Tradicionalmente,
el cine japonés se ha distanciado, en parte, de los géneros cinematográficos
que Hollywood desarrolló a principios de siglo XX ya desde su etapa más
temprana. Sin embargo, su conocimiento en Occidente no llegaría hasta los años
50, momento en el que maestros del “clasicismo”, como Akira Kurosawa, Kenji
Mizoguchi o Yasujiro Ozu, eclipsaron al cine mundial por, contrariamente, su
modernismo en el séptimo arte. Su
novedosa visión artística plasmada en la gran pantalla provocó que, desde entonces,
muchos autores se vieran totalmente influidos por esta cinematografía, un
aspecto que evidentemente sigue ocurriendo a día de hoy.
A
diferencia de Kurosawa o Mizoguchi, Ozu dedicó su trayectoria a plasmar lo
cotidiano. Sus películas, de ambientación contemporánea, suelen narrar la
rutina y los problemas domésticos de las familias japonesas, poniendo sumo
cuidado en los pequeños detalles, los cuales también dieron nombre a algunas de sus magníficas obras, como
“El Sabor del Té Verde con Arroz” (1952) o “El Sabor del Sake” (1962), aunque indudablemente siempre será recordado por la obra maestra “Cuentos de Tokio” (1953). Por su parte, el transcurso del tiempo a través de los días y las estaciones del
año también adquirió gran importancia a lo largo de su carrera. Primero fue
“Primavera Tardía” (1949) para poco después continuar con “El Comienzo del
Verano” (1951), “Primavera Precoz” (1956), “Crepúsculo en Tokio” (1957),
“Flores de Equinoccio” (1958), “Otoño Tardío” (1960) y, finalmente, “El Último Verano” (1961).
De
su éxito también disfrutó la famosa actriz japonesa Setsuko Hara, que acabó
desempeñando el papel de musa de Ozu durante una larga temporada. Tal
oportunidad llegaría con “Primavera Tardía”, en la que encarna a Noriko
Somiya, una joven veinteañera que se encarga de cuidar de su padre, Shukichi
Somiya (Chishû Ryû). El hombre, que quedó viudo hace varios años, empieza a plantearse la posibilidad de que su
hija contraiga matrimonio y siga con su vida. Shôishi Hattori (Jun Usami),
amigo de la familia, es un perfecto candidato con el que, incluso, Noriko
mantiene una estrecha relación, pero éste tiene planes para casarse con la
mejor amiga de ella. Al mismo tiempo, la tía Masa (Haruko Sugimura) busca un buen partido para su
sobrina, mientras que piensa una solución para combatir la futura soledad de su
hermano Shukichi.
Tal
vez ésta sea una de las mejores obras del cineasta al atesorar tanto encanto en
la sencilla composición de un metraje que apenas dura 108 minutos de auténtico
cine. El ligero optimismo que se respira en la narración queda mitigado de forma
elegante por una melancólica sensación que deja un poso agridulce en sus
últimos instantes. Las respetadas tradiciones de la sociedad japonesa no
perdonan y Noriko no puede retrasar por más tiempo lo que está escrito en su
destino a pesar del dolor que supone abandonar a su padre en la más rotunda
soledad. Pocas películas han sabido plasmar tan intensamente las emociones sin
necesidad de evidenciarlas, sino tan sólo recurriendo a las palabras
silenciadas, a las miradas y gestos contenidos de las desgarradoras
interpretaciones de Setsuko Hara y Chishû Ryû, quienes continuaron sus carreras
al lado de Ozu.
El
estilo del autor es fácilmente reconocible a través de planos estáticos de
diferentes tamaños. No existen los picados ni contrapicados, ni los grandes
alardes técnicos, sino que siempre sitúa su cámara a la altura de los
personajes, haciendo uso de lo que acabó siendo reconocido como los “planos
tatami”, al disponer un trípode especial con el que rodaba sentado en el suelo.
Pero, quizá, lo que más puede llamar la atención a un espectador occidental que
ha disfrutado del cine clásico hollywoodiense es el uso de los contraplanos, en
los que los actores miran frontalmente sin pretender romper la cuarta pared, la
ilusión a la que Ozu nos invita. El anti-antropocentrismo es realmente evidente
con una imagen que no se centra en los personajes, sino en el espacio, en el
que se insertan las ideas de fugacidad y vacuidad en un escenario visualmente
geométrico.
“Primavera
Tardía” es la mirada de Ozu, el acercamiento a las convenciones sociales de
Japón, la aproximación a la rutinaria vida de su población, que se muestra como
un ciclo constante, como el de las estaciones, convertidas en ritos de paso por
los que desfilamos de puntillas cada uno de nosotros. Una composición precisa,
vibrante, creada con pulso firme, con una filosofía que, en ocasiones, nos
distancia inevitablemente. Toda una obra maestra de obligado visionado que, aún
a día de hoy, sigue sorprendiendo, despertando la admiración de los amantes del
séptimo arte. Atrevida en su enfoque, comedida en sus emociones y equilibrada
narrativa y estéticamente, lo cierto es que el conmovedor largometraje del
“maestro de lo cotidiano” es de obligado visionado en una cada vez más extensa
historia de nuestro cine mundial.
Lo
mejor: la hipnótica sencillez y pulcritud de una cinta de lo más reveladora.
Lo
peor: su desconocimiento a nivel popular.
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