sólo en la psicología de los personajes, sino también de los que viven cerca, de los distantes vecinos. Casi 100 minutos de metraje en los que su narración, construida entre elementos dramáticos y satíricos, se desarrolla a fuego lento, prácticamente contemplativo, hasta las escenas finales, en las que se produce un passage à l’acte en el que la rabia campa a sus anchas. El extrañamiento que surge al principio motiva la creación de una nueva visión del monstruo, mucho más personal y oculto, que vive una vida muy normal y que puede esconderse en el interior de cualquiera de nosotros. Quienes contienen ese monstruo no son forzosamente personajes fuera de lo común, ni aquellos que viven al borde de delirio o la locura, ni mucho menos quienes se sitúan en pleno epicentro del mal, sino que son aquellos que, con total normalidad, continúan con su rutina sin sentimiento de culpa ni arrepentimiento.

Larraín, respaldado por los guionistas Guillermo Calderón y Daniel Villalobos, no trata de recrearse en los hechos del pasado que tanto han marcado este presente, pero evidencia en pantalla los restos de lo que un día fueron, lo que queda y lo que se ha perdido por el camino. Algunos de estos recuerdos se han asumido con total tranquilidad, otros quedaron encerrados en una especie de caja de Pandora al que nadie desea acceder. Pasar por ellos de puntillas es el objetivo del autor, sin apenas alusiones para cuestiones que son sobradamente conocidas, que permanecen en la sombra de la realidad para crear la excusa y el escenario perfecto. Para ello, el director de fotografía Sergio Armstrong se encarga de retratar ese horror a través de la frialdad de la imagen. La siniestra atmósfera no da respiro, envolviendo la acción, los secretos y comportamientos más extraños, en una puesta en escena magnífica e inolvidable.

Los personajes nunca son exculpados, sino que evidencian cada vez más la banalidad del mal. Algunos de ellos se erigen como verdugos de forma indirecta con la evidente problemática de la responsabilidad colectiva de una sociedad cómplice. En “El Club” no hay espacio para tomar conciencia de la gravedad de los actos de cada uno, permaneciendo en la superficie, en la falsedad. No existe un verdadero arrepentimiento y, por tanto, nunca se llega a una reparación moral. ¿Quiénes son estos monstruos?, ¿cómo son en verdad? La banalidad de su convivencia, fe y pequeños detalles, como su curiosa afición a las carreras de perros, no es sino la certidumbre de la existencia de un horror que permanece en las mentes de todos, incluso, de los niños. Alejandro Goic, Alejandro Sieveking, Jaime Vadell y Alfredo Castro dan vida a unos personajes ambivalentes, que guardan celosamente su intimidad, pero que, en cambio, se ven unidos por la confianza y complicidad. Un aspecto que se demuestra totalmente con la llegada de un quinto sacerdote, encarnado por Marcelo Alonso con especial carisma y magnetismo. Una excelente labor la de estos actores, sobre los que recae todo el peso de la narración.

La obra no está planteada en términos de moralidad, sino que se trata de una mirada cercana, dentro de un intento de comprensión. “El Club” no pide responsabilidades, tan sólo se construye gracias a una visión personal despojada de toda tradición moral y testimonio histórico en el que no hay cabida para las conexiones con el pasado. Una batalla psicológica que realmente incomoda y que impide sentirse indiferente tras su visionado. Tal es así que a todos nos evoca a nuestra propia memoria histórica, en la que existen sombríos episodios cuyas secuelas aún seguimos arrastrando tristemente. Es éste el principal encanto del largometraje de Larraín, que finaliza su obra con un siniestro y doloroso poso en el que nos recuerda que este horror sigue conviviendo trágicamente entre nosotros.

Lo mejor: la espléndida labor técnica que sirve como llamada de atención. Las grandes actuaciones de su elenco principal. La reflexión universal que Larraín nos obliga a considerar.

Lo peor: sus minutos iniciales desprenden una sensación de desorientación que poco a poco se va perdiendo.



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